Querido amigo:
A las 10:24, un grito quebró la concentración de toda la oficina. Pocos levantaron la cabeza por encima de sus pantallas, mientras que la mayoría fingió no haber escuchado nada y se mantuvieron impasibles con la mirada fija y los oídos bien abiertos.
Nuevos rumores, nuevos gritos, abrieron súbito paso a la algarabía. Acababan de cantar el Gordo de Navidad y, el que más o el que menos, llevaba algo del número; el que se había distribuido entre los empleados de la empresa.
A partir de aquel momento estalló la fiesta. Besos y abrazos se prodigaban por doquier, incluso entre quienes hacía años que no se dirigían la palabra. La alegría y la bonanza todo lo perdonaban. Se vivieron instantes de histeria colectiva, de risas y lágrimas, de improvisados coros, una verdadera confusión de teléfonos...; improvisados cálculos, para averiguar cuántas trampas taparía la dotación del premio, así como consejos para cobrar los décimos.
El director salió de su despacho. Enseguida se vio rodeado de la alegría popular. Algunos, incluso, hasta se atrevieron a estrecharle la mano vigorosamente, confianza insólita con el sátrapa cuyo yugo de acero despertaba las más recónditas inquinas.
Sin embargo, el jefe permanecía imperturbablemente serio, mirando con indiferencia y tendiendo la mano floja a quienes le saludaban. Con voz cortante exhortó a su secretaria: "Dígale a Mínguez que venga a mi despacho inmediatamente".
- ¡Mínguez! ¡Mínguez! - se distinguió entre la fiesta. - ¡Mínguez! ¡Mínguez! - todos le buscaban. Habrá salido al aseo un momento, o a llamar por teléfono afuera, en alguna sala más tranquila.
Al cabo de unos minutos, el propio director indagaba personalmente por Mínguez, que parecía haberse desvanecido. Ni siquiera contestaba al teléfono.
- ¡Pero si estaba aquí hace un momento!
- ¡Dónde! Dónde! - chilló histérico el director.
Pero, a quién le importaba el dichoso Mínguez, ahora que les habían llovido los millones, muchos barruntaban dejar el trabajo y darle una buena patada en el culo a aquel tirano basilisco que les había hecho la vida imposible durante tanto tiempo. Los alaridos del jefe se ahogaron entre la música, los gritos de júbilo y los brindis desenfrenados con champán.
De Mínguez nadie volvió a saber nada. Sobre el respaldo de su silla abandonó su chaqueta. Como si se lo hubiera tragado la tierra, desapareció con el décimo que jugaba a medias con el señor director.
Un abrazo
domingo, 18 de enero de 2015
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