Querido amigo:
Cuando era un párvulo, el pequeño Paco se ocultaba detrás de las faldas de su madre cuando pasaba la comparsa de gigantes y cabezudos de su pueblo. Sobre todo temía a los cabezudos, que perseguían a chiquillos y mozos, repartiendo latigazos a diestro y siniestro. No así a los reyes, altos y torpes, que se limitaban a danzar sin propinar varazos a nadie.
Ya de mozalbete, todas aquellas fobias pueriles se fundieron en la fría noche de la infancia, al calor de la descollante razón juvenil. Una vez, finalizada la fiesta, sorprendió a los hombres desprendiéndose de sus cabezudos tras las bardas de un corral. Desde entonces ya sí que no cupo duda alguna, y las consejas de los viejos sobre cabezudos que raptaban a los zagales traviesos para asarlos en el monte, perdieron toda su pavorosa influencia. Ya no había que cuidarse de nada para desatar los poderosos instintos, propios de su edad.
Así pues, tan pronto asomaba la comparsa por las puertas del corral, el joven Paco se arrojaba en medio de la calle para, con risas y mofas, provocar la persecución de los cabezudos; y correr después como un poseso, confiado en dejar atrás a los pobres viejos que los portaban.
Las luces de su razón siguieron madurando y, hecho ya casi un hombre, dejó de burlarse de los cabezudos, para inspirar con ellos su delicada sensibilidad artística. Aquellos entrañables monigotes de madera y cartón caricaturizaban a alguaciles, caciques, moros, bandoleros, gobernadores y otras tantas terribles potestades que, a caballo de los siglos, habían amedrentado al sufrido pueblo. Pero el siglo XVIII pondría fin a todo despotismo - creía Paco, cuyos cándidos pinceles retrataban el escarnio popular que en ferias y romerías se tributaba a quienes, otrora, disciplinaban cualquier censura o descontento -. Para Paco, los cabezudos encarnaban la máscara con la que los hombres cubren sus complejos y debilidades, disfraz que mueve a la risa de los más humildes en una nueva página del largo libro de la Humanidad, narrada por la razón y alumbrada por el sentido común. Así pues, vivirían como iguales, todos los hombres sin excepción, en dulce paz y armonía.
Enfrascado en tan elevadas ideas, se abandonaba en largos paseos por los plantíos y campos que cercaban su amado Fuendetodos, Y perdido por recónditas cañadas, impregnaba sus ojos de la viva luz que resplandecía en aquella tierra que le viera nacer.
Iba gozando de una de estas excursiones en cierta ocasión cuando, a cierta distancia y rodeados de un árido secarral, columbró a dos hombres, enterrados hasta las rodillas en el campo, batiéndose a garrotazos. Liquidaban tan brutalmente sus diferencias, solos en espantoso duelo, sin padrinos ni testigos, bajo el sol ardiente,
Cuando Paco los descubrió, ya sus rostros chorreaban bañados en sangre y sudor, y con sus diezmadas fuerzas alzaban los pesados garrotes para asestarse los mandobles finales. La riña culminó con uno de los contendientes desplomado muerto sobre el surco arado en el predio, tiñendo la tierra con la sangre que manaba de las entrañas de su cabeza abierta.
Con horror Paco espió al vencedor, vacilante y exangüe, enterrando al vencido. No hubo crimen, no hubo delito, cuando dos hombres iguales apelaban a los instintos más primitivos para rematar su pleito. Sólo el cielo, el sol, el campo desierto, un perro famélico y quejumbroso, y los ojos del pintor fueron testigos de semejante barbarie.
A buen resguardo se tendió Paco, hundiendo su pecho en la tierra, para evitar ser apercibido por el homicida, que finalizada su faena, regresó malherido al pueblo, mientras al pie de la improvisada fosa, el triste perro alzaba su aullido al viento, llorando al descalabrado amo. Nunca ser vivo manifestó tanta soledad y duelo.
En las pupilas del pintor quedarían imperecederamente grabadas aquellas tétricas y amargas experiencias de la crueldad humana, contrastando con la lealtad del animal. Aquellas imágenes asomarían muchos años más tarde al alma atormentada del pintor, ya anciano y vencido por la ferocidad y encarnizamiento que había presenciado en sus días.
