Querido amigo:
Mi búsqueda arrancó el día en que dos de mis compañeras de trabajo debatieron sobre si una tercera compañera, ausente en aquel momento, era verdaderamente feliz. Una de ellas opinaba que no podía ser de otra manera, porque no le faltaba juventud, belleza, trabajo, amigos, éxito... en fin, todos esos alicientes de la vida que, según ella, atraían a la felicidad. Sin embargo, la otra discrepaba, ya que creía conocer mejor que nadie a la compañera ausente por los muchos cafés y confidencias que habían compartido, y -tal vez por celos o envidia- negaba categóricamente que esa muchacha viviera feliz.
Yo asistí a la discusión con la boca bien cerrada, reservándome mi propia opinión. Aunque, en realidad no sabría asegurar si me había forjado una opinión sobre la compañera de marras. Lo que sí me preocupaba hasta la obsesión era la otra cuestión del debate, la de la felicidad.
Y es que el ser humano erra por la vida esperando a la felicidad. No muchas la disfrutan plenamente, mientras que el resto salta de una frustración a otra, como cuando jugando al escondite nos asomamos detrás de una puerta entornada, convencidos de que sorprenderemos a alguno de nuestros amigos y... no hallamos a nadie.
Emprendí entonces mi propia búsqueda de la felicidad. Uno más, una gota más en el océano de la historia de la humanidad, que se sumergía en las profundidades del alma para desenterrar el preciado tesoro.
¿Mas qué anhelaba descubrir exactamente? No se recomienda buscar aquello de lo que se ignora prácticamente todo... ¡Hasta Colón zarpó del Puerto de Palos con una idea, más bien imprecisa, de las Indias! ¡Las estrellas del firmamento orientaron a sus carabelas! ¿Y a mí? ¿Quién me orientaría?
Me arrojé a las calles de mi ciudad, tratando de topar con personas felices. Resulta increíble cómo se transforma ante tus ojos la misma ciudad de cada día cuando la contemplas desde la perspectiva indagadora, desde el prisma del espíritu que persigue la felicidad. A mi alrededor se mostraron las más diversas máscaras que emulan a la felicidad.
En un bar reían unos borrachines. Unas horas más tarde no reirían tanto... ¡pobrecicos! Luego no podíamos confiar en elixires de la felicidad como el vino, la cerveza o similares, cuyos efectos temporales nos enajenaban unas horas para estrellarnos después en la realidad de la que habíamos intentado huir, hundiéndonos en el abismo de nuestra mortal debilidad.
No obstante, en la nebulosa glauca que el alcohol y las drogas envuelven en torno a nuestros sentidos, hay un indicio de la felicidad ¡una huella! Efectivamente, la perturbación a la que la bebida somete a nuestra mente atisba por unos instantes la noción de libertad. El alcohol rompe las cadenas de la timidez, de los corsés sociales, y mientras dura su efímero reinado sobre el cerebro humano, éste vive exento del poder demoledor de los juicios y opiniones ajenos, qué tanto mal causan. Cuántas veces vivimos consternados por el qué dirán, negándonos a nosotros mismos en público por pavor a terminar marginados y expulsados del cálido nido social, representando un papel, una ficción, ahogados por el peso cada vez mayor de la máscara que vela nuestros más prístinos deseos y pasiones, como patéticos actores que, a fuerza de interpretar tantos personajes, se olvidan de interpretarse a sí mismos.
Aquellos alegres borrachines vivían arrimados a la libertad en las fronteras de la sociedad, despreocupados de las críticas de sus prójimos entregando las llaves de las cadenas y grilletes que les aprisionan en este mundo a los licores, en ausencia de los cuáles, el mundo entero les aplastará con todo su brutal peso.
Proseguí mi periplo por los centros comerciales. El poder económico aparcaba sus autos de lujo, y recorría las tiendas más caras, acaparando vestidos, joyas, muebles, electrónica, placeres y demás artículos de caducidad programada. Los clientes se afanan por vestir con gusto, por mostrarse acordes con un estilo, con ciertos patrones dictados por los creativos de la moda, que abarcan la atrevida licencia de definir un carácter. Así te vistes, así compras, así te ven, así te tratan, pues así piensan que eres. Hay personalidades a la venta para todos los gustos. Cualquiera puede vestirse como un genio incomprendido, a lo Albert Einstein; como un gran señor a lo Richard Gere en Pertty Woman, o como Al Pacino en El Padrino; como un bohemio, a lo Pablo Picasso por Montmartre; a lo camarada bolchevique, como el Ché Guevara; como una estrella de la música, a lo Mick Jagger o a lo John Lennon, ... La dictadura de la moda tiene personalidades para todos, disfraces para todos.
Me sorprende que todavía la ingenuidad de mi generación, buscando la felicidad en una identidad cinematográfica, olvidando el viejo dicho que reza: El hábito no hace al monje. No hallaremos la felicidad representando al Padrino, al seductor James Bond, o a cualquiera genio marginal y bohemio, pero en esa búsqueda de una identidad, de una personalidad, procuramos acercarnos a ella, aun sacrificando nuestra libertad para mostrarnos tales cuáles somos, sin disfraz ni máscara, sin obligarnos a fingirnos los unos a los otros.
En una tienda muy mona, había una colección de imanes de nevera que invitaban a reír, a bailar, a dejarse llevar por los impulsos del corazón. ¿Se ocultaría la felicidad en el corazón de cada uno? El eterno dilema: ¿la razón o el corazón? Tal vez las dos caras de la misma moneda, pero tal vez no. Se abría una nueva puerta en mi pesquisa, la puerta del amor. En un centro comercial, parece claro que el amor se torna en un instrumento publicitario más para azuzar el consumismo. Se trata de adquirir la personalidad sentimental de Amélie Tatou, mucho más colorida, florida y simple que el Amor, ese complejo sentimiento que nos abstrae de nuestra soledad de ser humanos, para fundirnos con el ser amado en un uno único e indisoluble. No, no descubriría a la felicidad detrás del disfraz de Amélie, pero ésta me había puesto sobre la pista, la pista del Amor.
Abandoné el centro comercial agobiado por la aglomeración, y más vacío que cuando entré. Me despedí de la sociedad de mercado, y dirigí mis pasos hacia ninguna parte, como el Rocinante al que Don Quijote legaba el albedrío de buscar las próximas aventuras.
Sin darme cuenta, absorto en mis reflexiones, me adentré en el barrio financiero. Me crucé con apresurados ejecutivos, distinguidamente trajeados, en la mayoría de los casos hablando compulsivamente por sus celulares. Otros pasaban a mi lado sin dignarse a mirarme, como si yo no fuera de carne y hueso como ellos, sino más bien una farola o una papelera a la que esquivar. No me parecían muy felices, todos ellos con el entrecejo fruncido por las enormes responsabilidades, trabajando de sol a sol, por ... ¿por dinero? ¿por poder? ¿influencia y fama? ¿reconocimiento? ¿lujos y placeres para cuyo disfrute carecían de tiempo? Y si tales eran sus aspiraciones par alcanzar la felicidad ¿cómo es que no se mostraban felices?
Tampoco los hombres y mujeres de las finanzas me podían ayudar en mi búsqueda. Definitivamente, no se podía encontrar la felicidad en un mercado y comprarla como a un Porsche, a una modelo sin dignidad, o a un chalet en la urbanización más selecta. El dinero, entonces, nada tenía que ver con la felicidad. Habría que probar de otra forma.
Al anochecer regresé a casa, y cené con mi mujer y mis hijos. El amor que sentía por ellos se me antojaba muy lejano del amor polícromo de Amélie. Juntos reímos y lloramos, juntos convivimos y compartimos, y hasta mi vida daría por ellos. Pero cuando ellos se acuestan, reparo en el montón de facturas que atestaban el buzón, en las notas regulares de mi hija menor, que no gusta de estudiar, en la precariedad de mi trabajo, y en cómo nos las arreglaremos si éste me faltara.
Yo también me voy a la cama. Las aventuras diurnas se filtran en mi cerebro y emergen en forma de febriles pesadillas. A menudo me despierto, inquieto, sintiéndome solo, el hombre más solo del mundo, pero al poco me despejo y siento a mi mujer junto a mi, y recupero la calma. En mis agitados sueños, el Amor y el Miedo bailan un tango. La felicidad canta, mientras la pareja libra la genuina lucha del tango para dominarse el uno al otro.
En esa eterna danza entre el Amor y el Miedo se decanta el espíritu de los seres humanos, no importa cuántas calles recorra por la ciudad buscando la felicidad, ni cómo ni cuándo llegué hasta mi cama, junto a mi mujer y mis hijos, sólo importa que sueño con el infinito, y que también mañana me despertaré con dolor en el pie, y que ellos me aliviarán con su mera presencia, como si en ellos se concentraran las leyes cósmicas de un universo que me queda muy grande, pero que me atrevo a imaginar, amándolos cada día un poco más, venciendo al miedo en el tango mientras la felicidad canta, tal vez sin darme cuenta, como siempre, donde menos esperaba encontrarla.
Un abrazo y Feliz Navidad
domingo, 22 de diciembre de 2013
domingo, 1 de diciembre de 2013
Para el Muro
Querido amigo:
No pocas veces se le planteó la disyuntiva entre la razón y el corazón. Pero un físico nunca dudaba en postrar los sentimientos a un complejo escrutinio estadístico, en el que siempre triunfaban los argumentos de la razón en detrimento de los ímpetus y dictámenes del corazón.
Sin embargo, aquella mañana de mayo de 1940 se rindió a la llamada del corazón. Salió por primera vez de su despacho en la universidad, abandonándolo todo para obedecer a su conciencia. En la mesa del despacho, las grandes hojas grises del periódico de la mañana describían el último éxito militar de los nazis. Holanda había claudicado tras el bombardeo que había reducido a cenizas la ciudad de Rotterdam dos días atrás, abandonando casi un millar de víctimas y dejando sin hogar a 80.000 personas.
Jurgen se había pasado toda la vida estudiando. Rodeado de fórmulas teóricas, anduvo de su laboratorio a las aulas, ajeno al devenir de la historia. No puede decirse que se enclaustrara en la Universidad de Berlin para refugiarse de los nazis, porque cuando estos se hicieron con el poder, Jurgen ya hacía tiempo que había perdido el contacto con la realidad.
Aquella mañana de primavera, su novia Anne irrumpió en el despacho mientras Jurgen cavilaba absorto en las fórmulas de las reacciones atómicas. El titular de Rotterdam abrió los ojos del ingenuo científico, que hasta entonces había creído contribuir con su física a la prosperidad de la Humanidad.
Estupefacto, arrojó el periódico y corrió en busca de Anne. Ella lo había entendido perfectamente. Los nazis se aprovecharían del trabajo de hombres como Jurgen para sembrar la destrucción entre quienes se opusieran a rendirse a sus atrocidades.
Unas horas más tarde, Jurgen entablaba su primer contacto con la Resistencia. Un amigo de un amigo de un amigo... Ya se sabía cómo funcionaba aquello... Ni rastros, ni pistas. Anne ya había certificado su pasado, limpio de nazismo, listo para la lucha.
Al mes siguiente, Jurgen se alistaba en el Ejército alemán, siguiendo órdenes de sus superiores en la Resistencia. De escasa utilidad les serviría encerrado en su despacho de la Universidad, al que tarde o temprano llamarían los científicos nazis para exigirle cuentas de sus investigaciones atómicas.
Tal y como habían anticipado en la Resistencia, la Werhmacht estimó que Jurgen carecía de dotes para el frente, mientras que su intelecto rendiría mejor en la oficina de códigos. Jurgen habría de aplicarse a desentrañar los criptogramas en que se transmitían las instrucciones de los aliados. A las órdenes de un Capitán, el joven físico trabajaba día y noche entre cuatro paredes.
La Resistencia solicitó minuciosos detalles sobre su trabajo en la Wehrmacht, así como sobre su Capitán y otros mandos. Jurgen se esmeró, convencido de que se salvarían vidas cuanto antes acabaran con aquel maldito régimen.
Unas horas antes del atentado, el Capitán Leuker se sentó a charlar con Jurgen. Encendió un cigarrillo y empezó a recordar su pueblo, sus montañas, a su familia... El Capitán trabajaba como profesor antes de la guerra, y para que las SS olvidaran el pasado socialista de su padre, se avino a alistarse en la Wehrmacht. Aquel día, el Capitán Leuker había recibido malas noticias. Su padre había recaído de una vieja enfermedad que le aquejaba cuando cambiaba el tiempo. Aquella guerra no parecía terminarse nunca...
El paquete estalló dentro del coche. Un miembro de la Resistencia lo había adosado a los bajos del coche oficial del Capitán. El estruendo sacudió las paredes de todo el cuartel. Cuando Jurgen se asomó, no podía distinguir nada entre el humo y las llamas. Luego, el Capitán Leuker emergió por unos minutos, retorciéndose, agonizando, atrapado en el vehículo.
Jurgen sintió que el mundo se desplomaba sobre su cabeza. Jamás se la había ocurrido imaginar los siniestros planes de la Resistencia cuando les confiaba detalles sobre sus mandos. Aquel día, nació el pacifista y murió el resistente.
Jurgen desertó y huyó del cuartel en medio de la confusión. Corrió en busca de Anne, pero nadie en Berlín supo darle razón de ella, y menos al verle vestido de uniforme. Sólo el amor podía redimir la opresión que sentía en el corazón. ¿Dónde se encontraba Anne? ¡¡¡Dónde!!!
La Gestapo y las SS culparon a Jurgen del atentado contra el Capitán Leuken. La Resistencia le declaró traidor por haber abandonado su puesto, ordenando su pronta eliminación, ya que un carácter tan débil como aquel ponía en riesgo todo el aparato clandestino orquestado a su alrededor. Todos buscaban a Jurgen, y Jurgen buscaba a Anne.
Jurgen logró sobrevivir, escondido en el campo, como un campesino, gracias a la caridad de unos parientes lejanos. Sólo pudo regresar a Berlín, cuando los aliados la ocuparon. Entonces supo que Anne había colaborado con la Resistencia hasta el final de la guerra, y que no había podido dar con ella ya que ésta había utilizado un nombre en clave. Anne vivía en el sector soviético.
Pero la paz ya había juzgado al proscrito. La paz no toleraba al pacifista, al hombre que había desertado de los vencedores y de los vencidos. Las fronteras y los controles militares se convirtieron en ratoneras para Jurgen. La inteligencia aliada sospechaba del nazi que había intentado burlar a la Resistencia.
Tres amargos años de prisión se necesitaron para que Jurgen aclarara su paso por la oficina de códigos de la Wehrmacht, si bien la Resistencia no le perdonó jamás.
Al verse libre, intentó refugiarse en la Universidad, de donde nunca debería haber salido. Mas allí le cerraron las puertas, no había lugar para traidores. Ni siquiera los comunistas le admitieron en el Berlín oriental, donde residía su único consuelo y redención, Anne. Le escribió muchas cartas, cartas de amor desesperado, cartas entumecidas de lágrimas, cartas de hambre y soledad, de marginación y abandono.
Sólo en una ocasión, encontró una respuesta anónima debajo de su puerta, en la que reconoció la inolvidable caligrafía de Anne. Le explicaba que no podía mudarse al oeste, que la Stasi interceptaba sus cartas y que la causaría graves problemas políticos si seguía escribiéndola. Y que le amaba, y que no le olvidaría jamás, y que no perdía la esperanza de que la historia les reuniera nuevamente, y que entonces ya nunca se separarían. Besos.
La nueva Alemania sólo migajas podía ofrecer a Jurgen. Los trabajos que nadie aceptaba, le esperaban a él como expiación de sus delitos de guerra. No había olvido para él, y debía alegrarse con la magnánima caridad que el Estado democrático gastaba con él, y de que no le hubieran fusilado a las primeras de cambio, tan pronto finalizó la guerra y le arrestaron.
En Noviembre de 1989, cayó el muro de Berlín. Los berlineses corrían en masa hacia el barrio occidental, y Jurgen cruzaba al oriental. El alma se le cayó a los pies al ver cómo habían vivido al otro lado del muro durante aquellos años. Parecía que el tiempo se hubiese detenido.
Anne y Jurgen se encontraron de nuevo después de 49 años. No hay palabras para describir qué sintieron en aquellos instantes. Sólo sabemos que vivieron juntos el resto de sus días, que Anne finalmente pudo leer todas las cartas de Jurgen que la Stasi había incautado, que en la vieja habitación donde Jurgen vivió en el oeste se hallaron brillantes estudios de Física teórica, algunos de los cuáles habían llegado a publicarse por compañeros de la Universidad, que pusieron sus nombres a la obra de Jurgen, para que ésta viera la luz.
