Querido amigo:
¡Cuántas veces hemos escuchado “poner los pies en la tierra”! La sabiduría oriental cuenta que los órganos de nuestro cuerpo encuentran su reflejo en las plantas de los pies. Cuando caminamos, inmersos en nuestros quehaceres diarios, no reparamos en las plantas de nuestros pies.
Hoy, podemos plantearnos un breve experimento. Por un rato, despejemos la mente; concentrémonos lo más posible en nuestros pasos. Plantemos cada pie en el suelo con lentitud otoñal, con la suavidad de las hojas caducas al despedirse del árbol, experimentando el peso de nuestro cuerpo gravitando de un pie a otro, despegando cada pie con idéntica quietud, en silencio, como si acecháramos… No olvidemos acompasar nuestros pulmones a nuestros pasos.
Descubriremos un paraíso de sensaciones. Toda vibración que corra por el piso, voces, un murmullo de viento, otros pasos, etc… ondas mecánicas que nos estremecen, que nos recuerdan la consciencia de vivir, vivir sintiendo, vivir resonando. Convertimos en orejas nuestros pies. Si entornamos los párpados, convertimos en ojos los pies: luces fugaces que no son sino haces gravitatorios que nos atraen al firme. Vibraciones de siete mil millones de seres que estremecen los mantos estratigráficos para confluir en el núcleo terrestre.
El experimento cobra mayor intensidad si tratamos de mantener uno de los pies en equilibrio, convirtiéndonos en un pulso latente a merced del aire ingrávido, como si voláramos. Todo juego de equilibrio que nos atrevamos a realizar intensificará la experiencia.
Un abrazo
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