Por el pueblo apenas se comentó la desaparición de un rico labrador, que abandonando esposa, prole, y un perro muerto de hambre, había emigrado a las Américas; aunque las murmuraciones pronto señalaron al otro rico labrador, quien una mañana había aparecido molido y quebrantado por las coces que le había descargado una mula en el campo.
El joven pintor guardó silencio, si bien, por su cuenta, realizó discretas indagaciones. Se desvelaba por comprender qué sacro santa causa había llevado a tal bestial lid a ambos rivales. ¿Una ofensa de honor? ¿Una mujer? ¿La linde de unas tierras? Palideció cuando supo que se habían desafiado sólo por ideas; por creer en dos realidades opuestas; por razonar con justicia dispar cómo regir el pueblo. Agotadas las ideas, brotaron los garrotazos.
En las romerías que siguieron a aquel acontecimiento, el labrador victorioso se enfundó triunfante el cabezudo que satirizaba la figura del cacique, Goya lo contempló recorrer las calles, persiguiendo a la alegre chiquillería, y aquella fiesta de la cultura popular, madurada en la honda tradición secular, tornóse de pronto en un esperpento brutal. "El sueño de la razón produce monstruos", escribiría mucho después.
Imágenes oscuras como la sinrazón que duerme latente en el espíritu de todo hombre, mortificaron la vejez del pintor, que sordo y aislado del mundo, se sinceró con los muros inmaculados de su casa, liberando el alma con sus pinceles, ya que el silencio la había abrasado durante tantos años.
Un abrazo
domingo, 25 de enero de 2015
domingo, 18 de enero de 2015
El premio
Querido amigo:
A la desesperada, un joven aceptó una oferta de trabajo en un país remoto, que ni siquiera hubiera sabido ubicar en el atlas. Llevaba tanto tiempo desempleado, que poco a poco había ido rebajando sus expectativas, acuciado por la ansiedad y las deudas que se le acumulaban.
No cobraría mucho de entrada, pero el contratante le prometía jugosos aumentos al cabo de seis meses. De forma que, aquel 1 de enero se embarcó rumbo a una ciudad ignota en el corazón de un país ignoto.
Ni en sus peores pesadillas hubiera esperado encontrarse lo que se encontró allí. Hubo de conquistar el primer impulso de abordar el próximo vuelo de regreso, recordando a la familia que allí le aguardaba con sus apuros financieros. No podía fallarles en aquellos momentos. Así fue como se halló, de un día para otro, viviendo en un mundo ajeno a todo cuanto hasta entonces había conocido.
Nadie de su familia supo jamás las calamidades que hubo de soportar durante aquellos interminables meses, Nunca supieron que unas fiebres estuvieron a punto de llevárselo por delante, que donde mejor pudo instalarse rebosaba de insectos, que padeció hambre y sed ante la escasez de alimentos que castigaba al país, que a diario había de recorrer largas distancias bajo un tórrido sol hasta su lugar de trabajo, ni que fue testigo de una miseria terrible.
Nunca supieron que que le habían robado varias veces, ni que hasta le secuestraron para liberarle después de haber pagado su propio rescate, No llegó a entender por qué alguien allí anhelaba dinero, pues no importaba cuánto se poseyera, ya que no había qué adquirir con él, ni tan siquiera los productos más básicos.
Por el contrario, tampoco supieron que la bondad de algunas personas de aquel país se volcó con él mientras deliraba sin fuerzas en su catre, que en su trabajo ayudó a muchos nativos a acceder a alimentos y cuidados médicos, que estos le integraron no como a uno más, sino como a un hermano, que las experiencias allí vividas no se le borrarían jamás del alma, ni que allí descubrió el significado del amor por la vida,
Ambos relatos, los buenos y los malos, formaban las dos caras de una misma moneda, y eran indisociables entre sí. De haber contado sólo los bellos recuerdos, hubieran descubierto también los enormes sacrificios a los que se vió forzado.
No, más valía regresar con una sonrisa, reflejo de un alma engrandecida, y retratar un paraíso terrenal de exuberantes paisajes, de pequeños lujos y magníficas aventuras. En su familia recibieron con tanta alegría aquellos relatos fabulosos como el generoso salario recibido.
Al poco de regresar a su patria, al abrir el cajón de su mesilla de noche se deslizó un décimo de lotería de Navidad. Más tarde comprobaría que había sido premiado, pero que habían transcurrido los tres meses de plazo para cobrarlo.