Jurgen nunca se lamentó de haber seguido los dictámenes de su corazón aquella mañana de mayo de 1940. El amor le había mantenido vivo desde entonces, y de no haber obrado de tal modo, no hubiera descubierto jamás la verdadera fuerza con la que se escribe la palabra Vida. Nada pedía a cambio, ni reconocimiento ni honores. A cambio de su Física, la nueva Alemania le permitió limpiar sus calles, sus pozos ciegos, sus puertos y sus bosques, y con ellos, su propia conciencia. Todo había acabado, ¿o todo acaba de comenzar?
Un abrazo
No pocas veces se le planteó la disyuntiva entre la razón y el corazón. Pero un físico nunca dudaba en postrar los sentimientos a un complejo escrutinio estadístico, en el que siempre triunfaban los argumentos de la razón en detrimento de los ímpetus y dictámenes del corazón.
Sin embargo, aquella mañana de mayo de 1940 se rindió a la llamada del corazón. Salió por primera vez de su despacho en la universidad, abandonándolo todo para obedecer a su conciencia. En la mesa del despacho, las grandes hojas grises del periódico de la mañana describían el último éxito militar de los nazis. Holanda había claudicado tras el bombardeo que había reducido a cenizas la ciudad de Rotterdam dos días atrás, abandonando casi un millar de víctimas y dejando sin hogar a 80.000 personas.
Jurgen se había pasado toda la vida estudiando. Rodeado de fórmulas teóricas, anduvo de su laboratorio a las aulas, ajeno al devenir de la historia. No puede decirse que se enclaustrara en la Universidad de Berlin para refugiarse de los nazis, porque cuando estos se hicieron con el poder, Jurgen ya hacía tiempo que había perdido el contacto con la realidad.
Aquella mañana de primavera, su novia Anne irrumpió en el despacho mientras Jurgen cavilaba absorto en las fórmulas de las reacciones atómicas. El titular de Rotterdam abrió los ojos del ingenuo científico, que hasta entonces había creído contribuir con su física a la prosperidad de la Humanidad.
Estupefacto, arrojó el periódico y corrió en busca de Anne. Ella lo había entendido perfectamente. Los nazis se aprovecharían del trabajo de hombres como Jurgen para sembrar la destrucción entre quienes se opusieran a rendirse a sus atrocidades.
Unas horas más tarde, Jurgen entablaba su primer contacto con la Resistencia. Un amigo de un amigo de un amigo... Ya se sabía cómo funcionaba aquello... Ni rastros, ni pistas. Anne ya había certificado su pasado, limpio de nazismo, listo para la lucha.
Al mes siguiente, Jurgen se alistaba en el Ejército alemán, siguiendo órdenes de sus superiores en la Resistencia. De escasa utilidad les serviría encerrado en su despacho de la Universidad, al que tarde o temprano llamarían los científicos nazis para exigirle cuentas de sus investigaciones atómicas.
Tal y como habían anticipado en la Resistencia, la Werhmacht estimó que Jurgen carecía de dotes para el frente, mientras que su intelecto rendiría mejor en la oficina de códigos. Jurgen habría de aplicarse a desentrañar los criptogramas en que se transmitían las instrucciones de los aliados. A las órdenes de un Capitán, el joven físico trabajaba día y noche entre cuatro paredes.
La Resistencia solicitó minuciosos detalles sobre su trabajo en la Wehrmacht, así como sobre su Capitán y otros mandos. Jurgen se esmeró, convencido de que se salvarían vidas cuanto antes acabaran con aquel maldito régimen.
Unas horas antes del atentado, el Capitán Leuker se sentó a charlar con Jurgen. Encendió un cigarrillo y empezó a recordar su pueblo, sus montañas, a su familia... El Capitán trabajaba como profesor antes de la guerra, y para que las SS olvidaran el pasado socialista de su padre, se avino a alistarse en la Wehrmacht. Aquel día, el Capitán Leuker había recibido malas noticias. Su padre había recaído de una vieja enfermedad que le aquejaba cuando cambiaba el tiempo. Aquella guerra no parecía terminarse nunca...
El paquete estalló dentro del coche. Un miembro de la Resistencia lo había adosado a los bajos del coche oficial del Capitán. El estruendo sacudió las paredes de todo el cuartel. Cuando Jurgen se asomó, no podía distinguir nada entre el humo y las llamas. Luego, el Capitán Leuker emergió por unos minutos, retorciéndose, agonizando, atrapado en el vehículo.
Jurgen sintió que el mundo se desplomaba sobre su cabeza. Jamás se la había ocurrido imaginar los siniestros planes de la Resistencia cuando les confiaba detalles sobre sus mandos. Aquel día, nació el pacifista y murió el resistente.
Jurgen desertó y huyó del cuartel en medio de la confusión. Corrió en busca de Anne, pero nadie en Berlín supo darle razón de ella, y menos al verle vestido de uniforme. Sólo el amor podía redimir la opresión que sentía en el corazón. ¿Dónde se encontraba Anne? ¡¡¡Dónde!!!
La Gestapo y las SS culparon a Jurgen del atentado contra el Capitán Leuken. La Resistencia le declaró traidor por haber abandonado su puesto, ordenando su pronta eliminación, ya que un carácter tan débil como aquel ponía en riesgo todo el aparato clandestino orquestado a su alrededor. Todos buscaban a Jurgen, y Jurgen buscaba a Anne.
Jurgen logró sobrevivir, escondido en el campo, como un campesino, gracias a la caridad de unos parientes lejanos. Sólo pudo regresar a Berlín, cuando los aliados la ocuparon. Entonces supo que Anne había colaborado con la Resistencia hasta el final de la guerra, y que no había podido dar con ella ya que ésta había utilizado un nombre en clave. Anne vivía en el sector soviético.
Pero la paz ya había juzgado al proscrito. La paz no toleraba al pacifista, al hombre que había desertado de los vencedores y de los vencidos. Las fronteras y los controles militares se convirtieron en ratoneras para Jurgen. La inteligencia aliada sospechaba del nazi que había intentado burlar a la Resistencia.
Tres amargos años de prisión se necesitaron para que Jurgen aclarara su paso por la oficina de códigos de la Wehrmacht, si bien la Resistencia no le perdonó jamás.
Al verse libre, intentó refugiarse en la Universidad, de donde nunca debería haber salido. Mas allí le cerraron las puertas, no había lugar para traidores. Ni siquiera los comunistas le admitieron en el Berlín oriental, donde residía su único consuelo y redención, Anne. Le escribió muchas cartas, cartas de amor desesperado, cartas entumecidas de lágrimas, cartas de hambre y soledad, de marginación y abandono.
Sólo en una ocasión, encontró una respuesta anónima debajo de su puerta, en la que reconoció la inolvidable caligrafía de Anne. Le explicaba que no podía mudarse al oeste, que la Stasi interceptaba sus cartas y que la causaría graves problemas políticos si seguía escribiéndola. Y que le amaba, y que no le olvidaría jamás, y que no perdía la esperanza de que la historia les reuniera nuevamente, y que entonces ya nunca se separarían. Besos.
La nueva Alemania sólo migajas podía ofrecer a Jurgen. Los trabajos que nadie aceptaba, le esperaban a él como expiación de sus delitos de guerra. No había olvido para él, y debía alegrarse con la magnánima caridad que el Estado democrático gastaba con él, y de que no le hubieran fusilado a las primeras de cambio, tan pronto finalizó la guerra y le arrestaron.
En Noviembre de 1989, cayó el muro de Berlín. Los berlineses corrían en masa hacia el barrio occidental, y Jurgen cruzaba al oriental. El alma se le cayó a los pies al ver cómo habían vivido al otro lado del muro durante aquellos años. Parecía que el tiempo se hubiese detenido.
Anne y Jurgen se encontraron de nuevo después de 49 años. No hay palabras para describir qué sintieron en aquellos instantes. Sólo sabemos que vivieron juntos el resto de sus días, que Anne finalmente pudo leer todas las cartas de Jurgen que la Stasi había incautado, que en la vieja habitación donde Jurgen vivió en el oeste se hallaron brillantes estudios de Física teórica, algunos de los cuáles habían llegado a publicarse por compañeros de la Universidad, que pusieron sus nombres a la obra de Jurgen, para que ésta viera la luz.
Jurgen nunca se lamentó de haber seguido los dictámenes de su corazón aquella mañana de mayo de 1940. El amor le había mantenido vivo desde entonces, y de no haber obrado de tal modo, no hubiera descubierto jamás la verdadera fuerza con la que se escribe la palabra Vida. Nada pedía a cambio, ni reconocimiento ni honores. A cambio de su Física, la nueva Alemania le permitió limpiar sus calles, sus pozos ciegos, sus puertos y sus bosques, y con ellos, su propia conciencia. Todo había acabado, ¿o todo acaba de comenzar?
Un abrazo
domingo, 10 de noviembre de 2013
La nebulosa
Querido amigo:
A todos los borrachos les asaltan de vez en cuando nítidos momentos de lucidez. Situaciones en las que la conciencia se impone por unos instantes, con su aplastante dosis de realidad. A él le ocurrió delante del espejo del mugriento aseo de un bar. Se quedó petrificado al levantar la mirada y verse reflejado... Hasta dudó de si su rostro se velaba tras una siniestra máscara, pues no se reconocía.
Muchos años antes, de niño, una escena de Candilejas se le grabó en el alma para el resto de sus días. El payaso al que interpretaba Chaplin se desmaquillaba en su camerino después de un estrepitoso fracaso. Al levantar la mirada y contemplarse en el espejo, también se quedó petrificado, como si hubiese tocado fondo en la vida.
Con el recuerdo viviente de aquella escena, abandonó el bar y se zambulló en la noche. Un viaje al fondo de sí mismo. Total, un whisky más, un whisky menos,... Las conversaciones con el alcohol siempre terminaban donde empezaban: en la más completa nebulosa, de la que se busca desesperadamente la salida, adonde no se sabe nunca cómo se llegó.
Su nebulosa la construían las preocupaciones diarias. Muchas veces se había devanado los sesos intentando descubrir el momento a partir del cuál se comenzó a distanciar de sus sueños. ¿Un examen para el que no estudió lo suficiente? ¿Aceptar aquel consejo desafortunado? ¿Precipitarse en pedirle matrimonio? ¿Haber rechazado aquella amistad?
Recordaba su vida como una línea quebrada por las continuas decisiones; elecciones y errores que le habían abocado al fondo de una botella, y a estrellarse contra su reflejo bajo la macilenta luz del aseo de un bar.
Sus pasos se encaminaron por entre callejuelas y avenidas, hasta detenerse ante el edificio donde vivió su infancia. Uno podía imaginarse un viejo edificio en ruinas, mas la ruina le acechaba a él, mientras que la ventana del que un día fue su cuarto se recortaba la silueta de un estudiante inclinado sobre la mesa. Si hubiera bebido una copa más, habría creído regresar al pasado y encontrarse delante de sí mismo, con doce o trece años.
Unas manzanas más abajo se hallaba su antiguo instituto, en cuyas tapias buscó en vano su primera declaración de amor, sepultada bajo sucesivas capas de pintura. ¿Cómo se llamaba ella? ¡Ah, ya! ¿Y qué habrá hecho en la vida?
Las calles de su antiguo barrio lucían tal y como las recordaba. El tiempo había respetado cada bar, cada comercio, cada portal. Los recuerdos seguían morando por aquellas esquinas, liberando sus voces, sus risas, sus llantos. La vida de toda persona se edifica sobre recuerdos, y éstos no huyen con facilidad, sino que retornan siempre al rescate, doquiera que haya que devolver las aguas del espíritu a su cauce.
La inocencia de la niñez confiere la fuerza necesaria para hallar la felicidad hasta en las más calamitosas situaciones. Pocas personas no recuerdan haber disfrutado la felicidad durante su infancia, y si las hay en este mundo extraño y sorprendente, habría que perseguir a quienes truncaron aquella inocencia pueril, pues no hay delito mayor y más vil que el de destruir el frágil nido de un alma que aún no ha emprendido el vuelo.
El amanecer le sorprendió todavía paseando, con la cabeza fría por primera vez desde hacía mucho tiempo. La vida del barrio se iba despertando y las caras de antaño reaparecían, envejecidas, por aquellas amadas calles del recuerdo. El borracho se había quitado la máscara y la sonrisa resucitaba en su rostro. Tal vez había logrado encontrar la salida, más allá de una apestosa botella de whisky, más allá de las malas decisiones y de los bares mugrientos, de las preocupaciones y de los imbricados vericuetos de su destino, más allá de la nebulosa.
Un abrazo
A todos los borrachos les asaltan de vez en cuando nítidos momentos de lucidez. Situaciones en las que la conciencia se impone por unos instantes, con su aplastante dosis de realidad. A él le ocurrió delante del espejo del mugriento aseo de un bar. Se quedó petrificado al levantar la mirada y verse reflejado... Hasta dudó de si su rostro se velaba tras una siniestra máscara, pues no se reconocía.
Muchos años antes, de niño, una escena de Candilejas se le grabó en el alma para el resto de sus días. El payaso al que interpretaba Chaplin se desmaquillaba en su camerino después de un estrepitoso fracaso. Al levantar la mirada y contemplarse en el espejo, también se quedó petrificado, como si hubiese tocado fondo en la vida.
Con el recuerdo viviente de aquella escena, abandonó el bar y se zambulló en la noche. Un viaje al fondo de sí mismo. Total, un whisky más, un whisky menos,... Las conversaciones con el alcohol siempre terminaban donde empezaban: en la más completa nebulosa, de la que se busca desesperadamente la salida, adonde no se sabe nunca cómo se llegó.
Su nebulosa la construían las preocupaciones diarias. Muchas veces se había devanado los sesos intentando descubrir el momento a partir del cuál se comenzó a distanciar de sus sueños. ¿Un examen para el que no estudió lo suficiente? ¿Aceptar aquel consejo desafortunado? ¿Precipitarse en pedirle matrimonio? ¿Haber rechazado aquella amistad?
Recordaba su vida como una línea quebrada por las continuas decisiones; elecciones y errores que le habían abocado al fondo de una botella, y a estrellarse contra su reflejo bajo la macilenta luz del aseo de un bar.
Sus pasos se encaminaron por entre callejuelas y avenidas, hasta detenerse ante el edificio donde vivió su infancia. Uno podía imaginarse un viejo edificio en ruinas, mas la ruina le acechaba a él, mientras que la ventana del que un día fue su cuarto se recortaba la silueta de un estudiante inclinado sobre la mesa. Si hubiera bebido una copa más, habría creído regresar al pasado y encontrarse delante de sí mismo, con doce o trece años.
Unas manzanas más abajo se hallaba su antiguo instituto, en cuyas tapias buscó en vano su primera declaración de amor, sepultada bajo sucesivas capas de pintura. ¿Cómo se llamaba ella? ¡Ah, ya! ¿Y qué habrá hecho en la vida?
Las calles de su antiguo barrio lucían tal y como las recordaba. El tiempo había respetado cada bar, cada comercio, cada portal. Los recuerdos seguían morando por aquellas esquinas, liberando sus voces, sus risas, sus llantos. La vida de toda persona se edifica sobre recuerdos, y éstos no huyen con facilidad, sino que retornan siempre al rescate, doquiera que haya que devolver las aguas del espíritu a su cauce.
La inocencia de la niñez confiere la fuerza necesaria para hallar la felicidad hasta en las más calamitosas situaciones. Pocas personas no recuerdan haber disfrutado la felicidad durante su infancia, y si las hay en este mundo extraño y sorprendente, habría que perseguir a quienes truncaron aquella inocencia pueril, pues no hay delito mayor y más vil que el de destruir el frágil nido de un alma que aún no ha emprendido el vuelo.
El amanecer le sorprendió todavía paseando, con la cabeza fría por primera vez desde hacía mucho tiempo. La vida del barrio se iba despertando y las caras de antaño reaparecían, envejecidas, por aquellas amadas calles del recuerdo. El borracho se había quitado la máscara y la sonrisa resucitaba en su rostro. Tal vez había logrado encontrar la salida, más allá de una apestosa botella de whisky, más allá de las malas decisiones y de los bares mugrientos, de las preocupaciones y de los imbricados vericuetos de su destino, más allá de la nebulosa.
Un abrazo
sábado, 26 de octubre de 2013
Literatura
Querido amigo:
Embriagado de tristeza, derrotado y sin un euro en los bolsillos... En el pub continuaba la fiesta, la música pachanguera, las risas, los rumores del mundo que acababa de abandonar para no volver jamás.
Un joven de apenas veinte años que ni siquiera mantenía el equilibrio, cuya alma giraba con frenesí entre los polos de la ira y la resignación, se dejó caer contra un coche aparcado, tratando de recuperar su ser, luchando contra una cuenta perdida de whiskis.
