domingo, 25 de enero de 2015

De luces y lucientes

Querido amigo:

Cuando era un párvulo, el pequeño Paco se ocultaba detrás de las faldas de su madre cuando pasaba la comparsa de gigantes y cabezudos de su pueblo. Sobre todo temía a los cabezudos, que perseguían a chiquillos y mozos, repartiendo latigazos a diestro y siniestro. No así a los reyes, altos y torpes, que se limitaban a danzar sin propinar varazos a nadie.

Ya de mozalbete, todas aquellas fobias pueriles se fundieron en la fría noche de la infancia, al calor de la descollante razón juvenil. Una vez, finalizada la fiesta, sorprendió a los hombres desprendiéndose de sus cabezudos tras las bardas de un corral. Desde entonces ya sí que no cupo duda alguna, y las consejas de los viejos sobre cabezudos que raptaban a los zagales traviesos para asarlos en el monte, perdieron toda su pavorosa influencia. Ya no había que cuidarse de nada para desatar los poderosos instintos, propios de su edad.

Así pues, tan pronto asomaba la comparsa por las puertas del corral, el joven Paco se arrojaba en medio de la calle para, con risas y mofas, provocar la persecución de los cabezudos; y correr después como un poseso, confiado en dejar atrás a los pobres viejos que los portaban.

Las luces de su  razón siguieron madurando y, hecho ya casi un hombre, dejó de burlarse de los cabezudos, para inspirar con ellos su delicada sensibilidad artística. Aquellos entrañables monigotes de madera y cartón caricaturizaban a alguaciles, caciques, moros, bandoleros, gobernadores y otras tantas terribles potestades que, a caballo de los siglos, habían amedrentado al sufrido pueblo. Pero el siglo XVIII pondría fin a todo despotismo - creía Paco, cuyos cándidos pinceles retrataban el escarnio popular que en ferias y romerías se tributaba a quienes, otrora, disciplinaban cualquier censura o descontento -. Para Paco, los cabezudos encarnaban la máscara con la que los hombres cubren sus complejos y debilidades, disfraz que mueve a la risa de los más humildes en una nueva página del largo libro de la Humanidad, narrada por la razón y alumbrada por el sentido común. Así pues, vivirían como iguales, todos los hombres sin excepción, en dulce paz y armonía.

Enfrascado en tan elevadas ideas, se abandonaba en largos paseos por los plantíos y campos que cercaban su amado Fuendetodos,  Y perdido por recónditas cañadas, impregnaba sus ojos de la viva luz que resplandecía en aquella tierra que le viera nacer.

Iba gozando de una de estas excursiones en cierta ocasión cuando, a cierta distancia y rodeados de un árido secarral, columbró a dos hombres, enterrados hasta las rodillas en el campo, batiéndose a garrotazos. Liquidaban tan brutalmente sus diferencias, solos en espantoso duelo, sin padrinos ni testigos, bajo el sol ardiente,

Cuando Paco los descubrió, ya sus rostros chorreaban bañados en sangre y sudor, y con sus diezmadas fuerzas alzaban los pesados garrotes para asestarse los mandobles finales. La riña culminó con uno de los contendientes desplomado muerto sobre el surco arado en el predio, tiñendo la tierra con la sangre que manaba de las entrañas de su cabeza abierta.

Con horror Paco espió al vencedor, vacilante y exangüe, enterrando al vencido. No hubo crimen, no hubo delito, cuando dos hombres iguales apelaban a los instintos más primitivos para rematar su pleito. Sólo el cielo, el sol, el campo desierto, un perro famélico y quejumbroso, y los ojos del pintor fueron testigos de semejante barbarie.

A buen resguardo se tendió Paco, hundiendo su pecho en la tierra, para evitar ser apercibido por el homicida, que finalizada su faena, regresó malherido al pueblo, mientras al pie de la improvisada fosa, el triste perro alzaba su aullido al viento, llorando al descalabrado amo. Nunca ser vivo manifestó tanta soledad y duelo.

En las pupilas del pintor quedarían imperecederamente grabadas aquellas tétricas y amargas experiencias de la crueldad humana, contrastando con la lealtad del animal. Aquellas imágenes asomarían muchos años más tarde al alma atormentada del pintor, ya anciano y vencido por la ferocidad y encarnizamiento que había presenciado en sus días.

Por el pueblo apenas se comentó la desaparición de un rico labrador, que abandonando esposa, prole, y un perro muerto de hambre, había emigrado a las Américas; aunque las murmuraciones pronto señalaron al otro rico labrador, quien una mañana había aparecido molido y quebrantado por las coces que le había descargado una mula en el campo.

El joven pintor guardó silencio, si bien, por su cuenta, realizó discretas indagaciones. Se desvelaba por comprender qué sacro santa causa había llevado a tal bestial lid a ambos rivales. ¿Una ofensa de honor? ¿Una mujer? ¿La linde de unas tierras? Palideció cuando supo que se habían desafiado sólo por ideas; por creer en dos realidades opuestas; por razonar con justicia dispar cómo regir el pueblo. Agotadas las ideas, brotaron los garrotazos.

En las romerías que siguieron a aquel acontecimiento, el labrador victorioso se enfundó triunfante el cabezudo que satirizaba la figura del cacique, Goya lo contempló recorrer las calles, persiguiendo a la alegre chiquillería, y aquella fiesta de la cultura popular, madurada en la honda tradición secular, tornóse de pronto en un esperpento brutal. "El sueño de la razón produce monstruos", escribiría mucho después.

Imágenes oscuras como la sinrazón que duerme latente en el espíritu de todo hombre, mortificaron la vejez del pintor, que sordo y aislado del mundo, se sinceró con los muros inmaculados de su casa, liberando el alma con sus pinceles, ya que el silencio la había abrasado durante tantos años.

Un abrazo

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