Pensó que, de haberlo descubierto antes, habríase ahorrado aquel viaje a aquel país remoto, desconocido y mísero, que no habría tenido que jugarse la vida; pero que tampoco habría experimentado la grandeza del espíritu humano, ni se hubiera descubierto a sí mismo.
Tampoco refirió a nadie cómo, con una sonrisa verdadera, rasgó en pedazos el décimo caducado, para dedicarse, de ahí en adelante, a vivir la vida.
Un abrazo
A la desesperada, un joven aceptó una oferta de trabajo en un país remoto, que ni siquiera hubiera sabido ubicar en el atlas. Llevaba tanto tiempo desempleado, que poco a poco había ido rebajando sus expectativas, acuciado por la ansiedad y las deudas que se le acumulaban.
No cobraría mucho de entrada, pero el contratante le prometía jugosos aumentos al cabo de seis meses. De forma que, aquel 1 de enero se embarcó rumbo a una ciudad ignota en el corazón de un país ignoto.
Ni en sus peores pesadillas hubiera esperado encontrarse lo que se encontró allí. Hubo de conquistar el primer impulso de abordar el próximo vuelo de regreso, recordando a la familia que allí le aguardaba con sus apuros financieros. No podía fallarles en aquellos momentos. Así fue como se halló, de un día para otro, viviendo en un mundo ajeno a todo cuanto hasta entonces había conocido.
Nadie de su familia supo jamás las calamidades que hubo de soportar durante aquellos interminables meses, Nunca supieron que unas fiebres estuvieron a punto de llevárselo por delante, que donde mejor pudo instalarse rebosaba de insectos, que padeció hambre y sed ante la escasez de alimentos que castigaba al país, que a diario había de recorrer largas distancias bajo un tórrido sol hasta su lugar de trabajo, ni que fue testigo de una miseria terrible.
Nunca supieron que que le habían robado varias veces, ni que hasta le secuestraron para liberarle después de haber pagado su propio rescate, No llegó a entender por qué alguien allí anhelaba dinero, pues no importaba cuánto se poseyera, ya que no había qué adquirir con él, ni tan siquiera los productos más básicos.
Por el contrario, tampoco supieron que la bondad de algunas personas de aquel país se volcó con él mientras deliraba sin fuerzas en su catre, que en su trabajo ayudó a muchos nativos a acceder a alimentos y cuidados médicos, que estos le integraron no como a uno más, sino como a un hermano, que las experiencias allí vividas no se le borrarían jamás del alma, ni que allí descubrió el significado del amor por la vida,
Ambos relatos, los buenos y los malos, formaban las dos caras de una misma moneda, y eran indisociables entre sí. De haber contado sólo los bellos recuerdos, hubieran descubierto también los enormes sacrificios a los que se vió forzado.
No, más valía regresar con una sonrisa, reflejo de un alma engrandecida, y retratar un paraíso terrenal de exuberantes paisajes, de pequeños lujos y magníficas aventuras. En su familia recibieron con tanta alegría aquellos relatos fabulosos como el generoso salario recibido.
Al poco de regresar a su patria, al abrir el cajón de su mesilla de noche se deslizó un décimo de lotería de Navidad. Más tarde comprobaría que había sido premiado, pero que habían transcurrido los tres meses de plazo para cobrarlo.
Pensó que, de haberlo descubierto antes, habríase ahorrado aquel viaje a aquel país remoto, desconocido y mísero, que no habría tenido que jugarse la vida; pero que tampoco habría experimentado la grandeza del espíritu humano, ni se hubiera descubierto a sí mismo.
Tampoco refirió a nadie cómo, con una sonrisa verdadera, rasgó en pedazos el décimo caducado, para dedicarse, de ahí en adelante, a vivir la vida.
Un abrazo
El Gordo de Navidad
Querido amigo:
A las 10:24, un grito quebró la concentración de toda la oficina. Pocos levantaron la cabeza por encima de sus pantallas, mientras que la mayoría fingió no haber escuchado nada y se mantuvieron impasibles con la mirada fija y los oídos bien abiertos.
Nuevos rumores, nuevos gritos, abrieron súbito paso a la algarabía. Acababan de cantar el Gordo de Navidad y, el que más o el que menos, llevaba algo del número; el que se había distribuido entre los empleados de la empresa.