Al cabo de un rato, levantó la mirada y vio su patético reflejo en el retrovisor del coche, y como la puerta del pub se abría a sus espaldas y su mejor amigo salía acaramelado con la chica que el amaba desde que el sol es sol, desde antes de nacer a este mundo de guapos y feos. La pareja se alejó y el muchacho concentró sus pupilas en el retrovisor, donde su poco agraciado rostro le invitaba a recorrer la ciudad de Madrid. Comprendió que se había terminado una etapa de su vida, que su mejor amigo y ella habían cerrado de un portazo los años de la adolescencia, y que el hombre florecía con el corazón como el fruto de una chumbera, hermoso y pulposo, lleno de savia dulce, pero cubierto de afiladas espinas.
Por las calles del Madrid literario, se cruzaba con paradójicas parejas, y también amantes fortuitos que se retiraban de la fiesta como cenicientas medio descalzas, olvidando a sus príncipes o princesas en alguna barra de bar. Al despuntar el alba les desaparecería el hechizo, y la vida cotidiana enterraría el deseo carnal que se extravió en la noche embrujada de Madrid.
En la plaza de Santa Ana comenzó a a diluviar. La lluvia salpicaba el gorrioncico que las manos de la estatua de García Lorca sostenían con dulzura. El joven hombre se sentó en el pedestal, de cara al Teatro Español, y se adormeció mientras ella y su mejor amigo rasgaban con sus traidores besos las páginas del romancero apócrifo de un estudiante enamorado. Al levantar los párpados descubrió a un perroflauta que danzaba bajo el aguacero, con una sonrisa tan amplia que parecía como que todos los problemas del mundo se hubieran agotado en aquel mismo instante. ¡Verde, que te quiero verde...!
Arreciaba la lluvia al pasar bajo la estatua de Calderón de la Barca. ¡Ay, mísero de mí, ay infelice...! Un hombre que camina soñando, una vida que gira siempre al albur del viento, un ensueño marcado con el fuego de los labios de una mujer inasequible, y un antojadizo destino que le conduce a la plaza de Benavente, donde las reinas de las noche cantan sus arias a la lluvia, luciendo las carreras de sus medias por las miserias de la calle Carretas.
Las visiones del whiski se pasean ante el joven hombre con su aroma a almendras amargas. Lorca, Benavente y Calderón rondan las calles del mismo Madrid, dejando a su paso un rastro de tinta, de estrofas arrancadas al alma de la capital, el alma que se oculta tras los visillos de las ventanas, que se refleja en los espejos de los bares, a veces moribunda, otras desafiante... Los tres literatos desaparecen hacia la plaza de Santa Cruz, donde se les une el ciego Max Estrella, que yacía desplomado a la sombra del ángel guerrero que custodia el palacio. De la iglesia de Santa Cruz surge Galdós.
En el corazón del joven hombre se desencadena un duelo. De una parte la desilusión, de otra la esperanza. Las pistolas en alto, encañonándose, pues esto va en serio. Los poetas apadrinan a los beligerantes. ¡Fuego! ¡Fuego! La plaza de Santa Cruz se cubre de versos y personajes, tan confusos como el alma de la propia Literatura; dos balas cruzan la velada, y emergen fantasmas de todos los rincones... Max Estrella, Fortunata, Antoñito el Camborio, Segismundo... La desilusión cae al asfalto, bañada en sangre.
Los escritores aúpan en hombros a la esperanza, vencedora del duelo. El joven hombre sonríe al cruzar por uno de los pórticos de la Plaza Mayor. Vuelta al ruedo, dos orejas y rabo. Se despiden los duendes, ya no queda ni un sólo libro en la noche, la lluvia empieza a arreciar y la claridad de levante se abre paso a través de la Puerta del Sol. El joven hombre recobra la lucidez en el kilómetro cero, una nueva vida comienza, con las manos negras de tinta. Desaparece en el amanecer de Madrid, fundiéndose con el alma inmortal de la ciudad, un hombre joven que ha mudado la piel del adolescente bajo una tormenta de whiski, desamor, poesía, teatro en tres actos y final de ensueño.
Un abrazo
Embriagado de tristeza, derrotado y sin un euro en los bolsillos... En el pub continuaba la fiesta, la música pachanguera, las risas, los rumores del mundo que acababa de abandonar para no volver jamás.
Un joven de apenas veinte años que ni siquiera mantenía el equilibrio, cuya alma giraba con frenesí entre los polos de la ira y la resignación, se dejó caer contra un coche aparcado, tratando de recuperar su ser, luchando contra una cuenta perdida de whiskis.
Al cabo de un rato, levantó la mirada y vio su patético reflejo en el retrovisor del coche, y como la puerta del pub se abría a sus espaldas y su mejor amigo salía acaramelado con la chica que el amaba desde que el sol es sol, desde antes de nacer a este mundo de guapos y feos. La pareja se alejó y el muchacho concentró sus pupilas en el retrovisor, donde su poco agraciado rostro le invitaba a recorrer la ciudad de Madrid. Comprendió que se había terminado una etapa de su vida, que su mejor amigo y ella habían cerrado de un portazo los años de la adolescencia, y que el hombre florecía con el corazón como el fruto de una chumbera, hermoso y pulposo, lleno de savia dulce, pero cubierto de afiladas espinas.
Por las calles del Madrid literario, se cruzaba con paradójicas parejas, y también amantes fortuitos que se retiraban de la fiesta como cenicientas medio descalzas, olvidando a sus príncipes o princesas en alguna barra de bar. Al despuntar el alba les desaparecería el hechizo, y la vida cotidiana enterraría el deseo carnal que se extravió en la noche embrujada de Madrid.
En la plaza de Santa Ana comenzó a a diluviar. La lluvia salpicaba el gorrioncico que las manos de la estatua de García Lorca sostenían con dulzura. El joven hombre se sentó en el pedestal, de cara al Teatro Español, y se adormeció mientras ella y su mejor amigo rasgaban con sus traidores besos las páginas del romancero apócrifo de un estudiante enamorado. Al levantar los párpados descubrió a un perroflauta que danzaba bajo el aguacero, con una sonrisa tan amplia que parecía como que todos los problemas del mundo se hubieran agotado en aquel mismo instante. ¡Verde, que te quiero verde...!
Arreciaba la lluvia al pasar bajo la estatua de Calderón de la Barca. ¡Ay, mísero de mí, ay infelice...! Un hombre que camina soñando, una vida que gira siempre al albur del viento, un ensueño marcado con el fuego de los labios de una mujer inasequible, y un antojadizo destino que le conduce a la plaza de Benavente, donde las reinas de las noche cantan sus arias a la lluvia, luciendo las carreras de sus medias por las miserias de la calle Carretas.
Las visiones del whiski se pasean ante el joven hombre con su aroma a almendras amargas. Lorca, Benavente y Calderón rondan las calles del mismo Madrid, dejando a su paso un rastro de tinta, de estrofas arrancadas al alma de la capital, el alma que se oculta tras los visillos de las ventanas, que se refleja en los espejos de los bares, a veces moribunda, otras desafiante... Los tres literatos desaparecen hacia la plaza de Santa Cruz, donde se les une el ciego Max Estrella, que yacía desplomado a la sombra del ángel guerrero que custodia el palacio. De la iglesia de Santa Cruz surge Galdós.
En el corazón del joven hombre se desencadena un duelo. De una parte la desilusión, de otra la esperanza. Las pistolas en alto, encañonándose, pues esto va en serio. Los poetas apadrinan a los beligerantes. ¡Fuego! ¡Fuego! La plaza de Santa Cruz se cubre de versos y personajes, tan confusos como el alma de la propia Literatura; dos balas cruzan la velada, y emergen fantasmas de todos los rincones... Max Estrella, Fortunata, Antoñito el Camborio, Segismundo... La desilusión cae al asfalto, bañada en sangre.
Los escritores aúpan en hombros a la esperanza, vencedora del duelo. El joven hombre sonríe al cruzar por uno de los pórticos de la Plaza Mayor. Vuelta al ruedo, dos orejas y rabo. Se despiden los duendes, ya no queda ni un sólo libro en la noche, la lluvia empieza a arreciar y la claridad de levante se abre paso a través de la Puerta del Sol. El joven hombre recobra la lucidez en el kilómetro cero, una nueva vida comienza, con las manos negras de tinta. Desaparece en el amanecer de Madrid, fundiéndose con el alma inmortal de la ciudad, un hombre joven que ha mudado la piel del adolescente bajo una tormenta de whiski, desamor, poesía, teatro en tres actos y final de ensueño.
Un abrazo
domingo, 4 de agosto de 2013
Memoria
Querido amigo:
Dicen que los primeras vivencias de la infancia perduran durante toda la vida. Aquel "papá y mamá" que empapan nuestro cerebro prístino e inmaculado, viven eternamente en nuestra mente infantil aún sin contaminar por los avatares de la conciencia, aún abierta a la libre fantasía del ser.
Tal vez por ello, cuando se envejece y los recuerdos superficiales se gastan, recobramos nuestra dulce infancia y descubrimos con asombro que nunca hemos cambiado, que el niño que un día fuimos siempre ha morado en nuestro ser más íntimo, fiel a las primeras vivencias que vieron nuestros ojos, que escucharon nuestros oídos, olieron nuestras narices, saborearon nuestros labios o palparon nuestras manos.
A ti siempre te gustó correr... Esta mañana volviste a salir corriendo del geriátrico. Seguro que habías regresado a la niñez, y que al asomarte a la ventana y verme llegar saludándote, creíste que volvías a tener siete años, y te lanzaste corriendo hacia el portal para darme un gran abrazo... Pero no, la verdad es que acabas de cumplir noventa años, y gracias a las enfermeras no te rompiste la crisma por las escaleras. Pero a mi me hizo mucha ilusión volver a encontrarme con mi niña.
Ya más tranquilos en tu alcoba, te volví a leer un cuento. A mi siempre me apasionaron los cuentos, porque la sabiduría que los inspira brilla como una lámpara que orienta al espíritu durante las horas oscuras. Yo también viví mis horas oscuras ¿qué te crees?
Crecemos y nos hacemos fuertes, y el mundo nos muestra todas sus puertas... ¡Ay! Entonces... nos sentimos capaces de todo... Estudiar, escribir, bailar, leer, pintar, rodar películas, correr, volar, viajar, aprender de esto y de aquello, procrear... Pero no, nuestro tiempo en la vida no da más de sí, no podemos satisfacerlo todo, porque nuestros deseos, nuestra fantasía corre más rápido que el tiempo, más allá de nuestra corta existencia... Nos hallamos en una prisión, atrapados entre el tiempo y el espacio. Es entonces cuando más precisamos de la sabiduría de los cuentos.
Y cuando te conté un cuento por primera vez y contemplaba las reacciones de tu rostro, comprendí que había tomado la decisión adecuada. Desde entonces nunca me he arrepentido de no viajar, sólo por quedarme a tu lado, de escribir para ti, de bailar contigo, de pintarte sólo a ti, de aprender sólo contigo. No he rodado películas, pero te he contado muchas historias con muñecos de trapo. No he visto París, pero he conocido la felicidad.
Te he acompañado desde que naciste. Y te acompaño ahora también, como siempre. Claro que, ahora que vives en la residencia, te echo mucho de menos en casa. Allí, parece mentira, tu cuarto sigue igual que como cuando eras niña. Allí están tus muñecas, tus fotografías, tus juguetes... Con los que creciste, con los que crecieron tus hijos... Menos mal que les tengo a ellos, sino me sentiría muy solo. No les guardes rencor, si te llevaron a la residencia, no fue para desembarazarte de ti, sino para que vivieras mejor atendida.
En cuanto a mi, no sé cómo, pero me valgo por mi mismo. Y cuando ellos parten a trabajar, cuido de tus nietos. Por cierto, la pequeña ha salido clavada a ti.
¡Ah, se me olvidaba! Esta mañana me ocurrió una anécdota en la residencia. Resulta que hay una enfermera nueva que al despedirme me preguntó que si se encontraba bien mi esposa... Señorita - le respondí - mi esposa falleció hace muchos años ya... ¡Se referirá usted a mi hija! La pobre enfermera me miró como si yo estuviera desvariando... Señorita, porque tengo ciento diez años y una hija que cuidar, de lo contrario la invitaría a usted a tomar una copa en mi casa...
Un abrazo
Dicen que los primeras vivencias de la infancia perduran durante toda la vida. Aquel "papá y mamá" que empapan nuestro cerebro prístino e inmaculado, viven eternamente en nuestra mente infantil aún sin contaminar por los avatares de la conciencia, aún abierta a la libre fantasía del ser.
Tal vez por ello, cuando se envejece y los recuerdos superficiales se gastan, recobramos nuestra dulce infancia y descubrimos con asombro que nunca hemos cambiado, que el niño que un día fuimos siempre ha morado en nuestro ser más íntimo, fiel a las primeras vivencias que vieron nuestros ojos, que escucharon nuestros oídos, olieron nuestras narices, saborearon nuestros labios o palparon nuestras manos.
A ti siempre te gustó correr... Esta mañana volviste a salir corriendo del geriátrico. Seguro que habías regresado a la niñez, y que al asomarte a la ventana y verme llegar saludándote, creíste que volvías a tener siete años, y te lanzaste corriendo hacia el portal para darme un gran abrazo... Pero no, la verdad es que acabas de cumplir noventa años, y gracias a las enfermeras no te rompiste la crisma por las escaleras. Pero a mi me hizo mucha ilusión volver a encontrarme con mi niña.
Ya más tranquilos en tu alcoba, te volví a leer un cuento. A mi siempre me apasionaron los cuentos, porque la sabiduría que los inspira brilla como una lámpara que orienta al espíritu durante las horas oscuras. Yo también viví mis horas oscuras ¿qué te crees?
Crecemos y nos hacemos fuertes, y el mundo nos muestra todas sus puertas... ¡Ay! Entonces... nos sentimos capaces de todo... Estudiar, escribir, bailar, leer, pintar, rodar películas, correr, volar, viajar, aprender de esto y de aquello, procrear... Pero no, nuestro tiempo en la vida no da más de sí, no podemos satisfacerlo todo, porque nuestros deseos, nuestra fantasía corre más rápido que el tiempo, más allá de nuestra corta existencia... Nos hallamos en una prisión, atrapados entre el tiempo y el espacio. Es entonces cuando más precisamos de la sabiduría de los cuentos.
Y cuando te conté un cuento por primera vez y contemplaba las reacciones de tu rostro, comprendí que había tomado la decisión adecuada. Desde entonces nunca me he arrepentido de no viajar, sólo por quedarme a tu lado, de escribir para ti, de bailar contigo, de pintarte sólo a ti, de aprender sólo contigo. No he rodado películas, pero te he contado muchas historias con muñecos de trapo. No he visto París, pero he conocido la felicidad.
Te he acompañado desde que naciste. Y te acompaño ahora también, como siempre. Claro que, ahora que vives en la residencia, te echo mucho de menos en casa. Allí, parece mentira, tu cuarto sigue igual que como cuando eras niña. Allí están tus muñecas, tus fotografías, tus juguetes... Con los que creciste, con los que crecieron tus hijos... Menos mal que les tengo a ellos, sino me sentiría muy solo. No les guardes rencor, si te llevaron a la residencia, no fue para desembarazarte de ti, sino para que vivieras mejor atendida.
En cuanto a mi, no sé cómo, pero me valgo por mi mismo. Y cuando ellos parten a trabajar, cuido de tus nietos. Por cierto, la pequeña ha salido clavada a ti.
¡Ah, se me olvidaba! Esta mañana me ocurrió una anécdota en la residencia. Resulta que hay una enfermera nueva que al despedirme me preguntó que si se encontraba bien mi esposa... Señorita - le respondí - mi esposa falleció hace muchos años ya... ¡Se referirá usted a mi hija! La pobre enfermera me miró como si yo estuviera desvariando... Señorita, porque tengo ciento diez años y una hija que cuidar, de lo contrario la invitaría a usted a tomar una copa en mi casa...
Un abrazo
domingo, 7 de julio de 2013
El explorador
Querido amigo:
Nunca supo bien cómo se convirtió en explorador. Tal vez siempre lo fue, desde la cuna. Si a las pruebas se remitía, aquel bebé que gateaba husmeando por todos los rincones de la casa; aquel alumno que preguntaba cuando los demás callaban; aquel niño que se apartaba de los senderos durante las largas caminatas por la montaña; aquel joven que leía días y noches enteros encerrado en la biblioteca;... no podía llegar a ser en la vida sino un explorador.
Su alma inquieta sentía tanta curiosidad por todo que faltaban horas suficientes en el día para abarcar tantas respuestas, para tanto estudio. Llegó a creer que sabía tanto que la conversación le aburría, pues en raras ocasiones hallaba a un interlocutor tan sabio como para despejarle nuevas áreas del saber.
