domingo, 5 de junio de 2011

De compras por Manhattan





Querido amigo:



Aquel día parecía que todo iba a salir mal. Para empezar, me quedé dormido. La víspera me había acostado muy tarde y agotado, olvidándome de programar el despertador.



Las luces de la mañana y el intenso tráfico de primera hora me despertaron. Casi me desmayo al ver la hora... ¡Me estarían esperando en el vestíbulo! Corrí a vestirme, no había tiempo para ducharme. Cuando me calcé los zapatos empecé a sentir una molestia en la planta del pie. Seguramente una chinilla fastidiándome bajo én el calcetín, pero no podía entretenerme.



Salí a escape de la habitación, dejando todo sin recoger. Abajo aguardaba el conductor. Por fortuna, la señora se había demorado durante el desayuno y aparecía ahora, toda elegante y dispuesta a pasarse todo el día de compras por Nueva York. ¡Menos mal, la señora no había notado mi retraso!




Salimos del hotel, la limusina esperaba en la puerta, pero la señora rehusó porque le apetecía pasear. De manera que, sin ducharme, sin desayunar y con una piedra en el zapato torturándome, acompañé a la señora manzana a manzana.


Recorrimos no sé cuántas boutiques, zapaterías y joyerías... ¡La 5ª avenida de arriba a abajo! La señora entraba en un establecimiento y al punto se veía rodeada por los dependientes, ávidos de mostrale sus más preciados diseños. Mientras tanto, un servidor montaba guardia de pie en la entrada, bajo un frío que pelaba.



Una hora, hora y media, y la señora salía toda ufana y me cargaba con las bolsas de sus compras. Luego, otro paseo hasta otra tienda y vuelta a empezar. Para la hora del almuerzo yo ya no era persona, además de que la china del zapato me estaba matando. Podía sentir cómo me sangraba la planta del pie, pero no podía distraerme ni un momento para descalzarme y aliviarme, porque la señora podía requerirme en cualquier instante y, de no encontrarme en mi puesto, me despediría sin contemplaciones.



Estaba claro que aquel no era mi día... Como a la señora le habían ofrecido unos canapés en una de las lujosas boutiques, ella tan obsesionada con adelgazar había perdido el apetito, de modo que me quedaba sin almorzar. Resignado y cargado como una mula, seguí a la señora hasta una zapatería, y otra hora de espera... Y luego una tienda de muebles, y otra de complementos, una relojería, una sombrerería, una galería de arte, otra boutique, y otra, otra... Yo ya no sentía el pie, pues el intenso dolor me trastornaba. La china del zapato me cortaba, me quemaba, me escocía... ¡Dios qué espanto!



Para concluir la jornada comenzó a llover, y me calé hasta los huesos. Al salir de la boutique, la señora me ordenó que parara un taxi para regresar al hotel. Había acumulado tantos paquetes y bolsas, que no había espacio en el taxi para mí y hube de volver a pie bajo la lluvia, tan sólo cinco manzanas. ¡La hubiera matado al oírla! ¡Señor, señor, qué dura es la vida del pobre!



Al llegar al hotel, el botones me dió recado de la señora de que no me moviera del vestíbulo, que había subido a cambiarse en su suite y que partiríamos luego a una recepción en el MoMA. ¡Hija de ...!



El resto de la velada me la pasé de pie en el frío asfalto. El conductor de la limusina me ofreció una taza de café que llevaba en un termo, pero cuando le iba a dar el primer tiento, apareció la señora, extenuada Frank, estoy extenuada... Volvemos al hotel inmediatamente... ¡Ah, Frank, sonríe un poco, te lo ruego, que me avergüenzas con tu gesto de palo delante de mis amistades! ¡Parece que te azoto con un latigo...!



Sí, señora. Disculpe la señora, no se me olvidará sonreír. Como usted mande, señora.



Por supuesto, la señora ya había picoteado algo en el MoMA y no tenía ganas de cenar nada más.



Cuando por fin, en la intimidad de mi habitación, me descalcé el zapato que me había torturado durante 14 horas,... vi caer la maldita chinilla... Fruncí la mirada, creyendo que deliraba por culpa del vacío de mi estómago... ¡No! ¡No podía ser! ¿O sí? En uno de los hoteles más lujosos del planeta y sirviendo a una señora que se había gastado sin pestañear una fortuna en un sólo día, todo podía acaecer y, después de todo, el día podía terminar bien porque de mi zapato se deslizó una piedra brillante que al día siguiente fue tasada en un millón de dólares, capital con el que sobrevivo desde entonces sin volver a haber tenido noticia alguna de la señora.



Un abrazo

1 comentarios:

El diario de Doris dijo...

ya me imagino la escena, el pobre chico con el escozor de la china en el pie, pero al final, como nos tienes acostumbrados, das la vuelta a la historia, un abrazo

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