A partir de aquel momento estalló la fiesta. Besos y abrazos se prodigaban por doquier, incluso entre quienes hacía años que no se dirigían la palabra. La alegría y la bonanza todo lo perdonaban. Se vivieron instantes de histeria colectiva, de risas y lágrimas, de improvisados coros, una verdadera confusión de teléfonos...; improvisados cálculos, para averiguar cuántas trampas taparía la dotación del premio, así como consejos para cobrar los décimos.
El director salió de su despacho. Enseguida se vio rodeado de la alegría popular. Algunos, incluso, hasta se atrevieron a estrecharle la mano vigorosamente, confianza insólita con el sátrapa cuyo yugo de acero despertaba las más recónditas inquinas.
Sin embargo, el jefe permanecía imperturbablemente serio, mirando con indiferencia y tendiendo la mano floja a quienes le saludaban. Con voz cortante exhortó a su secretaria: "Dígale a Mínguez que venga a mi despacho inmediatamente".
- ¡Mínguez! ¡Mínguez! - se distinguió entre la fiesta. - ¡Mínguez! ¡Mínguez! - todos le buscaban. Habrá salido al aseo un momento, o a llamar por teléfono afuera, en alguna sala más tranquila.
Al cabo de unos minutos, el propio director indagaba personalmente por Mínguez, que parecía haberse desvanecido. Ni siquiera contestaba al teléfono.
- ¡Pero si estaba aquí hace un momento!
- ¡Dónde! Dónde! - chilló histérico el director.
Pero, a quién le importaba el dichoso Mínguez, ahora que les habían llovido los millones, muchos barruntaban dejar el trabajo y darle una buena patada en el culo a aquel tirano basilisco que les había hecho la vida imposible durante tanto tiempo. Los alaridos del jefe se ahogaron entre la música, los gritos de júbilo y los brindis desenfrenados con champán.
De Mínguez nadie volvió a saber nada. Sobre el respaldo de su silla abandonó su chaqueta. Como si se lo hubiera tragado la tierra, desapareció con el décimo que jugaba a medias con el señor director.
Un abrazo
A las 10:24, un grito quebró la concentración de toda la oficina. Pocos levantaron la cabeza por encima de sus pantallas, mientras que la mayoría fingió no haber escuchado nada y se mantuvieron impasibles con la mirada fija y los oídos bien abiertos.
Nuevos rumores, nuevos gritos, abrieron súbito paso a la algarabía. Acababan de cantar el Gordo de Navidad y, el que más o el que menos, llevaba algo del número; el que se había distribuido entre los empleados de la empresa.
A partir de aquel momento estalló la fiesta. Besos y abrazos se prodigaban por doquier, incluso entre quienes hacía años que no se dirigían la palabra. La alegría y la bonanza todo lo perdonaban. Se vivieron instantes de histeria colectiva, de risas y lágrimas, de improvisados coros, una verdadera confusión de teléfonos...; improvisados cálculos, para averiguar cuántas trampas taparía la dotación del premio, así como consejos para cobrar los décimos.
El director salió de su despacho. Enseguida se vio rodeado de la alegría popular. Algunos, incluso, hasta se atrevieron a estrecharle la mano vigorosamente, confianza insólita con el sátrapa cuyo yugo de acero despertaba las más recónditas inquinas.
Sin embargo, el jefe permanecía imperturbablemente serio, mirando con indiferencia y tendiendo la mano floja a quienes le saludaban. Con voz cortante exhortó a su secretaria: "Dígale a Mínguez que venga a mi despacho inmediatamente".
- ¡Mínguez! ¡Mínguez! - se distinguió entre la fiesta. - ¡Mínguez! ¡Mínguez! - todos le buscaban. Habrá salido al aseo un momento, o a llamar por teléfono afuera, en alguna sala más tranquila.
Al cabo de unos minutos, el propio director indagaba personalmente por Mínguez, que parecía haberse desvanecido. Ni siquiera contestaba al teléfono.
- ¡Pero si estaba aquí hace un momento!
- ¡Dónde! Dónde! - chilló histérico el director.
Pero, a quién le importaba el dichoso Mínguez, ahora que les habían llovido los millones, muchos barruntaban dejar el trabajo y darle una buena patada en el culo a aquel tirano basilisco que les había hecho la vida imposible durante tanto tiempo. Los alaridos del jefe se ahogaron entre la música, los gritos de júbilo y los brindis desenfrenados con champán.