Tal arrogancia intelectual le había marginado de la sociedad. La sociedad que le rodeaba, formada por la familia, los amigos, los compañeros de estudios, los profesores, los vecinos,... la sociedad no toleraba, no perdonaba a quienes se escapaban de la "media". Al joven explorador no le interesaba la moda, el fútbol, los coches y las motos, o la programación televisiva... Tan pronto le abordaban con tales temas, u otros similares, bostezaba y perdía la concentración, desesperando al "mortal medio y vulgar" que pretendía despertar su curiosidad por alguna serie mediocre, o por algún famosete de baja estofa. En casi todas las reuniones familiares, acababa por no prestar atención al "cotorreo" de los adultos y se dedicaba a jugar con sus primos pequeños, pues los bebés, al contrario que los mayores, todavía le sorprendían y divertían.
No, la sociedad carecía de piedad con quien osase a admitir en público que memorizaba en el alma los poemas de García Lorca, que había comenzado a aprender latín, que anhelaba conocer Jerusalén, que se reía a carcajadas con el Quijote, que veía documentales sobre culturas desaparecidas, que asistía a misa los domingos, que gustaba del cine en blanco y negro, que no le gustaban los regalos navideños, ...
Así que el explorador se sentía muy solo. Cuando no tenía dinero para emprender alguno de sus largos viajes, se perdía por la montaña, buscando en el silencio de la naturaleza la paz que calmase la frustración que devoraba su espíritu.
Y llegó el día de emprender el gran viaje de su vida. Pretendía dar la vuelta al mundo como un vagabundo, sin casi dinero en el bolsillo, dispuesto a aprender idiomas, a escribir sobre cuanto descubriera, a explorar el alma humana que tanto le apasionaba.
Viajó en medios de transporte atestados, por desfiladeros muy profundos. Vagó por desiertos, navegó por ríos caudalosos. Comió insectos y plantas de las que nunca se había oído hablar antes en su país. Padeció fiebres y delirios.
El "mortal medio y vulgar" no habría sentido envidia alguna por las experiencias que el explorador acumulaba en su desgastada mochila. La sociedad no sentía atracción alguna en dormir en chozas de adobe, en probar el amargo fruto del árbol de la sabiduría, en caminar empapado de nieve por una estepa a 30 grados bajo cero.
Sin embargo, para nuestro explorador, la libertad no tenía otro precio. Un precio muy alto, a juzgar por cómo su cuerpo se consumía al ir pagándolo, pero una libertad que nada ni nadie podía ofrecerle en una biblioteca o en las sabias aulas de la universidad.
Al viajar en un tren por la jungla se preguntaba cuántos de aquellos pasajeros tendrían manchadas las manos de sangre; cuántos de entre ellos no habrían conocido a sus verdaderos padres; o si alguno de ellos era médium. Y tales preguntas, en medio de aquella espesa muralla vegetal, celosa guardiana de inmensos secretos, entre el zumbido de los mosquitos, con la frente hirviendo por la fiebre, se erigían en la más pura manifestación del conocimiento.
De aquella fiebre sólo recordaba el despertar. Abrió los ojos en una noche sin estrellas, rodeado de una oscuridad completa, de una negrura densa y vacua, en medio de un silencio desconcertante. Ni siquiera oía su propia respiración. Todo a su alrededor parecía haberse disuelto en la noche, y la noche le había engullido a él también, como una inmensa anaconda. Palpaba el vacío sin hallar nada, vacilando a cada paso, ciego y sordo... Hasta que la aurora comenzó a encender el horizonte, y aquellos primeros albores le devolvieron al mundo, con los cantos de las aves, el murmullo del tupido ramaje verde.
Ahora ya sabía el significado del valor... Aceptar su debilidad en medio del universo. Y por unos instantes sintió el aliento del Creador, devolviéndole la vida por las venas, por los ventrículos del alma.
¿Había llegado al final del viaje? El explorador echaba de menos a los suyos... ¿Y quiénes eran los suyos? ¿Sus padres y hermanos o aquel beduíno que le dió de beber agua cenagosa de su cantimplora después de 50 millas bajo el ardiente sol del desierto? ¿O la anciana que expiró en sus manos pensando que se entregaba al espíritu de la eterna fortuna? ¿O los pequeños pastores de la Alta Mongolia, que erraban de aldea en aldea enseñando al pueblo la humanidad de sus largas vidas en la solitaria estepa?
No, el explorador regresaría a su país, a su casa con su familia, con sus tradiciones, con su religión y con sus "cotorreos". El mundo le había enseñado sus entrañas, y sólo el Creador le había revelado que nada había bueno ni malo, sino corazones llenos o vacíos de amor. Si la fragilidad de la existencia se explicaba en términos de optimismo, la humanidad se aceleraba contra un muro. Si no se entendía que la vida es un milagro al margen de la tristeza y de la alegría, del optimismo comercial y del pesimismo fatalista de los "incomprendidos intelectuales", de la salud y la enfermedad, lo mejor que se podía hacer era echarse al camino del mundo con eximio equipaje, y todo el amor que quedara en el alma.
Un abrazo
Nunca supo bien cómo se convirtió en explorador. Tal vez siempre lo fue, desde la cuna. Si a las pruebas se remitía, aquel bebé que gateaba husmeando por todos los rincones de la casa; aquel alumno que preguntaba cuando los demás callaban; aquel niño que se apartaba de los senderos durante las largas caminatas por la montaña; aquel joven que leía días y noches enteros encerrado en la biblioteca;... no podía llegar a ser en la vida sino un explorador.
Su alma inquieta sentía tanta curiosidad por todo que faltaban horas suficientes en el día para abarcar tantas respuestas, para tanto estudio. Llegó a creer que sabía tanto que la conversación le aburría, pues en raras ocasiones hallaba a un interlocutor tan sabio como para despejarle nuevas áreas del saber.
Tal arrogancia intelectual le había marginado de la sociedad. La sociedad que le rodeaba, formada por la familia, los amigos, los compañeros de estudios, los profesores, los vecinos,... la sociedad no toleraba, no perdonaba a quienes se escapaban de la "media". Al joven explorador no le interesaba la moda, el fútbol, los coches y las motos, o la programación televisiva... Tan pronto le abordaban con tales temas, u otros similares, bostezaba y perdía la concentración, desesperando al "mortal medio y vulgar" que pretendía despertar su curiosidad por alguna serie mediocre, o por algún famosete de baja estofa. En casi todas las reuniones familiares, acababa por no prestar atención al "cotorreo" de los adultos y se dedicaba a jugar con sus primos pequeños, pues los bebés, al contrario que los mayores, todavía le sorprendían y divertían.
No, la sociedad carecía de piedad con quien osase a admitir en público que memorizaba en el alma los poemas de García Lorca, que había comenzado a aprender latín, que anhelaba conocer Jerusalén, que se reía a carcajadas con el Quijote, que veía documentales sobre culturas desaparecidas, que asistía a misa los domingos, que gustaba del cine en blanco y negro, que no le gustaban los regalos navideños, ...
Así que el explorador se sentía muy solo. Cuando no tenía dinero para emprender alguno de sus largos viajes, se perdía por la montaña, buscando en el silencio de la naturaleza la paz que calmase la frustración que devoraba su espíritu.
Y llegó el día de emprender el gran viaje de su vida. Pretendía dar la vuelta al mundo como un vagabundo, sin casi dinero en el bolsillo, dispuesto a aprender idiomas, a escribir sobre cuanto descubriera, a explorar el alma humana que tanto le apasionaba.
Viajó en medios de transporte atestados, por desfiladeros muy profundos. Vagó por desiertos, navegó por ríos caudalosos. Comió insectos y plantas de las que nunca se había oído hablar antes en su país. Padeció fiebres y delirios.
El "mortal medio y vulgar" no habría sentido envidia alguna por las experiencias que el explorador acumulaba en su desgastada mochila. La sociedad no sentía atracción alguna en dormir en chozas de adobe, en probar el amargo fruto del árbol de la sabiduría, en caminar empapado de nieve por una estepa a 30 grados bajo cero.
Sin embargo, para nuestro explorador, la libertad no tenía otro precio. Un precio muy alto, a juzgar por cómo su cuerpo se consumía al ir pagándolo, pero una libertad que nada ni nadie podía ofrecerle en una biblioteca o en las sabias aulas de la universidad.
Al viajar en un tren por la jungla se preguntaba cuántos de aquellos pasajeros tendrían manchadas las manos de sangre; cuántos de entre ellos no habrían conocido a sus verdaderos padres; o si alguno de ellos era médium. Y tales preguntas, en medio de aquella espesa muralla vegetal, celosa guardiana de inmensos secretos, entre el zumbido de los mosquitos, con la frente hirviendo por la fiebre, se erigían en la más pura manifestación del conocimiento.
De aquella fiebre sólo recordaba el despertar. Abrió los ojos en una noche sin estrellas, rodeado de una oscuridad completa, de una negrura densa y vacua, en medio de un silencio desconcertante. Ni siquiera oía su propia respiración. Todo a su alrededor parecía haberse disuelto en la noche, y la noche le había engullido a él también, como una inmensa anaconda. Palpaba el vacío sin hallar nada, vacilando a cada paso, ciego y sordo... Hasta que la aurora comenzó a encender el horizonte, y aquellos primeros albores le devolvieron al mundo, con los cantos de las aves, el murmullo del tupido ramaje verde.
Ahora ya sabía el significado del valor... Aceptar su debilidad en medio del universo. Y por unos instantes sintió el aliento del Creador, devolviéndole la vida por las venas, por los ventrículos del alma.
¿Había llegado al final del viaje? El explorador echaba de menos a los suyos... ¿Y quiénes eran los suyos? ¿Sus padres y hermanos o aquel beduíno que le dió de beber agua cenagosa de su cantimplora después de 50 millas bajo el ardiente sol del desierto? ¿O la anciana que expiró en sus manos pensando que se entregaba al espíritu de la eterna fortuna? ¿O los pequeños pastores de la Alta Mongolia, que erraban de aldea en aldea enseñando al pueblo la humanidad de sus largas vidas en la solitaria estepa?
No, el explorador regresaría a su país, a su casa con su familia, con sus tradiciones, con su religión y con sus "cotorreos". El mundo le había enseñado sus entrañas, y sólo el Creador le había revelado que nada había bueno ni malo, sino corazones llenos o vacíos de amor. Si la fragilidad de la existencia se explicaba en términos de optimismo, la humanidad se aceleraba contra un muro. Si no se entendía que la vida es un milagro al margen de la tristeza y de la alegría, del optimismo comercial y del pesimismo fatalista de los "incomprendidos intelectuales", de la salud y la enfermedad, lo mejor que se podía hacer era echarse al camino del mundo con eximio equipaje, y todo el amor que quedara en el alma.
Un abrazo
sábado, 29 de junio de 2013
El ángel
Querido amigo:
Nunca se había visto nada igual.
Cuando el ángel (así le llamaban) pisaba el césped de un campo de fútbol, la parroquia enmudecía de asombro. A su poder físico sobrehumano se unía una técnica exquisita. El ángel corría de un extremo a otro del campo sin que se apreciara en él la fatiga, jugaba con y sin balón, siempre listo para encabezar un ataque y siempre providencial para rescatar algún balón que irremediablemente se iba a perder en el fondo de las mallas. El ángel tocaba el balón con limpieza, regateaba con elegancia y remataba de cualquier manera. Había quienes opinaban que volaba, que gravitaba sobre el césped como si le impulsaran un par de alas invisibles.
Si su forma de jugar impresionaba, más aún sorprendía la leyenda que le rodeaba. El ángel... ¿Quién era el ángel? A decir verdad, nadie lo sabía. Cierto domingo saltó al campo, como un novato más a quien el entrenador brindaba la oportunidad de jugar con el primer equipo... y desde el primer momento fascinó a la afición. Cinco goles como cinco soles rubricaron aquel debut, e inauguraron una leyenda meteórica.
Jornada a jornada, el ángel sembraba de tantos el haber del equipo, un combinado de los más humildes del campeonato de liga, con un presupuesto irrisorio y siempre amenazado por la guadaña del descenso. En pocas semanas, el ángel elevó la moral de sus compañeros, esos chicos de los suburbios de una pequeña capital de provincias, que pasaron de calzar "zapatillas de plomo" (tan pesadas como su desánimo), a volar por el campo, sin renunciar a ningún balón, y hasta a plantarle cara a los grandes equipos de la capital.
Y la afición enloqueció con los milagros que presenciaban cada domingo. El ángel catapultó al equipo hacia el primer puesto de la tabla, y el estadio de la pequeña ciudad se quedó pequeño ante la avalancha de seguidores que abarrotaban las taquillas para comprar una entrada que les permitiera ver al portento.
Sin embargo, y he aquí el gran misterio, nadie sabía quién era el ángel. Una celosísima confidencialidad le protegía de la mirada de la prensa y de la afición. Las imágenes de televisión no permitían averiguar sus rasgos, de alguna extraña manera, la baja calidad de las mismas impedía reconocer el rostro del ángel.
Y ahí no acababa la cosa, nadie le había visto entrar o salir del campo. El ángel era siempre el primero en llegar a los entrenamientos, el último en marcharse después de cada partido. Los periodistas se apostaban en las entradas al estadio, en el garaje reservado para los jugadores, se colaban hasta la puerta del vestuario... pero nada. Ninguno de ellos había podido entrevistarle, ni pedirle un autógrafo.
Y si se preguntaba por el ángel a alguno de sus compañeros de equipo, todos coincidían en que era el tipo más estupendo que habían conocido jamás. Todos recurrían a él cuando tenían algún problema, tanto dentro como fuera del campo. El ángel era el amigo inseparable de aquellos que caían lesionados. El ángel había mediado para que el defensa central se reconciliara con su novia.
Siempre era el primero en animar a los jugadores del equipo rival, y asistirles si alguno se lastimaba en algún lance del juego. Después de los duros entrenamientos, el ángel siempre tenía tiempo para jugar con los niños de las categorías inferiores, para quienes era un verdadero héroe, y enseñarles la humildad, el respeto y la honestidad en el campo y en la vida. Y es más, había quienes aseguraban que todas las semanas acudía al hospital infantil, y que las paredes del vestuario estaban repletas de los dibujos, las cartas y los cuentos que los niños le mandaban.
Pero todo esto se sabía a través de los testimonios de quienes trataban directamente con el ángel. Nadie que estuviera fuera de este círculo le había conocido en persona. Era como si el ángel se desintegrara al final de cada partido para volver a aparecerse al domingo siguiente. En el hospital, sólo los niños afirmaban conocer al ángel, pero los mayores no lograban recordarlo... más allá de que aquel joven, el ángel, había devuelto la sonrisa a los pequeños pacientes.
Y cuando el equipo ganó la liga, la apoteosis embargó a toda la ciudad. Los jugadores desfilaron por las estrechas calles, rodeados de vítores y abrazos, pero... ni rastro del ángel.
Los grandes clubes buscaban desesperadamente al representante del ángel, y contactaban una y otra vez con el presidente del equipo para ofrecer sumas galácticas por fichar al ángel. Imposible, el ángel no quería dinero, respondía el presidente. - Esta ciudad es muy pequeña, y no hay distancias. El chico siempre va a pie a todas partes. No necesita coche. Vive por el centro, en la casa familiar. Búsquenlo por ahí. Yo no puedo contarles más-.
Qué abismo separaba al ángel de otros jugadores de los grandes equipos de la capital. El ángel caminaba a todas partes y no se emborrachaba con chicas al término de un encuentro. El ángel no protagonizaba campañas comerciales ni vestía ropas de marca, ni conducía coches de lujo. El ángel no realizaba declaraciones imprudentes sobre otros jugadores, ni criticaba a la afición.
En todos aquellos años, el ángel jugó en el equipo. Hubo temporadas en las que no marcó ni un solo gol, y aún así el equipo quedó campeón. un domingo, tras el pitido final, el ángel se recogió en los vestuarios y ya no se le volvió a ver más. Desapareció con la misma discreción con la que había llegado. Ni un sólo homenaje.
Los vecinos de la ciudad aseguraban que le veían a diario, haciendo deporte por los parques públicos. Enseñando a jugar al fútbol en colegios. Visitando el hospital todas las semanas. En misa. Incluso, había quienes decían que atravesaba apuros económicos, y que el ayuntamiento le había asignado un sueldo por dar clases de fútbol.
Nada de eso se pudo demostrar nunca, nadie supo nunca describir sus ojos, su boca, su nariz... El ángel se encontraba en todas partes y en ninguna se le hallaba. Todos le conocían y nadie sabía cómo dar con él. Sin más, aparecía cuando se le necesitaba, y a su paso dejaba una estela de esperanza.
Un abrazo
Nunca se había visto nada igual.
Cuando el ángel (así le llamaban) pisaba el césped de un campo de fútbol, la parroquia enmudecía de asombro. A su poder físico sobrehumano se unía una técnica exquisita. El ángel corría de un extremo a otro del campo sin que se apreciara en él la fatiga, jugaba con y sin balón, siempre listo para encabezar un ataque y siempre providencial para rescatar algún balón que irremediablemente se iba a perder en el fondo de las mallas. El ángel tocaba el balón con limpieza, regateaba con elegancia y remataba de cualquier manera. Había quienes opinaban que volaba, que gravitaba sobre el césped como si le impulsaran un par de alas invisibles.
