martes, 6 de enero de 2015

Noche de Reyes

Querido amigo:

Como casi todo escritor, también yo atravesé una larga sequía creativa. La literatura se marchó sin decir adiós, abandonándome como a un perro, tal vez hastiada de tanto esperarme, harta de mi falta de coraje. Cada vez que me sentaba a escribir, sentía un poderoso escrúpulo que me paralizaba. Lejos quedaban aquellos días en los que no temía abordar ninguna historia, por espinosa o delicada que resultase. Pero había perdido aquella inocencia espontánea de juventud tras muchos viajes por el mundo que, cuanto mejor conocía, más secaba mi creatividad.

¿Cómo escribir sobre la guerra, sobre los egoísmos, sobre la explotación, sobre la enfermedad, sobre ... el sufrimiento humano; sin esperanza?

Ayer por la noche, víspera de Reyes, me perdí por la ciudad para buscarla. Ingenuamente pensaba que la hallaría allí donde late la vida nocturna de la ciudad, la vida prohibida que se oculta a las miradas decentes de la mañana y se desnuda sin pudor cuando se pone el sol.

Acabé en una fiesta de cotillón de Reyes, rodeado de baile y alegría. Mientras todos se divertían, yo les observaba desde la barra, timorato y reservado, incapaz de relacionarme, invocando a la imaginación para que me bendijera con una historia que paliara el hueco que la literatura me había dejado en el espíritu. Pero nada, la fantasía se alejaba cada vez más de mi, y entre claros y oscuros, la magia y encanto del cotillón de Reyes devenía en oscura y vulgar bacanal dionisíaca, abriendo paso a los viejos fantasmas de siempre: el miedo y la desesperación.

Nadie reparó en los tres sujetos que mediaron en la fiesta, ataviados con pesados mantos ribeteados de armiño, luciendo luengas barbas, ciñéndose brillantes coronas, como recién llegados del Oriente de nuestra infancia perdida, una infancia en la que toda ilusión era posible.

Tres Reyes Magos de Oriente que se abrieron paso entre la algarabía y se dirigieron a mi, llamándome por mi nombre, para sacarme luego a la calle, donde aguardaba todo un séquito real, con pajes y camellos.

- ¿Se puede saber qué clase de broma es ésta? - espeté agriado, sintiéndome la ridícula víctima del número estrella del cotillón.

Los tres vetustos monarcas montaron en sus camellos y dieron la orden de emprender la marcha. Estupefacto, contemplé desfilar toda la comitiva por delante de mi. Ya me iba a volver de nuevo en la fiesta cuando me caté de que de uno de los muchos regalos que cargaba un caballo colgaba una etiqueta que rezaba: "Literatura". No lo pensé más, y me uní a la caravana.

Por las callejuelas de una barriada de las afueras de Madrid llegamos a un comedor social, en el momento en el que se servía la cena. En torno a largas mesas aguardaba una multitud de hombres y mujeres hambrientos, mezclándose razas, edades, idiomas... todos unidos por la miseria, todos exiliados de la fortuna. Uno de aquellos pobres, privado de juicio, montó en cólera súbitamente y, sin razón alguna, arrojó su sopa al voluntario que se la acababa de servir, bañándole de la cabeza a los pies.

Melchor se acercó a mi lado y me hizo gesto de que prestara atención. Agucé la vista para mi gran sorpresa, al reconocer en el rostro de donde resbalaba la sopa de fideos, al máximo ejecutivo del mayor banco del país, de quien meses atrás yo mismo había escrito un artículo reprochándole la codicia sin límites y la falta de humanidad de su gestión.

- No es posible - musité, casi sin palabras... No acertaba a comprender cómo aquel tipo arribista y rastrero se prestaba a sufrir las humillaciones de los olvidados de la sociedad.

Melchor entró en el comedor y ofreció al banquero un cofrecillo lleno de amarga mirra. Empapado de sopa, el voluntario sonrió, irradiando una felicidad que contrastaba con la tristeza que transmitía cuando aparecía en la prensa o en televisión, una felicidad plena, una felicidad inmaculada.

A su regreso, Melchor se me arrimó y pronunció a mi oído:  Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Continuamos nuestra procesión por las calles y avenidas de la capital, hasta que nos detuvimos en un poblado de chabolas. Baltasar se apeó del camello y me condujo hasta una de ellas, en cuyo interior resonaba el primer llanto de un recién nacido. A un lado, la madre jadeaba envuelta en sudor, agotada por el esfuerzo realizado. Se trataba de una familia de inmigrantes cuya oscura piel delataba una larga y penosa peregrinación desde el África profunda que les vio nacer hasta aquella miserable chabola de los arrabales de Madrid. Hacía meses había escrito un artículo denunciando la mala acogida que estos seres humanos recibían allá donde recalaban.

El rey Baltasar depositó un cofre con oro a los pies del bebé, y luego me susurró: Y tú Belén, de la tierra de Judá, de ningún modo eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un Gobernante que apacentará a mi pueblo Israel.

Finalmente, el rey Gaspar encabezó la comitiva y nos guió hasta la imprenta del periódico para el cual escribo. Ya despuntaba la aurora cuando el rey desmontó y se llegó hasta un fajo de periódicos recién impresos, de donde tomó uno para entregármelo, no sin antes sonreírme al evocar: Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Leí el titular, un gran titular como nunca antes se había publicado, un titular para la historia, para la posteridad: PAZ. El artículo iba firmado por.... ¡por mi mismo!

¡No era posible! ¿O sí? Enseguida reconocí mi estilo narrativo, un estilo desenfadado y sin corsés, fresco y literario y, lo más importante, rezumando esperanza.

El dulce aroma del incienso me devolvió a la realidad. La estela perfumada que los Reyes Magos dejaron a su paso hace tan solo unas horas, esta misma mañana. Apenas pude despedirme de ellos, apenas los vi desaparecer alejándose de la ciudad con todo su cortejo.

Envuelto en la esencia de incienso contemplé el amanecer desde aquel barrio pobre de la ciudad. Y si alguna vez los temores se apoderaron de mi espíritu, si alguna vez me tembló la mano al escribir, ya no logré acordarme; pues resurgía la esperanza como un nuevo alba.

Acabo de llegar a casa, y junto al pequeño nacimiento que preside el salón, he encontrado un regalo dirigido a mi, con una etiqueta que reza "Literatura".

Un abrazo

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