De Mínguez nadie volvió a saber nada. Sobre el respaldo de su silla abandonó su chaqueta. Como si se lo hubiera tragado la tierra, desapareció con el décimo que jugaba a medias con el señor director.
Un abrazo
martes, 6 de enero de 2015
Noche de Reyes
Querido amigo:
Como casi todo escritor, también yo atravesé una larga sequía creativa. La literatura se marchó sin decir adiós, abandonándome como a un perro, tal vez hastiada de tanto esperarme, harta de mi falta de coraje. Cada vez que me sentaba a escribir, sentía un poderoso escrúpulo que me paralizaba. Lejos quedaban aquellos días en los que no temía abordar ninguna historia, por espinosa o delicada que resultase. Pero había perdido aquella inocencia espontánea de juventud tras muchos viajes por el mundo que, cuanto mejor conocía, más secaba mi creatividad.
¿Cómo escribir sobre la guerra, sobre los egoísmos, sobre la explotación, sobre la enfermedad, sobre ... el sufrimiento humano; sin esperanza?
Ayer por la noche, víspera de Reyes, me perdí por la ciudad para buscarla. Ingenuamente pensaba que la hallaría allí donde late la vida nocturna de la ciudad, la vida prohibida que se oculta a las miradas decentes de la mañana y se desnuda sin pudor cuando se pone el sol.
Acabé en una fiesta de cotillón de Reyes, rodeado de baile y alegría. Mientras todos se divertían, yo les observaba desde la barra, timorato y reservado, incapaz de relacionarme, invocando a la imaginación para que me bendijera con una historia que paliara el hueco que la literatura me había dejado en el espíritu. Pero nada, la fantasía se alejaba cada vez más de mi, y entre claros y oscuros, la magia y encanto del cotillón de Reyes devenía en oscura y vulgar bacanal dionisíaca, abriendo paso a los viejos fantasmas de siempre: el miedo y la desesperación.
Nadie reparó en los tres sujetos que mediaron en la fiesta, ataviados con pesados mantos ribeteados de armiño, luciendo luengas barbas, ciñéndose brillantes coronas, como recién llegados del Oriente de nuestra infancia perdida, una infancia en la que toda ilusión era posible.
Tres Reyes Magos de Oriente que se abrieron paso entre la algarabía y se dirigieron a mi, llamándome por mi nombre, para sacarme luego a la calle, donde aguardaba todo un séquito real, con pajes y camellos.
- ¿Se puede saber qué clase de broma es ésta? - espeté agriado, sintiéndome la ridícula víctima del número estrella del cotillón.
Los tres vetustos monarcas montaron en sus camellos y dieron la orden de emprender la marcha. Estupefacto, contemplé desfilar toda la comitiva por delante de mi. Ya me iba a volver de nuevo en la fiesta cuando me caté de que de uno de los muchos regalos que cargaba un caballo colgaba una etiqueta que rezaba: "Literatura". No lo pensé más, y me uní a la caravana.
Por las callejuelas de una barriada de las afueras de Madrid llegamos a un comedor social, en el momento en el que se servía la cena. En torno a largas mesas aguardaba una multitud de hombres y mujeres hambrientos, mezclándose razas, edades, idiomas... todos unidos por la miseria, todos exiliados de la fortuna. Uno de aquellos pobres, privado de juicio, montó en cólera súbitamente y, sin razón alguna, arrojó su sopa al voluntario que se la acababa de servir, bañándole de la cabeza a los pies.
Melchor se acercó a mi lado y me hizo gesto de que prestara atención. Agucé la vista para mi gran sorpresa, al reconocer en el rostro de donde resbalaba la sopa de fideos, al máximo ejecutivo del mayor banco del país, de quien meses atrás yo mismo había escrito un artículo reprochándole la codicia sin límites y la falta de humanidad de su gestión.
- No es posible - musité, casi sin palabras... No acertaba a comprender cómo aquel tipo arribista y rastrero se prestaba a sufrir las humillaciones de los olvidados de la sociedad.
Melchor entró en el comedor y ofreció al banquero un cofrecillo lleno de amarga mirra. Empapado de sopa, el voluntario sonrió, irradiando una felicidad que contrastaba con la tristeza que transmitía cuando aparecía en la prensa o en televisión, una felicidad plena, una felicidad inmaculada.