Si su forma de jugar impresionaba, más aún sorprendía la leyenda que le rodeaba. El ángel... ¿Quién era el ángel? A decir verdad, nadie lo sabía. Cierto domingo saltó al campo, como un novato más a quien el entrenador brindaba la oportunidad de jugar con el primer equipo... y desde el primer momento fascinó a la afición. Cinco goles como cinco soles rubricaron aquel debut, e inauguraron una leyenda meteórica.
Jornada a jornada, el ángel sembraba de tantos el haber del equipo, un combinado de los más humildes del campeonato de liga, con un presupuesto irrisorio y siempre amenazado por la guadaña del descenso. En pocas semanas, el ángel elevó la moral de sus compañeros, esos chicos de los suburbios de una pequeña capital de provincias, que pasaron de calzar "zapatillas de plomo" (tan pesadas como su desánimo), a volar por el campo, sin renunciar a ningún balón, y hasta a plantarle cara a los grandes equipos de la capital.
Y la afición enloqueció con los milagros que presenciaban cada domingo. El ángel catapultó al equipo hacia el primer puesto de la tabla, y el estadio de la pequeña ciudad se quedó pequeño ante la avalancha de seguidores que abarrotaban las taquillas para comprar una entrada que les permitiera ver al portento.
Sin embargo, y he aquí el gran misterio, nadie sabía quién era el ángel. Una celosísima confidencialidad le protegía de la mirada de la prensa y de la afición. Las imágenes de televisión no permitían averiguar sus rasgos, de alguna extraña manera, la baja calidad de las mismas impedía reconocer el rostro del ángel.
Y ahí no acababa la cosa, nadie le había visto entrar o salir del campo. El ángel era siempre el primero en llegar a los entrenamientos, el último en marcharse después de cada partido. Los periodistas se apostaban en las entradas al estadio, en el garaje reservado para los jugadores, se colaban hasta la puerta del vestuario... pero nada. Ninguno de ellos había podido entrevistarle, ni pedirle un autógrafo.
Y si se preguntaba por el ángel a alguno de sus compañeros de equipo, todos coincidían en que era el tipo más estupendo que habían conocido jamás. Todos recurrían a él cuando tenían algún problema, tanto dentro como fuera del campo. El ángel era el amigo inseparable de aquellos que caían lesionados. El ángel había mediado para que el defensa central se reconciliara con su novia.
Siempre era el primero en animar a los jugadores del equipo rival, y asistirles si alguno se lastimaba en algún lance del juego. Después de los duros entrenamientos, el ángel siempre tenía tiempo para jugar con los niños de las categorías inferiores, para quienes era un verdadero héroe, y enseñarles la humildad, el respeto y la honestidad en el campo y en la vida. Y es más, había quienes aseguraban que todas las semanas acudía al hospital infantil, y que las paredes del vestuario estaban repletas de los dibujos, las cartas y los cuentos que los niños le mandaban.
Pero todo esto se sabía a través de los testimonios de quienes trataban directamente con el ángel. Nadie que estuviera fuera de este círculo le había conocido en persona. Era como si el ángel se desintegrara al final de cada partido para volver a aparecerse al domingo siguiente. En el hospital, sólo los niños afirmaban conocer al ángel, pero los mayores no lograban recordarlo... más allá de que aquel joven, el ángel, había devuelto la sonrisa a los pequeños pacientes.
Y cuando el equipo ganó la liga, la apoteosis embargó a toda la ciudad. Los jugadores desfilaron por las estrechas calles, rodeados de vítores y abrazos, pero... ni rastro del ángel.
Los grandes clubes buscaban desesperadamente al representante del ángel, y contactaban una y otra vez con el presidente del equipo para ofrecer sumas galácticas por fichar al ángel. Imposible, el ángel no quería dinero, respondía el presidente. - Esta ciudad es muy pequeña, y no hay distancias. El chico siempre va a pie a todas partes. No necesita coche. Vive por el centro, en la casa familiar. Búsquenlo por ahí. Yo no puedo contarles más-.
Qué abismo separaba al ángel de otros jugadores de los grandes equipos de la capital. El ángel caminaba a todas partes y no se emborrachaba con chicas al término de un encuentro. El ángel no protagonizaba campañas comerciales ni vestía ropas de marca, ni conducía coches de lujo. El ángel no realizaba declaraciones imprudentes sobre otros jugadores, ni criticaba a la afición.
En todos aquellos años, el ángel jugó en el equipo. Hubo temporadas en las que no marcó ni un solo gol, y aún así el equipo quedó campeón. un domingo, tras el pitido final, el ángel se recogió en los vestuarios y ya no se le volvió a ver más. Desapareció con la misma discreción con la que había llegado. Ni un sólo homenaje.
Los vecinos de la ciudad aseguraban que le veían a diario, haciendo deporte por los parques públicos. Enseñando a jugar al fútbol en colegios. Visitando el hospital todas las semanas. En misa. Incluso, había quienes decían que atravesaba apuros económicos, y que el ayuntamiento le había asignado un sueldo por dar clases de fútbol.
Nada de eso se pudo demostrar nunca, nadie supo nunca describir sus ojos, su boca, su nariz... El ángel se encontraba en todas partes y en ninguna se le hallaba. Todos le conocían y nadie sabía cómo dar con él. Sin más, aparecía cuando se le necesitaba, y a su paso dejaba una estela de esperanza.
Un abrazo
domingo, 26 de mayo de 2013
La sombra del vampiro
Querido amigo:
Un buen día, o una buena noche, la realidad irrumpe de pleno en tu corazón, como si se tratara de una redada de la policía, y te descubres tal y como eres, sin subterfugios ni maquillajes; te sorprendes a ti mismo como un ser esperpéntico y ridículo; un alma en pena que se ha pasado la vida entera en el purgatorio.
Hace años salí con una chica que veraneaba en Verín, y cuando me colgó por otro, Verín aparecía por doquier en mi vida. De repente, Verín se había convertido en el centro del universo, como un berbiquí muy fino que taladrara mi pena, como una galaxia en expansión sobre mi humillada alma. "Verín" resultó llamarse la cafetería que quedaba más a mano de mi nuevo trabajo. En el balneario de "Verín" había pasado el fin de semana mi jefe con su familia. De "Verín" procedía la familia del conserje de mi casa. El dentista que me recomendaron despachaba en su consulta de la calle Verín. Cuando aquellas vacaciones de Semana Santa viajé a Galicia con amigos, no importaba lo lejos que nos encontráramos de Verín, pero todo letrero de carretera señalizaba irremediablemente hacia "Verín". Y a nuestra vuelta a Madrid, para colmo, el agua mineral que servían las máquinas de la oficina se embotellaba en... ¡Verín!
No sabría explicar cómo, pero tanto más "Verín" asfixiaba mi existencia, tanto más me acercaba a cien por hora contra el muro de la realidad. Y esa realidad, aunque yo ni siquiera lo intuyera por aquel entonces, inflamaba mi orgullo y me catapultaba a vertiginosas veladas por los bares nocturnos, en busca de un lugar, en busca de unos besos, de nuevos cuerpos, de nuevos recuerdos que cicatrizarán la herida que por Verín parecía no acabar nunca de sangrar.
La sangre y el vampiro... Ese vampiro en el que creí haberme convertido, tan vacío de amor como de vida, volando sin rumbo en la más oscura de las noches. Un vampiro que vestía trajes de marca al volante de un biplaza rojo, como la sangre.
Un biblaza que necesitaba cada vez más gasolina, un combustible que no dejaba de encarecerse. El vampiro necesitaba dinero para volar, y la jubilación de un compañero dejaría vacante un puesto de ejecutivo al que el vampiro no podía renunciar. Inicióse, entonces, la más desenfrenada carrera de méritos que trabajador alguno pueda librar por unos euros más en la nómina. Interminables jornadas laborales, frenéticos plazos de entrega, noches sin dormir, días sin almorzar, días sin sol, bajo la luz sepulcral del despacho, el despacho del vampiro de los afilados colmillos.
Y entonces, la realidad siguió su curso con la precisión del reloj del destino, y el biplaza me dejó tirado a las tres de la madrugada, cuando me dirigía a la oficina para concluir unas presentaciones. Media hora a pie bajo un aguacero colosal, que arruinó mi traje. Al llegar al edificio, las verjas cerradas y ni rastro del guardia de seguridad. Tanto me apremiaban el trabajo y la lluvia, que me encaramé a la valla, con tan mala fortuna que se me desgarró la pernera del pantalón, como la taleguilla de un torero que hubiera sufrido un percance.
Ya en el despacho, recordé que había olvidado los papeles en el maletero del coche... El silencio se desplomó sobre mí, la realidad me abofeteaba por primera vez en mi vida. Abri la ventana y comprobé que la lluvia había amainado... , seguramente cesó de llover tan pronto como me puse a resguardo... Casualidades premonitorias, un nubarrón que parece esperar a que se me pare el coche para vaciarse sobre el desgraciado oficinista, cuya ambición sin escrúpulo estaba llegando a su fin.
El reflejo del cristal de la ventana me alarmó. Empapado de arriba a abajo, y con medio muslo asomándose por un pantalón de seda de cashmir... El vampiro había descubierto que tenía sombra, y la sangre regresaba a sus venas.
A la mañana siguiente, mi jefe no encontró la presentación en el despacho de su escritorio, sino mi carta de renuncia. Para entonces, el primer tren que partió de Chamartín aquella madrugada llevaba al vampiro hacia un destino incierto, hacia un amor perdido, hacia una esperanza con aromas de lluvia. Un tren que recorría las horas de la aurora, acortando la distancia que separaba mi corazón de Verín.
Un abrazo
Un buen día, o una buena noche, la realidad irrumpe de pleno en tu corazón, como si se tratara de una redada de la policía, y te descubres tal y como eres, sin subterfugios ni maquillajes; te sorprendes a ti mismo como un ser esperpéntico y ridículo; un alma en pena que se ha pasado la vida entera en el purgatorio.
Hace años salí con una chica que veraneaba en Verín, y cuando me colgó por otro, Verín aparecía por doquier en mi vida. De repente, Verín se había convertido en el centro del universo, como un berbiquí muy fino que taladrara mi pena, como una galaxia en expansión sobre mi humillada alma. "Verín" resultó llamarse la cafetería que quedaba más a mano de mi nuevo trabajo. En el balneario de "Verín" había pasado el fin de semana mi jefe con su familia. De "Verín" procedía la familia del conserje de mi casa. El dentista que me recomendaron despachaba en su consulta de la calle Verín. Cuando aquellas vacaciones de Semana Santa viajé a Galicia con amigos, no importaba lo lejos que nos encontráramos de Verín, pero todo letrero de carretera señalizaba irremediablemente hacia "Verín". Y a nuestra vuelta a Madrid, para colmo, el agua mineral que servían las máquinas de la oficina se embotellaba en... ¡Verín!
No sabría explicar cómo, pero tanto más "Verín" asfixiaba mi existencia, tanto más me acercaba a cien por hora contra el muro de la realidad. Y esa realidad, aunque yo ni siquiera lo intuyera por aquel entonces, inflamaba mi orgullo y me catapultaba a vertiginosas veladas por los bares nocturnos, en busca de un lugar, en busca de unos besos, de nuevos cuerpos, de nuevos recuerdos que cicatrizarán la herida que por Verín parecía no acabar nunca de sangrar.
La sangre y el vampiro... Ese vampiro en el que creí haberme convertido, tan vacío de amor como de vida, volando sin rumbo en la más oscura de las noches. Un vampiro que vestía trajes de marca al volante de un biplaza rojo, como la sangre.
Un biblaza que necesitaba cada vez más gasolina, un combustible que no dejaba de encarecerse. El vampiro necesitaba dinero para volar, y la jubilación de un compañero dejaría vacante un puesto de ejecutivo al que el vampiro no podía renunciar. Inicióse, entonces, la más desenfrenada carrera de méritos que trabajador alguno pueda librar por unos euros más en la nómina. Interminables jornadas laborales, frenéticos plazos de entrega, noches sin dormir, días sin almorzar, días sin sol, bajo la luz sepulcral del despacho, el despacho del vampiro de los afilados colmillos.
Y entonces, la realidad siguió su curso con la precisión del reloj del destino, y el biplaza me dejó tirado a las tres de la madrugada, cuando me dirigía a la oficina para concluir unas presentaciones. Media hora a pie bajo un aguacero colosal, que arruinó mi traje. Al llegar al edificio, las verjas cerradas y ni rastro del guardia de seguridad. Tanto me apremiaban el trabajo y la lluvia, que me encaramé a la valla, con tan mala fortuna que se me desgarró la pernera del pantalón, como la taleguilla de un torero que hubiera sufrido un percance.
Ya en el despacho, recordé que había olvidado los papeles en el maletero del coche... El silencio se desplomó sobre mí, la realidad me abofeteaba por primera vez en mi vida. Abri la ventana y comprobé que la lluvia había amainado... , seguramente cesó de llover tan pronto como me puse a resguardo... Casualidades premonitorias, un nubarrón que parece esperar a que se me pare el coche para vaciarse sobre el desgraciado oficinista, cuya ambición sin escrúpulo estaba llegando a su fin.
El reflejo del cristal de la ventana me alarmó. Empapado de arriba a abajo, y con medio muslo asomándose por un pantalón de seda de cashmir... El vampiro había descubierto que tenía sombra, y la sangre regresaba a sus venas.
A la mañana siguiente, mi jefe no encontró la presentación en el despacho de su escritorio, sino mi carta de renuncia. Para entonces, el primer tren que partió de Chamartín aquella madrugada llevaba al vampiro hacia un destino incierto, hacia un amor perdido, hacia una esperanza con aromas de lluvia. Un tren que recorría las horas de la aurora, acortando la distancia que separaba mi corazón de Verín.
Un abrazo
sábado, 27 de abril de 2013
La mujer ideal
Querido amigo:
En algún lugar, en algún momento entre el crepúsculo y el alba creyó haber despertado. La oscuridad y el silencio le rodeaban y se sintió completamente extraviado, ajeno, alienado.
A tientas se sentó en el lecho. Palpando en la nada, avanzó, buscando una luz en una noche sin luna ni estrellas.
Desesperado por el insomnio, esperaría hasta que amaneciera, hasta que la penumbra violácea de la aurora animara cuanto le rodeaba como prólogo del primer rayo de sol.
Y en aquel silencio, reparó en su respiración, en el tacto de la tela del pijama en su piel, en la frialdad del piso sobre el que reposaban sus pies desnudos. Descubrió el pequeño universo que mora en las madrugadas pues, poco a poco, del silencio emergían crujidos, pasos, latidos, roces y... pensamientos.
Así fue como se apareció el espectro de la fantasía, una mujer especial, ideal... Dormía a su lado. Él no podía verla en la oscuridad, mas recorrió su rostro con los dedos, suavemente, para no despertarla.
Contenía la respiración, concentrándose en ese rostro dormido. Como una larga peregrinación repasó la barbilla, los labios, la nariz, la frente, y luego siguió por un párpado, el pómulo, la mejilla, el hoyuelo de la sonrisa, la comisura de los labios, la otra mejilla, la oreja, el cabello... Perdió la noción del tiempo, extasiado por aquellas curvas, el vello de aquel rostro, los poros de aquella piel de seda.
Al llegar al otro ojo, se detuvo en seco... ¡Estaba abierto! ¡La mujer ideal se había despertado y le observaba en la oscuridad! Entonces, la Belleza, la Inteligencia, la Bondad latentes en aquella mujer ideal se incorporaron e iniciaron una virtuosa danza a su alrededor. Él no veía nada, pero lo sentía TODO.
El ritmo de la danza perfecta iba acelerándose, más y más, hasta desbordarle la fantasía... - ¡Para, detente! - imploró él, mientras la mujer ideal giraba a su alrededor, saltando del pasado al futuro como el fogonazo de una fotografía.
Hubo de hundirse en un desesperado vértigo para comprender que aquella mujer ideal, aquella musa que custodiaba la Belleza, la Inteligencia y la Bondad de su alma, no era sino fruto de su vigorosa fantasía, y que la danza se disiparía tan pronto amaneciera, so pena de que, en caso de no amanecer nunca, él desapareciera para siempre como víctima de su propia imaginación... pues sólo el hombre ideal puede casar con la mujer ideal... y él no era ideal...
Se concentró con todo el corazón en sus propias imperfecciones. Sólo en ellas podría salvarse. Se cubrió la cara con los dedos, y reconoció sus facciones, de relativa belleza; revivió las equivocaciones de su vida, los errores de su inteligencia; sondeó su alma y, más allá de sus deseos, burlas de los sentidos, distinguió nítidamente al Amor... y al Miedo. Ya medida que descubría que era de carne y hueso, que nada había de ideal en él, la danza de la mujer ideal se pausaba, se ahogaba en la oscuridad.
