Querido amigo:
Me llamo Pablo, aunque mis amigos me apodan Paulaner. Se trata de una larga historia...
A mi abuelo nunca le gustaron los apodos y siempre me reñía cuando se enteraba de que aún me seguían llamando así. Mi abuelo fue un hombre muy serio, de principios, que no entendía nada de bromas ni de sentido del humor.
Al terminar la guerra civil siguió la carrera militar, más a la sombra de su condición de veterano que de sus méritos en el frente. El abuelo se vanagloriaba de haber liberado a España de las hordas rojas, y todo esa historia...
De sus dos nietos, mi hermano mayor acaparaba toda su simpatía. Mi hermano creció con la imaginación encendida por las historias de las batallas del abuelo, por lo que, tan pronto concluyó el bachillerato se empeñó en vestirse el uniforme, al igual que el abuelo y que papá. Yo, en cambio, crecí con la fantasía puesta en no se sabe qué, mal estudiante y torpe en el ejercicio físico. Una vergüenza para la familia, a juzgar por las miradas de desaprobación que me dirigían al traer la cartilla de las notas. Y cuando crecí y me empezaron a llamar Paulaner, qué decir lo que pensarían de mi.
Claro que, nada parecía importar que las notas de mi hermano mayor tampoco brillaran por su excelencia. Al abuelo no le importó recomendar al nieto mayor para que fuera admitido en la academia militar, al fin y al cabo el abuelo también había sido recomendado muchas veces y siempre había acabado mereciendo la confianza que se le había brindado.
Yo, sin embargo, no lo tenía tan claro. No me gustaba la idea de usurpar el puesto que, tal vez, otro merecía más que yo. El abuelo no quería hablar de tonterías como esta. Él nunca se equivocaba juzgando a las personas, y si su nieto mayor anhelaba seguir la tradición familiar es que llevaba en la sangre el espíritu castrense y había de batirse por España con mayor valor que cualquier pipiolo calculín que se hubiera matado a estudiar para ganarse un porvenir.
Mi hermano se echó novia al poco de ingresar en la academia. Me pregunto si ella se sintió realmente atraída por la sosa palabrería y el aire marcial del cadete, o si fue el uniforme quien despertó algún instinto de romanticismo. Da igual, al abuelo lo único que le importaba es que el abuelo de la muchacha había sido rojo.
De nada sirvieron las explicaciones de que el abuelo de la novia de mi hermano había entrado por hambre en un seminario, y que la guerra le sorprendió en zona republicana, por lo que hubo de quemar los hábitos si quería salvar el cuello. Eso sí, como no servía para el campo de batalla, le reclutaron en una fábrica de armamento, donde el pobre seminarista se vengó fabricando las bombas sin cebador, para que no explotaran nunca.
Mi abuelo conservaba una granada sin explotar en la vitrina de su despacho. Estando en una trinchera del frente del Ebro, le rebotó aquella granada procedente del campo de batalla. La granada, a pesar de no llevar seguro, jamás estalló. El abuelo la conservó desde entonces como un trofeo de guerra, atribuyendo el milagro a la divina justicia de la cruzada.
Mi hermano y yo jugábamos de pequeños con aquella granada, inocua como una pistola sin balas. El abuelo siempre se negó a reconocer que el abuelo de la novia de su nieto pudo haber contribuido a salvarle la vida. ¡Un rojo! ¡Salvarle la vida a él! ¡Qué ingenuos! Tal vez lo pensara para sus adentros, pero relacionarse con un rojo le desacreditaría en el cuartel.
Cuando murió, mi hermano y yo nos encargamos de recoger su despacho, tarea muy dura en aquellos momentos para mi abuela, mi padre y mis tíos. Aquel despacho nos traía a todos muchos recuerdos. Mi hermano besó la enorme bandera que descansaba sobre un mástil de latón detrás del butacón donde se sentaba el abuelo.
Pablo, ve a la cocina y trae una bolsa, me ordenó con ese tono autoritario del hombre probo que se dirige a un inútil. Apenas llegué a la cocina, una gran explosión me arrojó al suelo. Aturdido, lo primero que pensé es que había explotado la bombona de butano. Me equivoqué. El despacho había volado por los aires, y mi hermano... mi hermano... El abuelo tenía razón, nada debía al abuelo de la novia de mi difunto hermano...
Un abrazo
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentarios:
Me ha encantado, Javi.
Un abrazo.
Publicar un comentario