A su regreso, Melchor se me arrimó y pronunció a mi oído: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Continuamos nuestra procesión por las calles y avenidas de la capital, hasta que nos detuvimos en un poblado de chabolas. Baltasar se apeó del camello y me condujo hasta una de ellas, en cuyo interior resonaba el primer llanto de un recién nacido. A un lado, la madre jadeaba envuelta en sudor, agotada por el esfuerzo realizado. Se trataba de una familia de inmigrantes cuya oscura piel delataba una larga y penosa peregrinación desde el África profunda que les vio nacer hasta aquella miserable chabola de los arrabales de Madrid. Hacía meses había escrito un artículo denunciando la mala acogida que estos seres humanos recibían allá donde recalaban.
El rey Baltasar depositó un cofre con oro a los pies del bebé, y luego me susurró: Y tú Belén, de la tierra de Judá, de ningún modo eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un Gobernante que apacentará a mi pueblo Israel.
Finalmente, el rey Gaspar encabezó la comitiva y nos guió hasta la imprenta del periódico para el cual escribo. Ya despuntaba la aurora cuando el rey desmontó y se llegó hasta un fajo de periódicos recién impresos, de donde tomó uno para entregármelo, no sin antes sonreírme al evocar: Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Leí el titular, un gran titular como nunca antes se había publicado, un titular para la historia, para la posteridad: PAZ. El artículo iba firmado por.... ¡por mi mismo!
¡No era posible! ¿O sí? Enseguida reconocí mi estilo narrativo, un estilo desenfadado y sin corsés, fresco y literario y, lo más importante, rezumando esperanza.
El dulce aroma del incienso me devolvió a la realidad. La estela perfumada que los Reyes Magos dejaron a su paso hace tan solo unas horas, esta misma mañana. Apenas pude despedirme de ellos, apenas los vi desaparecer alejándose de la ciudad con todo su cortejo.
Envuelto en la esencia de incienso contemplé el amanecer desde aquel barrio pobre de la ciudad. Y si alguna vez los temores se apoderaron de mi espíritu, si alguna vez me tembló la mano al escribir, ya no logré acordarme; pues resurgía la esperanza como un nuevo alba.
Acabo de llegar a casa, y junto al pequeño nacimiento que preside el salón, he encontrado un regalo dirigido a mi, con una etiqueta que reza "Literatura".
Un abrazo
Como casi todo escritor, también yo atravesé una larga sequía creativa. La literatura se marchó sin decir adiós, abandonándome como a un perro, tal vez hastiada de tanto esperarme, harta de mi falta de coraje. Cada vez que me sentaba a escribir, sentía un poderoso escrúpulo que me paralizaba. Lejos quedaban aquellos días en los que no temía abordar ninguna historia, por espinosa o delicada que resultase. Pero había perdido aquella inocencia espontánea de juventud tras muchos viajes por el mundo que, cuanto mejor conocía, más secaba mi creatividad.
¿Cómo escribir sobre la guerra, sobre los egoísmos, sobre la explotación, sobre la enfermedad, sobre ... el sufrimiento humano; sin esperanza?
Ayer por la noche, víspera de Reyes, me perdí por la ciudad para buscarla. Ingenuamente pensaba que la hallaría allí donde late la vida nocturna de la ciudad, la vida prohibida que se oculta a las miradas decentes de la mañana y se desnuda sin pudor cuando se pone el sol.
Acabé en una fiesta de cotillón de Reyes, rodeado de baile y alegría. Mientras todos se divertían, yo les observaba desde la barra, timorato y reservado, incapaz de relacionarme, invocando a la imaginación para que me bendijera con una historia que paliara el hueco que la literatura me había dejado en el espíritu. Pero nada, la fantasía se alejaba cada vez más de mi, y entre claros y oscuros, la magia y encanto del cotillón de Reyes devenía en oscura y vulgar bacanal dionisíaca, abriendo paso a los viejos fantasmas de siempre: el miedo y la desesperación.
Nadie reparó en los tres sujetos que mediaron en la fiesta, ataviados con pesados mantos ribeteados de armiño, luciendo luengas barbas, ciñéndose brillantes coronas, como recién llegados del Oriente de nuestra infancia perdida, una infancia en la que toda ilusión era posible.