Cuando el alba despuntó con un delicado fulgor entre las persianas, el hombre imperfecto sintió el gozo. Como un peregrino en el desierto, sediento y agotado, él anhelaba la luz, y la luz descubrió el vero rostro de la mujer imperfecta que dormía profundamente a su lado. A ella sí la conocía, porque ella no era fruto de su fantasía. Ella era... nada más y nada menos... que Ella. Y como la conocía, la amaba... Atrás quedaba como un mal sueño, el espectro de la mujer ideal, que se había escapado de su fantasía en algún lugar, en algún momento entre el crepúsculo y el alba, rodeándole de silencio y oscuridad.
Un abrazo
En algún lugar, en algún momento entre el crepúsculo y el alba creyó haber despertado. La oscuridad y el silencio le rodeaban y se sintió completamente extraviado, ajeno, alienado.
A tientas se sentó en el lecho. Palpando en la nada, avanzó, buscando una luz en una noche sin luna ni estrellas.
Desesperado por el insomnio, esperaría hasta que amaneciera, hasta que la penumbra violácea de la aurora animara cuanto le rodeaba como prólogo del primer rayo de sol.
Y en aquel silencio, reparó en su respiración, en el tacto de la tela del pijama en su piel, en la frialdad del piso sobre el que reposaban sus pies desnudos. Descubrió el pequeño universo que mora en las madrugadas pues, poco a poco, del silencio emergían crujidos, pasos, latidos, roces y... pensamientos.
Así fue como se apareció el espectro de la fantasía, una mujer especial, ideal... Dormía a su lado. Él no podía verla en la oscuridad, mas recorrió su rostro con los dedos, suavemente, para no despertarla.
Contenía la respiración, concentrándose en ese rostro dormido. Como una larga peregrinación repasó la barbilla, los labios, la nariz, la frente, y luego siguió por un párpado, el pómulo, la mejilla, el hoyuelo de la sonrisa, la comisura de los labios, la otra mejilla, la oreja, el cabello... Perdió la noción del tiempo, extasiado por aquellas curvas, el vello de aquel rostro, los poros de aquella piel de seda.
Al llegar al otro ojo, se detuvo en seco... ¡Estaba abierto! ¡La mujer ideal se había despertado y le observaba en la oscuridad! Entonces, la Belleza, la Inteligencia, la Bondad latentes en aquella mujer ideal se incorporaron e iniciaron una virtuosa danza a su alrededor. Él no veía nada, pero lo sentía TODO.
El ritmo de la danza perfecta iba acelerándose, más y más, hasta desbordarle la fantasía... - ¡Para, detente! - imploró él, mientras la mujer ideal giraba a su alrededor, saltando del pasado al futuro como el fogonazo de una fotografía.
Hubo de hundirse en un desesperado vértigo para comprender que aquella mujer ideal, aquella musa que custodiaba la Belleza, la Inteligencia y la Bondad de su alma, no era sino fruto de su vigorosa fantasía, y que la danza se disiparía tan pronto amaneciera, so pena de que, en caso de no amanecer nunca, él desapareciera para siempre como víctima de su propia imaginación... pues sólo el hombre ideal puede casar con la mujer ideal... y él no era ideal...
Se concentró con todo el corazón en sus propias imperfecciones. Sólo en ellas podría salvarse. Se cubrió la cara con los dedos, y reconoció sus facciones, de relativa belleza; revivió las equivocaciones de su vida, los errores de su inteligencia; sondeó su alma y, más allá de sus deseos, burlas de los sentidos, distinguió nítidamente al Amor... y al Miedo. Ya medida que descubría que era de carne y hueso, que nada había de ideal en él, la danza de la mujer ideal se pausaba, se ahogaba en la oscuridad.
Cuando el alba despuntó con un delicado fulgor entre las persianas, el hombre imperfecto sintió el gozo. Como un peregrino en el desierto, sediento y agotado, él anhelaba la luz, y la luz descubrió el vero rostro de la mujer imperfecta que dormía profundamente a su lado. A ella sí la conocía, porque ella no era fruto de su fantasía. Ella era... nada más y nada menos... que Ella. Y como la conocía, la amaba... Atrás quedaba como un mal sueño, el espectro de la mujer ideal, que se había escapado de su fantasía en algún lugar, en algún momento entre el crepúsculo y el alba, rodeándole de silencio y oscuridad.
Un abrazo
domingo, 21 de abril de 2013
El anticuario
Querido amigo:
Esta es la historia de un anticuario vocacional. Uno de esos románticos cuya fantasía se inflamaba con los objetos del pasado que habían sobrevivido a sus dueños. Un cajón, una maleta de madera, unos anteojos, un reloj de bolsillo, una caja de rapé, una pitillera... Todo el establecimiento se retrotraía a los tiempos de los abuelos y los bisabuelos.
Desde niño había brotado en él tal vocación. Recordaba cómo le latía el corazón con fuerza cuando se acercaba al armario de la alcoba de sus abuelos, cuando abría algún cajón... Y dentro descubría una chistera desgastada, o fotografías familiares, algún bolso de la abuela en cuyo interior podría hallar un pañuelo perfumado, un misal, un rosario,... alguna moneda ya en desuso...
De aquellas largas conversaciones con sus abuelos, en las que les interrogaba sobre su niñez se alimentaba su otra pasión, la literatura. ¿Cómo era la casa donde habían nacido? ¿Cómo era la ciudad de Buenos Aires en aquellos tiempos? ¿Cómo llegaron los bisabuelos a Argentina?
La pequeña tienda del anticuario difería de las demás almonedas de todo Buenos Aires en que nuestro anticuario tenía por costumbre conservar cartas antiguas; cartas que luego regalaba a sus clientes; cartas donde alguien se sinceraba con alguien, donde se declaraban ardientes pasiones, donde se propinaban feroces bofetadas al destino.... Cartas tan vivas como un tango, música del pueblo para el pueblo, sin cuyas desdichadas diatribas no podía levantar el cierre cada mañana.
Así pues, cada vez que un cliente se llevaba algún artículo, el anticuario barajaba el montón de misivas y extraía una al azar. Y lo más sorprendente de todo era que aquella carta escrita por una mano casi cien años atrás, acertaba a llegar al corazón de su destinatario actual.
Una mujer que arrastraba problemas en su matrimonio leyó la carta que un soldado dirigía a su esposa desde el frente, disculpándose por cuanto sufrimiento le hubiera podido causar con sus veleidades y desatinos, en los momentos previos a una batalla de la que con casi toda probabilidad no saldría con vida... Y aquella mujer regresó a su casa con lágrimas en los ojos, y se abrazó a su marido y se lo comió a besos. Y en algún lugar del cielo, seguramente, aquel arrepentido soldado sonrió al verse completado el destino de aquellas palabras sinceras que le dictó el corazón con caligrafía temblorosa.
Los problemas de las personas apenas habían evolucionado. Nuestro anticuario lo sabía, y siempre que alguien le acusaba de vivir anclado en el pasado, el hundía la mano en el saco de las cartas y leía en voz alta... leía... leía... lo de siempre... El gallego que prometía a su novia que regresaría algún día, pronto... El hijo que pedía dinero a sus padres... La mujer que enviaba a la guerra la foto del hijo recién nacido de algún soldado... La novia cuyas lágrimas habían borrado la tinta de su añoranza... El hombre casado que rompía con su amante... El muchacho que enviaba su sueldo a casa... Los hermanos que discutían por una herencia... El mozo que se declaraba a la hija del médico.... y tantos dramas y alegrías que habían ido dejando sus huellas por los rincones de aquella gran ciudad.
En sus paseos por la misma, el anticuario buscaba dónde Don Mario fue detenido por la policía, dónde una tal Mariano perdió la documentación... En qué café se encontraron por primera vez Doña Visita y Don Virginio...
Y así, carta a carta, cliente a cliente, el anticuario iba desvelando las polvorientas capas que se amontonan en los cientos de años de la gran ciudad; donde cada esquina cuenta su propia historia, y décadas más tarde, esa historia sigue viviendo en algún alma descarriada de hoy en día. La gran ciudad, donde los novios se hacen fotos... se escriben e-mails.... Fotos y e-mails que, algún día andando el tiempo, consolarán a los tataranietos en la vieja almoneda de algún anticuario vocacional, amante del aguardiente, de los buenos tangos y de la literatura.
Un abrazo
Esta es la historia de un anticuario vocacional. Uno de esos románticos cuya fantasía se inflamaba con los objetos del pasado que habían sobrevivido a sus dueños. Un cajón, una maleta de madera, unos anteojos, un reloj de bolsillo, una caja de rapé, una pitillera... Todo el establecimiento se retrotraía a los tiempos de los abuelos y los bisabuelos.
Desde niño había brotado en él tal vocación. Recordaba cómo le latía el corazón con fuerza cuando se acercaba al armario de la alcoba de sus abuelos, cuando abría algún cajón... Y dentro descubría una chistera desgastada, o fotografías familiares, algún bolso de la abuela en cuyo interior podría hallar un pañuelo perfumado, un misal, un rosario,... alguna moneda ya en desuso...
De aquellas largas conversaciones con sus abuelos, en las que les interrogaba sobre su niñez se alimentaba su otra pasión, la literatura. ¿Cómo era la casa donde habían nacido? ¿Cómo era la ciudad de Buenos Aires en aquellos tiempos? ¿Cómo llegaron los bisabuelos a Argentina?
La pequeña tienda del anticuario difería de las demás almonedas de todo Buenos Aires en que nuestro anticuario tenía por costumbre conservar cartas antiguas; cartas que luego regalaba a sus clientes; cartas donde alguien se sinceraba con alguien, donde se declaraban ardientes pasiones, donde se propinaban feroces bofetadas al destino.... Cartas tan vivas como un tango, música del pueblo para el pueblo, sin cuyas desdichadas diatribas no podía levantar el cierre cada mañana.
Así pues, cada vez que un cliente se llevaba algún artículo, el anticuario barajaba el montón de misivas y extraía una al azar. Y lo más sorprendente de todo era que aquella carta escrita por una mano casi cien años atrás, acertaba a llegar al corazón de su destinatario actual.
Una mujer que arrastraba problemas en su matrimonio leyó la carta que un soldado dirigía a su esposa desde el frente, disculpándose por cuanto sufrimiento le hubiera podido causar con sus veleidades y desatinos, en los momentos previos a una batalla de la que con casi toda probabilidad no saldría con vida... Y aquella mujer regresó a su casa con lágrimas en los ojos, y se abrazó a su marido y se lo comió a besos. Y en algún lugar del cielo, seguramente, aquel arrepentido soldado sonrió al verse completado el destino de aquellas palabras sinceras que le dictó el corazón con caligrafía temblorosa.
Los problemas de las personas apenas habían evolucionado. Nuestro anticuario lo sabía, y siempre que alguien le acusaba de vivir anclado en el pasado, el hundía la mano en el saco de las cartas y leía en voz alta... leía... leía... lo de siempre... El gallego que prometía a su novia que regresaría algún día, pronto... El hijo que pedía dinero a sus padres... La mujer que enviaba a la guerra la foto del hijo recién nacido de algún soldado... La novia cuyas lágrimas habían borrado la tinta de su añoranza... El hombre casado que rompía con su amante... El muchacho que enviaba su sueldo a casa... Los hermanos que discutían por una herencia... El mozo que se declaraba a la hija del médico.... y tantos dramas y alegrías que habían ido dejando sus huellas por los rincones de aquella gran ciudad.
En sus paseos por la misma, el anticuario buscaba dónde Don Mario fue detenido por la policía, dónde una tal Mariano perdió la documentación... En qué café se encontraron por primera vez Doña Visita y Don Virginio...
Y así, carta a carta, cliente a cliente, el anticuario iba desvelando las polvorientas capas que se amontonan en los cientos de años de la gran ciudad; donde cada esquina cuenta su propia historia, y décadas más tarde, esa historia sigue viviendo en algún alma descarriada de hoy en día. La gran ciudad, donde los novios se hacen fotos... se escriben e-mails.... Fotos y e-mails que, algún día andando el tiempo, consolarán a los tataranietos en la vieja almoneda de algún anticuario vocacional, amante del aguardiente, de los buenos tangos y de la literatura.
Un abrazo
domingo, 24 de marzo de 2013
Historia de dos
Querido amigo:
Se encontraban sentados en un velador de una apacible cafetería.
Ella desangraba su alma herida, pero él se distraía con cuanto les rodeaba... y sin saberlo, hendía cada vez más en ella el puñal de la rutina.
Una camarera de bailarinas caderas, una gota de café que resbalaba por el borde de la taza, las vetas del mármol del velador, el tic-tac del reloj... y una lágrima rodando por la mejilla derecha de su esposa. Sólo entonces reaccionó él, y se apresuró a sacar el pañuelo para secársela... Pero se detuvo a medias, aquejado de un repentino mareo que le nubló la vista.
Apenas tuvo él tiempo de reponerse, ella ya se había levantado y abandonado el café, dejando un portazo tras de sí. Él se incorporó para seguirla, mas todo a su alrededor se oscureció.
- ¡No veo! ¡No puedo ver! -balbució.
Ciego le condujeron a un hospital, donde le inspeccionó un oftalmólogo. A su juicio no había lesión alguna... ¿está usted seguro de no ver nada?
Nada, como una noche profunda, como las entrañas del mundo... como su propio corazón. ¡Nada! Todo había desaparecido, se sentía el último hombre del planeta.
- Por favor, se lo ruego, no deje de hablar... - imploró él - Doctor, si usted calla me ahogaré en el silencio... !y creo enloquecer!
Tan pronto la avisaron del súbito mal que había cegado a su marido, ella corrió al hospital. Allí lo halló, lo habían sentado en una solitaria sala de espera, a media luz, envuelto en un silencio sepulcral. Él sintió el aroma de ella, pero no las lágrimas que enturbiaban sus hermosos ojos.
- Por favor, háblame, no dejes de hablarme... te lo ruego.
Y ella quiso obedecerle, pero no supo qué decir. Le tomó de la mano y, en silencio, volvieron a casa. Aquel día ella no pronunció palabra. Ni aquel día, ni los que siguieron. Había perdido la voz, la lengua se le había paralizado, los reproches con los que hubiera querido castigar a su esposo se acumulaban en su laringe, cual fétido tapón de cañería.
Al borde de la desesperación, él se asió a la palabra.
- ¿Me oyes, al menos?
Cuando todo había desaparecido, intuía con más intensidad que nunca que ella, y sólo ella, y nadie más en el mundo, prestaba atención a sus palabras; y que esa intuición le sostenía a la vida con un hilo de seda.
- Las palabras... Esperamos tanto de ellas, que casi siempre decepcionan. Pero ahora, sólo las palabras me acercan a ti.
A tientas, encontró las manos de su esposa, y permanecieron allí juntos, redescubriendo la textura de sus pieles, empapándose con el olor corporal de cada uno, escuchando sus respiraciones, los látidos del corazón, los rumores del espíritu... hasta que la madrugada se adormeció y despertó otro día.
- Quisiera saber expresarte lo que las palabras jamás podrán confesarte... Las palabras siempre cubren la pureza del alma con un velo; a veces, un velo alegre, otras pesimista. El cerebro obra como un trillo con los sentimientos, y las palabras trilladas nunca saben igual que un beso, una caricia, un suspiro.
Él habló y habló como nunca antes había hablado. Ella callaba, como nunca antes había callado. Él ciego, ella muda. Tan sólo se tenían el uno al otro.
Y pasaron largas horas en silencio, y otras tantas escuchándose, y algunas más en las que él se internaba en el fango de un pantano, hundiéndose palabra a palabra, hasta el cuello. Tantas horas compartieron, que el calor de los abrazos, el alivio de los besos... terminó por disolver los reproches que bloqueaban la garganta de ella.
- Creo... - acertó a pronunciar, no sin esfuerzo.
Y entonces él sintió un destello, un relámpago que por unos brevísimos instantes, iluminó la estancia.
Ella comprendió que se le desagarrotaba la lengua, pero ya no deseaba hablar, sino cantar... Y cantó, sin palabras, cantó y cantó una melodía que surgía del jardín de su espíritu, donde florecían tantas tesituras como sentimientos.
No hicieron falta las palabras, pero ella supo de corazón que él por fin había recobrado la luz.
Un abrazo
Se encontraban sentados en un velador de una apacible cafetería.
Ella desangraba su alma herida, pero él se distraía con cuanto les rodeaba... y sin saberlo, hendía cada vez más en ella el puñal de la rutina.
Una camarera de bailarinas caderas, una gota de café que resbalaba por el borde de la taza, las vetas del mármol del velador, el tic-tac del reloj... y una lágrima rodando por la mejilla derecha de su esposa. Sólo entonces reaccionó él, y se apresuró a sacar el pañuelo para secársela... Pero se detuvo a medias, aquejado de un repentino mareo que le nubló la vista.
