Empecemos paseando por el pasado. Remontémonos muchos siglos atrás, hasta la fundación de nuestro pueblo, nuestra ciudad. Imaginemos cómo lucía entonces el territorio sobre el que ahora nos asentamos.
Sólo así comprenderemos cómo evolucionó nuestro pueblo con el paso de los tiempos. Deshojando los años que nos separan, vislumbraremos la esencia de nuestra villa. Un valle; un bosque; un río; fértiles campos; verdes pastos; caza; un lago; un mar; un cruce de caminos; un bastión defensivo, un abrigo frente al viento; etc... Nuestros ancestros no eligieron al azar sus asentamientos, sino que buscaban las plazas más idóneas o estratégicas, bien para abastecerse de lo necesario para sobrevivir, o bien para dominar vastas extensiones de terreno.
Con el tiempo, muchas poblaciones han ido mudando su esencia original. Unas han ido a más, otras han venido a menos. Hoy en día, pocos lugares recuerdan ya cómo fueron en un principio. Las franquicias comerciales acaparan los centros históricos de las ciudades, que acaban por parecerse entre sí. Hoy en día, la economía reduce las poblaciones a meros mercados. Esa economía que sólo razona con intereses y beneficios, no considera rentables los mercados pequeños, y por eso construye grandes urbes, menos costosas de abastecer, en detrimento de otros pueblicos, más modestos, que acaban por olvidarse en la cuneta de nuestras carreteras.
Y así, amigo mío, nos hacinamos todos en el mismo lugar, nos olvidamos de la esencia que nos hizo como somos y que nos diferenciaba de los demás, y nos convertimos en meras presas de la publicidad, todos iguales, igualicos. Lamentablemente iguales.
Un sentido abrazo
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