Tres Reyes Magos de Oriente que se abrieron paso entre la algarabía y se dirigieron a mi, llamándome por mi nombre, para sacarme luego a la calle, donde aguardaba todo un séquito real, con pajes y camellos.
- ¿Se puede saber qué clase de broma es ésta? - espeté agriado, sintiéndome la ridícula víctima del número estrella del cotillón.
Los tres vetustos monarcas montaron en sus camellos y dieron la orden de emprender la marcha. Estupefacto, contemplé desfilar toda la comitiva por delante de mi. Ya me iba a volver de nuevo en la fiesta cuando me caté de que de uno de los muchos regalos que cargaba un caballo colgaba una etiqueta que rezaba: "Literatura". No lo pensé más, y me uní a la caravana.
Por las callejuelas de una barriada de las afueras de Madrid llegamos a un comedor social, en el momento en el que se servía la cena. En torno a largas mesas aguardaba una multitud de hombres y mujeres hambrientos, mezclándose razas, edades, idiomas... todos unidos por la miseria, todos exiliados de la fortuna. Uno de aquellos pobres, privado de juicio, montó en cólera súbitamente y, sin razón alguna, arrojó su sopa al voluntario que se la acababa de servir, bañándole de la cabeza a los pies.
Melchor se acercó a mi lado y me hizo gesto de que prestara atención. Agucé la vista para mi gran sorpresa, al reconocer en el rostro de donde resbalaba la sopa de fideos, al máximo ejecutivo del mayor banco del país, de quien meses atrás yo mismo había escrito un artículo reprochándole la codicia sin límites y la falta de humanidad de su gestión.
- No es posible - musité, casi sin palabras... No acertaba a comprender cómo aquel tipo arribista y rastrero se prestaba a sufrir las humillaciones de los olvidados de la sociedad.
Melchor entró en el comedor y ofreció al banquero un cofrecillo lleno de amarga mirra. Empapado de sopa, el voluntario sonrió, irradiando una felicidad que contrastaba con la tristeza que transmitía cuando aparecía en la prensa o en televisión, una felicidad plena, una felicidad inmaculada.
A su regreso, Melchor se me arrimó y pronunció a mi oído: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Continuamos nuestra procesión por las calles y avenidas de la capital, hasta que nos detuvimos en un poblado de chabolas. Baltasar se apeó del camello y me condujo hasta una de ellas, en cuyo interior resonaba el primer llanto de un recién nacido. A un lado, la madre jadeaba envuelta en sudor, agotada por el esfuerzo realizado. Se trataba de una familia de inmigrantes cuya oscura piel delataba una larga y penosa peregrinación desde el África profunda que les vio nacer hasta aquella miserable chabola de los arrabales de Madrid. Hacía meses había escrito un artículo denunciando la mala acogida que estos seres humanos recibían allá donde recalaban.
El rey Baltasar depositó un cofre con oro a los pies del bebé, y luego me susurró: Y tú Belén, de la tierra de Judá, de ningún modo eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un Gobernante que apacentará a mi pueblo Israel.
Finalmente, el rey Gaspar encabezó la comitiva y nos guió hasta la imprenta del periódico para el cual escribo. Ya despuntaba la aurora cuando el rey desmontó y se llegó hasta un fajo de periódicos recién impresos, de donde tomó uno para entregármelo, no sin antes sonreírme al evocar: Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Leí el titular, un gran titular como nunca antes se había publicado, un titular para la historia, para la posteridad: PAZ. El artículo iba firmado por.... ¡por mi mismo!
¡No era posible! ¿O sí? Enseguida reconocí mi estilo narrativo, un estilo desenfadado y sin corsés, fresco y literario y, lo más importante, rezumando esperanza.
El dulce aroma del incienso me devolvió a la realidad. La estela perfumada que los Reyes Magos dejaron a su paso hace tan solo unas horas, esta misma mañana. Apenas pude despedirme de ellos, apenas los vi desaparecer alejándose de la ciudad con todo su cortejo.
Envuelto en la esencia de incienso contemplé el amanecer desde aquel barrio pobre de la ciudad. Y si alguna vez los temores se apoderaron de mi espíritu, si alguna vez me tembló la mano al escribir, ya no logré acordarme; pues resurgía la esperanza como un nuevo alba.
Acabo de llegar a casa, y junto al pequeño nacimiento que preside el salón, he encontrado un regalo dirigido a mi, con una etiqueta que reza "Literatura".
Un abrazo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)