Apenas tuvo él tiempo de reponerse, ella ya se había levantado y abandonado el café, dejando un portazo tras de sí. Él se incorporó para seguirla, mas todo a su alrededor se oscureció.
- ¡No veo! ¡No puedo ver! -balbució.
Ciego le condujeron a un hospital, donde le inspeccionó un oftalmólogo. A su juicio no había lesión alguna... ¿está usted seguro de no ver nada?
Nada, como una noche profunda, como las entrañas del mundo... como su propio corazón. ¡Nada! Todo había desaparecido, se sentía el último hombre del planeta.
- Por favor, se lo ruego, no deje de hablar... - imploró él - Doctor, si usted calla me ahogaré en el silencio... !y creo enloquecer!
Tan pronto la avisaron del súbito mal que había cegado a su marido, ella corrió al hospital. Allí lo halló, lo habían sentado en una solitaria sala de espera, a media luz, envuelto en un silencio sepulcral. Él sintió el aroma de ella, pero no las lágrimas que enturbiaban sus hermosos ojos.
- Por favor, háblame, no dejes de hablarme... te lo ruego.
Y ella quiso obedecerle, pero no supo qué decir. Le tomó de la mano y, en silencio, volvieron a casa. Aquel día ella no pronunció palabra. Ni aquel día, ni los que siguieron. Había perdido la voz, la lengua se le había paralizado, los reproches con los que hubiera querido castigar a su esposo se acumulaban en su laringe, cual fétido tapón de cañería.
Al borde de la desesperación, él se asió a la palabra.
- ¿Me oyes, al menos?
Cuando todo había desaparecido, intuía con más intensidad que nunca que ella, y sólo ella, y nadie más en el mundo, prestaba atención a sus palabras; y que esa intuición le sostenía a la vida con un hilo de seda.
- Las palabras... Esperamos tanto de ellas, que casi siempre decepcionan. Pero ahora, sólo las palabras me acercan a ti.
A tientas, encontró las manos de su esposa, y permanecieron allí juntos, redescubriendo la textura de sus pieles, empapándose con el olor corporal de cada uno, escuchando sus respiraciones, los látidos del corazón, los rumores del espíritu... hasta que la madrugada se adormeció y despertó otro día.
- Quisiera saber expresarte lo que las palabras jamás podrán confesarte... Las palabras siempre cubren la pureza del alma con un velo; a veces, un velo alegre, otras pesimista. El cerebro obra como un trillo con los sentimientos, y las palabras trilladas nunca saben igual que un beso, una caricia, un suspiro.
Él habló y habló como nunca antes había hablado. Ella callaba, como nunca antes había callado. Él ciego, ella muda. Tan sólo se tenían el uno al otro.
Y pasaron largas horas en silencio, y otras tantas escuchándose, y algunas más en las que él se internaba en el fango de un pantano, hundiéndose palabra a palabra, hasta el cuello. Tantas horas compartieron, que el calor de los abrazos, el alivio de los besos... terminó por disolver los reproches que bloqueaban la garganta de ella.
- Creo... - acertó a pronunciar, no sin esfuerzo.
Y entonces él sintió un destello, un relámpago que por unos brevísimos instantes, iluminó la estancia.
Ella comprendió que se le desagarrotaba la lengua, pero ya no deseaba hablar, sino cantar... Y cantó, sin palabras, cantó y cantó una melodía que surgía del jardín de su espíritu, donde florecían tantas tesituras como sentimientos.
No hicieron falta las palabras, pero ella supo de corazón que él por fin había recobrado la luz.
Un abrazo
domingo, 10 de marzo de 2013
Las fiestas de Belchite
Querido amigo:
A los quince años sentí la vocación exploradora. La rutina, lo cotidiano, me hastiaban al extremo y la sed de experiencias me devoraba el espíritu. Un chico de ciudad, cuya vida había pasado del colegio a casa y de casa al colegio... Y en mi interior florecía el instinto del hombre que llegaría a ser, rompiendo la cáscara que protege la pureza de toda niñez.
Por ello, las fiestas del pueblo se convertían en la rampa que me catapultaba al mundo grosero y dionisíaco, transgresor e ilimitado.
Y mi primo mayor y yo salíamos a recorrer las peñas. Yo temblaba de emoción al traspasar los umbrales de la perversión... Siempre con cierto resquemor... ¿y si nos despachaban al vernos tan niños, con esa pelusilla que oscurecía nuestros labios superiores? ¿si me veían con mis gafas de pasta, que me conferían ese aire de ingenuo empollón, recién caído del guindo...? Pero no, el diablo siempre se esmera con los novatos, los agasaja, los ensalza... hasta que le venden su alma...
Una chica de aquella peña nos ofreció asiento en unos sofás desvencijados, y al poco regresó con dos botellines de Ambar, la cerveza cuyo sabor empapó mi paladar de por vida... Aún hoy, cuando recuerdo aquellas escenas, creo saborearla... He probado muchas cervezas en mi vida, cervezas de malta, de trigo, afrutadas, de abadía, etc... pero para mí ya no habrá otro sabor que el de la Ambar con la que vendí mi alma al diablo, el sabor que me rejuvenece cual fuente de la Eternidad, el aroma amargo que despierta mi memoria.
La música heavy de los grupos aragoneses apenas me permitía escuchar los latidos de mi corazón. Todo vibraba, desde nuestro sofá, pasando por el camastro donde una pareja se besaba como si anhelaran fundirse en el crisol de su lujuria, hasta los banderines de España y Aragón que salpicaban el techo de cañizo de aquella peña juvenil improvisada en un corral.
Mi primo se encendió un pitillo, aunque creo que aún no se tragaba el humo. Yo rehusé fumar, nunca me agradó el tabaco.
Al salir de aquella peña, la noche ya había caído sobre el pueblo. El cierzo despertaba en aquella primera semana de Septiembre, y creo haber confundido la realidad, de tan mareado como me había dejado aquella cerveza y el volumen del heavy metal. Aún con todo, a la luz de las farolas, las calles de Belchite se me antojaban distintas, como si la irrealidad se hubiera adueñado del pueblo mientras nos encontrábamos en la peña. Reflejos, la alegre jácara de una charanga lejana (hoy no puedo escuchar una charanga sin que se me humedezcan los ojos de nostalgia), el rumor de las ramas de los árboles mecidas por el viento, el furor de una moto a todo gas, la mezcla de conversaciones de la terraza del café Sevilla... Las miradas de la gente con quienes nos cruzábamos, que parecían escrutarnos, adivinando que volvíamos de las cavernas del pecado.
Y ella... El verano había bronceado su rostro... Yo andaba loco por una de las Reinas de las Fiestas, una morena guapísima en cuya presencia olvidaba las palabras y entraba en una especie de trance que me obnubilaba, que me impedía pronunciar algo inteligente y racional... Claro que ella tenía dieciséis años y yo tan sólo quince... Cuando tienes quince años, una chica de dieciséis te parece toda una mujer hecha y derecha, madura y sensata, mientras que yo me rebajaba unos 80.000 años en la Historia, y me convertía en un estúpido primate, capaz de colgar de un árbol, correr delante de las vaquillas, profiriendo gritos inarticulados, nadando en el océano del sinsentido que separaba al niño del hombre,
Pero el diablo no descansa, y en otra peña me acercaron otra Ambar... y a medida que la apuraba, mi Reina se disipaba y yo me elevaba a los paraísos de Baco; es más, yo me erigía en el mismísimo Baco, dueño y señor de la fiesta...
Así pasamos la noche, de peña en peña, mi primo y yo, mano a mano de botellín en botellín, de canción en canción, recorriendo las asoladas calles del pueblo viejo, tropezando entre los escombros de nuestra infancia olvidada, bajo un firmamento sembrado de estrellas, las mismas que han visto y verán las generaciones pasar...
Y no miento si confieso que en aquellos instantes, rodeados del silencio sepulcral del Belchite bombardeado, cabalgué a lomos del tiempo... Y el pasado y mi presente se confundieron en mi alma etílica, y fui todos y nadie en aquel instante...
De vuelta de aquel misterio, la claridad del alba despuntaba por oriente, y mi primo y yo seguíamos a la charanga, bailando como dos muertos vivientes... Yo no podía beber ni una sola cerveza más... Pero a la Diana Floreada siempre la agasajan con moscatel y magdalenas... Hice honor a la tradición y me bebí el moscatel, intentando tragarme la magdalena, que se aferraba a mi garganta como si fuera de lija.
El calor del sol nos devolvió a la realidad, y ésta pintaba calamitosa. El estómago me hervía y mi cabeza parecía un sonajero... El diablo, entonces, halló la oportunidad que había estado esperando durante toda la noche... Yo no era Baco, ni siquiera su sombra... La carcajada de Satanás me rompía el corazón... ¡bienvenido a la edad adulta! Me senté en el peldaño del portal de la casa de la abuela a ver pasar el mundo a mi alrededor...
Los sones de la charanga se alejaron, llevándose consigo la alegría de mi espíritu, fundiéndose con el gélido cierzo matinal, sones de nostalgia, promesas incumplidas de un avenir incierto...
Un abrazo
A los quince años sentí la vocación exploradora. La rutina, lo cotidiano, me hastiaban al extremo y la sed de experiencias me devoraba el espíritu. Un chico de ciudad, cuya vida había pasado del colegio a casa y de casa al colegio... Y en mi interior florecía el instinto del hombre que llegaría a ser, rompiendo la cáscara que protege la pureza de toda niñez.
Por ello, las fiestas del pueblo se convertían en la rampa que me catapultaba al mundo grosero y dionisíaco, transgresor e ilimitado.
Y mi primo mayor y yo salíamos a recorrer las peñas. Yo temblaba de emoción al traspasar los umbrales de la perversión... Siempre con cierto resquemor... ¿y si nos despachaban al vernos tan niños, con esa pelusilla que oscurecía nuestros labios superiores? ¿si me veían con mis gafas de pasta, que me conferían ese aire de ingenuo empollón, recién caído del guindo...? Pero no, el diablo siempre se esmera con los novatos, los agasaja, los ensalza... hasta que le venden su alma...
Una chica de aquella peña nos ofreció asiento en unos sofás desvencijados, y al poco regresó con dos botellines de Ambar, la cerveza cuyo sabor empapó mi paladar de por vida... Aún hoy, cuando recuerdo aquellas escenas, creo saborearla... He probado muchas cervezas en mi vida, cervezas de malta, de trigo, afrutadas, de abadía, etc... pero para mí ya no habrá otro sabor que el de la Ambar con la que vendí mi alma al diablo, el sabor que me rejuvenece cual fuente de la Eternidad, el aroma amargo que despierta mi memoria.
La música heavy de los grupos aragoneses apenas me permitía escuchar los latidos de mi corazón. Todo vibraba, desde nuestro sofá, pasando por el camastro donde una pareja se besaba como si anhelaran fundirse en el crisol de su lujuria, hasta los banderines de España y Aragón que salpicaban el techo de cañizo de aquella peña juvenil improvisada en un corral.
Mi primo se encendió un pitillo, aunque creo que aún no se tragaba el humo. Yo rehusé fumar, nunca me agradó el tabaco.
Al salir de aquella peña, la noche ya había caído sobre el pueblo. El cierzo despertaba en aquella primera semana de Septiembre, y creo haber confundido la realidad, de tan mareado como me había dejado aquella cerveza y el volumen del heavy metal. Aún con todo, a la luz de las farolas, las calles de Belchite se me antojaban distintas, como si la irrealidad se hubiera adueñado del pueblo mientras nos encontrábamos en la peña. Reflejos, la alegre jácara de una charanga lejana (hoy no puedo escuchar una charanga sin que se me humedezcan los ojos de nostalgia), el rumor de las ramas de los árboles mecidas por el viento, el furor de una moto a todo gas, la mezcla de conversaciones de la terraza del café Sevilla... Las miradas de la gente con quienes nos cruzábamos, que parecían escrutarnos, adivinando que volvíamos de las cavernas del pecado.
Y ella... El verano había bronceado su rostro... Yo andaba loco por una de las Reinas de las Fiestas, una morena guapísima en cuya presencia olvidaba las palabras y entraba en una especie de trance que me obnubilaba, que me impedía pronunciar algo inteligente y racional... Claro que ella tenía dieciséis años y yo tan sólo quince... Cuando tienes quince años, una chica de dieciséis te parece toda una mujer hecha y derecha, madura y sensata, mientras que yo me rebajaba unos 80.000 años en la Historia, y me convertía en un estúpido primate, capaz de colgar de un árbol, correr delante de las vaquillas, profiriendo gritos inarticulados, nadando en el océano del sinsentido que separaba al niño del hombre,
Pero el diablo no descansa, y en otra peña me acercaron otra Ambar... y a medida que la apuraba, mi Reina se disipaba y yo me elevaba a los paraísos de Baco; es más, yo me erigía en el mismísimo Baco, dueño y señor de la fiesta...
Así pasamos la noche, de peña en peña, mi primo y yo, mano a mano de botellín en botellín, de canción en canción, recorriendo las asoladas calles del pueblo viejo, tropezando entre los escombros de nuestra infancia olvidada, bajo un firmamento sembrado de estrellas, las mismas que han visto y verán las generaciones pasar...
Y no miento si confieso que en aquellos instantes, rodeados del silencio sepulcral del Belchite bombardeado, cabalgué a lomos del tiempo... Y el pasado y mi presente se confundieron en mi alma etílica, y fui todos y nadie en aquel instante...
De vuelta de aquel misterio, la claridad del alba despuntaba por oriente, y mi primo y yo seguíamos a la charanga, bailando como dos muertos vivientes... Yo no podía beber ni una sola cerveza más... Pero a la Diana Floreada siempre la agasajan con moscatel y magdalenas... Hice honor a la tradición y me bebí el moscatel, intentando tragarme la magdalena, que se aferraba a mi garganta como si fuera de lija.
El calor del sol nos devolvió a la realidad, y ésta pintaba calamitosa. El estómago me hervía y mi cabeza parecía un sonajero... El diablo, entonces, halló la oportunidad que había estado esperando durante toda la noche... Yo no era Baco, ni siquiera su sombra... La carcajada de Satanás me rompía el corazón... ¡bienvenido a la edad adulta! Me senté en el peldaño del portal de la casa de la abuela a ver pasar el mundo a mi alrededor...
Los sones de la charanga se alejaron, llevándose consigo la alegría de mi espíritu, fundiéndose con el gélido cierzo matinal, sones de nostalgia, promesas incumplidas de un avenir incierto...
Un abrazo
sábado, 23 de febrero de 2013
El viaje al Pueyo
Querido amigo:
Aquel día me perdí por completo, no me reconocí a mí mismo. La vorágine que me circundaba amenazaba con tragarme, con devorarme como un Saturno a sus hijos. La ciudad, su ruido que me penetraba hasta la médula del alma; esa nube oscura que cebaban los tubos de escape, impurificando cada partícula de aire, cada átomo de vida que pugnase por revelarse en la selva de asfalto; empellones, codazos, malas caras, sombrías intenciones, amargura, desilusión, pesimismo; individualismo, frivolidad, traición.... !Y me olvidé hasta de mi nombre!
Aquella noche, el carrusel de los problemas me zarandeaba como a un pelele... Me desperté sofocado, preso del pavor... a la nada. A la nada que avanzaba, oscureciendo mi razón, ensombreciendo mi palabra, enterrándome en vida...
Y salté de la cama, como un alma en pena que se ahoga en un mar de dudas, hambrienta de luz y oprimiendo un grito en el que se me iba a escapar todo mi ser. Corrí al auto y me sumergí en la noche, en plena oscuridad, durante kilómetros de tentaciones... Y cuando vi desaparecer la silueta de la ciudad en el retrovisor, sentí un soplo de alivio. Y a medida que me alejaba, regresaban los recuerdos, ese patrimonio heredado del niño que algún día fui, los mismos recuerdos que creí haber extraviado en la rutina gris de una calle sucia de alcohol y desperdicios.
Y poco antes del alba, frené delante del Pueyo, y tan pronto abrí la puerta, el cierzo me golpeó el rostro con su gélida furia. Pie en tierra y a correr, cuanto más deprisa mejor, pese a la oscuridad, hasta caer de rodillas en el pedazo de suelo romano que -dicen- descubrió mi abuelo años atrás; y allí liberé un grito de libertad... Un grito como jamás ha roto la noche, un grito que levantó al sol y despertó hasta a la aurora...
Ya volvía en mí, todo cuanto necesitaba se conjuraba a mi alrededor... El aire limpio de la estepa aragonesa, el cierzo inasequible, mi tierra roja, mi Virgen y su Santuario... Y los antepasados que recibían a su descendencia con brazos abiertos.
Aquella mañana volvía a ser yo, volví a recordar mi nombre. El éxtasis del descubridor que llora y ríe a una, que se sorprende con el paso de los segundos, que adora el calor del sol en el rostro, un sol que arroja sus rayos y unos rayos que han recorrido 149.600.000 kilómetros antes de bañarme el rostro con su luz y su calor. Palabras que vuelven al espíritu, como estremecerse, cuál las agujas de los pinos ante la presencia del viento; secreto, como el que juré no pronunciar en aquel mismo lugar; abuela, bisabuelo, padres, hermanos, primos...
Y las últimas estrellas de la madrugada se disolvían en un cielo cada vez más celeste. Y el rocío condensado, aromatizaba todo el Pueyo, homenaje de matorrales y pinos, cipreses y vida. Vida que se reconciliaba conmigo.
Me sentí el más pequeños de los seres, como una mota de polvo en un océano de calma, ligero de lastre, volátil, amigo del tiempo... El tiempo... El tiempo... Pasaba... Y yo con mis antepasados... ¿Te acuerdas de ...? ¡¿Cómo pude haberlo olvidado?! Pues si ahora lo recuerdas... Sí, ahora, ahora... Soy el conquistador del mundo, soy el descubridor del día, de la luz, del cosmos...
Yo estuve ahí cuando el sol evaporó una gota de rocío que pendía en equilibrio de una rama de un ciprés, yo fui quien vio volar las prisas y los agobios, arrastradas por el cierzo, espectáculo grandioso, magna visión, cuando la luz del sol alcanzó los aleros verdes de las torres del Santuario, y seguíamos conversando, mis abuelos y yo...
Alma, agua, olivo, tierra, viento, humano, fe, credo, cruz, polvo, ceniza, libertad...
Aquel día, en mi patria, junto a mi Virgen, donde yacen los míos, volví a reconocerme, y a recordar mi nombre y mis apellidos. Aquel día perdoné al mundo, o tal vez, sentí el perdón del mundo. En aquel Pueyo silencioso, aislado, volvía a saborear el significado profundo, hondo, del Amor, a respirarlo a pecho abierto... Mis lágrimas abonaron la tierra, la palabra iluminó mi razón.
De regreso a la ciudad, las calles han recobrado la vida, las personas sonríen, el sol alegra el corazón, el ruido suena como miles de voces que confiesan su amor, las nubes de humo embellecen la postal de los nuevos recuerdos que, como un tesoro, empiezan a limpiar mi corazón, los pájaros cantan, los niños juegan, sus abuelos viven y reviven con ellos... Las campanas saludan mi nuevo hogar.
Un abrazo
Aquel día me perdí por completo, no me reconocí a mí mismo. La vorágine que me circundaba amenazaba con tragarme, con devorarme como un Saturno a sus hijos. La ciudad, su ruido que me penetraba hasta la médula del alma; esa nube oscura que cebaban los tubos de escape, impurificando cada partícula de aire, cada átomo de vida que pugnase por revelarse en la selva de asfalto; empellones, codazos, malas caras, sombrías intenciones, amargura, desilusión, pesimismo; individualismo, frivolidad, traición.... !Y me olvidé hasta de mi nombre!
Aquella noche, el carrusel de los problemas me zarandeaba como a un pelele... Me desperté sofocado, preso del pavor... a la nada. A la nada que avanzaba, oscureciendo mi razón, ensombreciendo mi palabra, enterrándome en vida...
Y salté de la cama, como un alma en pena que se ahoga en un mar de dudas, hambrienta de luz y oprimiendo un grito en el que se me iba a escapar todo mi ser. Corrí al auto y me sumergí en la noche, en plena oscuridad, durante kilómetros de tentaciones... Y cuando vi desaparecer la silueta de la ciudad en el retrovisor, sentí un soplo de alivio. Y a medida que me alejaba, regresaban los recuerdos, ese patrimonio heredado del niño que algún día fui, los mismos recuerdos que creí haber extraviado en la rutina gris de una calle sucia de alcohol y desperdicios.
Y poco antes del alba, frené delante del Pueyo, y tan pronto abrí la puerta, el cierzo me golpeó el rostro con su gélida furia. Pie en tierra y a correr, cuanto más deprisa mejor, pese a la oscuridad, hasta caer de rodillas en el pedazo de suelo romano que -dicen- descubrió mi abuelo años atrás; y allí liberé un grito de libertad... Un grito como jamás ha roto la noche, un grito que levantó al sol y despertó hasta a la aurora...
Ya volvía en mí, todo cuanto necesitaba se conjuraba a mi alrededor... El aire limpio de la estepa aragonesa, el cierzo inasequible, mi tierra roja, mi Virgen y su Santuario... Y los antepasados que recibían a su descendencia con brazos abiertos.
Aquella mañana volvía a ser yo, volví a recordar mi nombre. El éxtasis del descubridor que llora y ríe a una, que se sorprende con el paso de los segundos, que adora el calor del sol en el rostro, un sol que arroja sus rayos y unos rayos que han recorrido 149.600.000 kilómetros antes de bañarme el rostro con su luz y su calor. Palabras que vuelven al espíritu, como estremecerse, cuál las agujas de los pinos ante la presencia del viento; secreto, como el que juré no pronunciar en aquel mismo lugar; abuela, bisabuelo, padres, hermanos, primos...
Y las últimas estrellas de la madrugada se disolvían en un cielo cada vez más celeste. Y el rocío condensado, aromatizaba todo el Pueyo, homenaje de matorrales y pinos, cipreses y vida. Vida que se reconciliaba conmigo.
Me sentí el más pequeños de los seres, como una mota de polvo en un océano de calma, ligero de lastre, volátil, amigo del tiempo... El tiempo... El tiempo... Pasaba... Y yo con mis antepasados... ¿Te acuerdas de ...? ¡¿Cómo pude haberlo olvidado?! Pues si ahora lo recuerdas... Sí, ahora, ahora... Soy el conquistador del mundo, soy el descubridor del día, de la luz, del cosmos...
Yo estuve ahí cuando el sol evaporó una gota de rocío que pendía en equilibrio de una rama de un ciprés, yo fui quien vio volar las prisas y los agobios, arrastradas por el cierzo, espectáculo grandioso, magna visión, cuando la luz del sol alcanzó los aleros verdes de las torres del Santuario, y seguíamos conversando, mis abuelos y yo...
Alma, agua, olivo, tierra, viento, humano, fe, credo, cruz, polvo, ceniza, libertad...
Aquel día, en mi patria, junto a mi Virgen, donde yacen los míos, volví a reconocerme, y a recordar mi nombre y mis apellidos. Aquel día perdoné al mundo, o tal vez, sentí el perdón del mundo. En aquel Pueyo silencioso, aislado, volvía a saborear el significado profundo, hondo, del Amor, a respirarlo a pecho abierto... Mis lágrimas abonaron la tierra, la palabra iluminó mi razón.
De regreso a la ciudad, las calles han recobrado la vida, las personas sonríen, el sol alegra el corazón, el ruido suena como miles de voces que confiesan su amor, las nubes de humo embellecen la postal de los nuevos recuerdos que, como un tesoro, empiezan a limpiar mi corazón, los pájaros cantan, los niños juegan, sus abuelos viven y reviven con ellos... Las campanas saludan mi nuevo hogar.
Un abrazo
domingo, 3 de febrero de 2013
El cuento del reconocimiento
Querido amigo:
Esta es la historia de un barrendero, de un nombre anónimo, de un diminuto engranaje de la sociedad en quien pocos reparan, a quien muchos ignoran, una sombra uniformada y errabunda por aceras y jardines, un soldado de cepillo y badil, un duende invisible, un sociólogo de la basura.
En efecto, el barrendero de nuestra historia gustaba de inspeccionar la basura que limpiaba, que cosechaba de papeleras. A través de aquellos restos investigaba los hábitos, las modas y las preferencias de sus conciudadanos.
A lo largo de su dilatada carrera había constatado cómo habían disminuido las colillas de cigarrillos, cómo se disparaban los pañuelos de papel durante el invierno o durante la polinización, cómo las latas de refrescos contenían menos azúcares, el auge de los periódicos gratuitos, el desproporcionado incremento de comida en buen estado... y otros deshechos más específicos... las jeringuillas habían desaparecido de los parques, pero en primavera y verano se encontraban abundantes preservativos... y cascos de cristal hechos añicos... y libros de texto y apuntes...
La sociedad generaba más y más basura, y a través de ella se manifestaba la evolución de una sociedad austera y humilde hacia una sociedad consumista y arrogante.
En su hogar, el barrendero había ido coleccionando aquellos restos que más le habían llamado la atención, por ser algo más que restos. Coleccionaba cartas, postales, fotografías, llaves, cassettes de música, cintas de vídeo, cuadernos, agendas, ropa, llaveros, monedas extranjeras, dibujos, ... y hasta una servilleta de papel con las huellas de unos labios de carmín.
Pues bien, una mañana de abril, el barrendero salió de su casa museo para trabajar. En el rellano de la escalera se encontró con un vecino, que le saludó efusivamente. Lo más extraño de todo estribaba en que aquel vecino apenas le había saludado en los muchos años que llevaba residiendo en aquel edificio.
Pero ahí no terminaron las sorpresas, pues a medida que caminaba por la calle, toda persona con la que se cruzaba le sonreía de oreja a oreja y le saludaba como si le conociera de toda la vida. Al llegar al trabajo, todos los compañeros dejaron cuanto hacían en aquel momento y se precipitaron a colmarle de apretones de mano, abrazos y entusiastas palmadicas en la espalda.
El barrendero no daba crédito de lo que le acaecía. ¿Qué ocurría? ¿Todos habían enloquecido?
Y al volver a la calle, ya vestido de uniforme, se produjo lo nunca visto hasta entonces. El tráfico se detuvo a su paso, los conductores se apearon de sus vehículos, los peatones le rodearon; todos sonreían, todos le miraban con una mezcla de devoción y asombro; y todos, todos, al unísono, estallaron en una interminable ovación. A su paso, los aplausos se extendieron por las calles de la ciudad.
El barrendero sintió pánico y echó a correr. Por doquier topaba con desconocidos que se deshacían en sonrisas hacia él ¡y hasta le arrojaban flores y guirnaldas desde los balcones y las ventanas! Le acercaban niños para que los acariciase...
Corrió y corrió hasta salir de la ciudad, huyendo de aquel delirio que le apabullaba. Por fin recaló en un campo, desierto, al abrigo de toda mirada, un verdadero refugio de calma y silencio. Y respiró hondo, muy hondo.
Absorto como andaba después de cuanto acababa de vivir, tropezó y cayó a tierra. Había hallado unos rieles de ferrocarril, allí abandonados en medio del campo.
Recordó que hace muchos años, de muy niño, sus padres le llevaron entren al pueblo. Años más tarde, se clausuró aquella línea ferroviaria, y ya nunca había vuelto al pueblo de sus ancestros. Aquellos recuerdos le sumergieron en la nostalgia... Sus padres, sus hermanos, el pueblo, los abuelos, la infancia, la dorada infancia...
Un silbido de locomotora le extrajo de la ensoñación. A lo lejos columbró un penacho de humo. Los rieles comenzaron a vibrar. Un tren se acercaba ¿cómo era posible?
El tren se detuvo, y el barrendero sintió un irremediable deseo de subir. Una vez dentro del tren, éste reemprendió la marcha, alejándose lentamente, devolviendo al campo su silencio y tranquilidad.
La ciudad entera lamentó la desaparición del idolatrado barrendero. Las calles ya no lucían tan limpias como cuando él aún estaba con ellos. Su casa museo se convirtió en un templo de peregrinación, donde muchos reconocieron como suyos algunos de los restos que el barrendero había ido guardando durante toda su carrera.
Y así es como aquel nombre anónimo, aquel engranaje imperceptible de la sociedad, aquella sombra invisible, recibió el homenaje de unos vecinos y conciudadanos orgullosos de haberle conocido, de haber compartido y disfrutado con él la vida.
Un abrazo
Esta es la historia de un barrendero, de un nombre anónimo, de un diminuto engranaje de la sociedad en quien pocos reparan, a quien muchos ignoran, una sombra uniformada y errabunda por aceras y jardines, un soldado de cepillo y badil, un duende invisible, un sociólogo de la basura.
En efecto, el barrendero de nuestra historia gustaba de inspeccionar la basura que limpiaba, que cosechaba de papeleras. A través de aquellos restos investigaba los hábitos, las modas y las preferencias de sus conciudadanos.
A lo largo de su dilatada carrera había constatado cómo habían disminuido las colillas de cigarrillos, cómo se disparaban los pañuelos de papel durante el invierno o durante la polinización, cómo las latas de refrescos contenían menos azúcares, el auge de los periódicos gratuitos, el desproporcionado incremento de comida en buen estado... y otros deshechos más específicos... las jeringuillas habían desaparecido de los parques, pero en primavera y verano se encontraban abundantes preservativos... y cascos de cristal hechos añicos... y libros de texto y apuntes...
La sociedad generaba más y más basura, y a través de ella se manifestaba la evolución de una sociedad austera y humilde hacia una sociedad consumista y arrogante.
En su hogar, el barrendero había ido coleccionando aquellos restos que más le habían llamado la atención, por ser algo más que restos. Coleccionaba cartas, postales, fotografías, llaves, cassettes de música, cintas de vídeo, cuadernos, agendas, ropa, llaveros, monedas extranjeras, dibujos, ... y hasta una servilleta de papel con las huellas de unos labios de carmín.
Pues bien, una mañana de abril, el barrendero salió de su casa museo para trabajar. En el rellano de la escalera se encontró con un vecino, que le saludó efusivamente. Lo más extraño de todo estribaba en que aquel vecino apenas le había saludado en los muchos años que llevaba residiendo en aquel edificio.
Pero ahí no terminaron las sorpresas, pues a medida que caminaba por la calle, toda persona con la que se cruzaba le sonreía de oreja a oreja y le saludaba como si le conociera de toda la vida. Al llegar al trabajo, todos los compañeros dejaron cuanto hacían en aquel momento y se precipitaron a colmarle de apretones de mano, abrazos y entusiastas palmadicas en la espalda.
El barrendero no daba crédito de lo que le acaecía. ¿Qué ocurría? ¿Todos habían enloquecido?
Y al volver a la calle, ya vestido de uniforme, se produjo lo nunca visto hasta entonces. El tráfico se detuvo a su paso, los conductores se apearon de sus vehículos, los peatones le rodearon; todos sonreían, todos le miraban con una mezcla de devoción y asombro; y todos, todos, al unísono, estallaron en una interminable ovación. A su paso, los aplausos se extendieron por las calles de la ciudad.
El barrendero sintió pánico y echó a correr. Por doquier topaba con desconocidos que se deshacían en sonrisas hacia él ¡y hasta le arrojaban flores y guirnaldas desde los balcones y las ventanas! Le acercaban niños para que los acariciase...
Corrió y corrió hasta salir de la ciudad, huyendo de aquel delirio que le apabullaba. Por fin recaló en un campo, desierto, al abrigo de toda mirada, un verdadero refugio de calma y silencio. Y respiró hondo, muy hondo.
Absorto como andaba después de cuanto acababa de vivir, tropezó y cayó a tierra. Había hallado unos rieles de ferrocarril, allí abandonados en medio del campo.
Recordó que hace muchos años, de muy niño, sus padres le llevaron entren al pueblo. Años más tarde, se clausuró aquella línea ferroviaria, y ya nunca había vuelto al pueblo de sus ancestros. Aquellos recuerdos le sumergieron en la nostalgia... Sus padres, sus hermanos, el pueblo, los abuelos, la infancia, la dorada infancia...
Un silbido de locomotora le extrajo de la ensoñación. A lo lejos columbró un penacho de humo. Los rieles comenzaron a vibrar. Un tren se acercaba ¿cómo era posible?
El tren se detuvo, y el barrendero sintió un irremediable deseo de subir. Una vez dentro del tren, éste reemprendió la marcha, alejándose lentamente, devolviendo al campo su silencio y tranquilidad.
La ciudad entera lamentó la desaparición del idolatrado barrendero. Las calles ya no lucían tan limpias como cuando él aún estaba con ellos. Su casa museo se convirtió en un templo de peregrinación, donde muchos reconocieron como suyos algunos de los restos que el barrendero había ido guardando durante toda su carrera.
Y así es como aquel nombre anónimo, aquel engranaje imperceptible de la sociedad, aquella sombra invisible, recibió el homenaje de unos vecinos y conciudadanos orgullosos de haberle conocido, de haber compartido y disfrutado con él la vida.
Un abrazo
domingo, 20 de enero de 2013
La vida
Querido amigo:
El doctor leía el periódico en el tranvía. Hastiado de la plétora de negatividad, levantó la vista y observó a los viajeros que compartían con él aquel trayecto, en aquel preciso momento, en dirección a las afueras de la ciudad.
Semblantes serios, ojos extraviados en profundos pensamientos, mutismo, opacidad, impenetrables estatuas que se aferraban a los asideros para contrarrestar la inercia de los frenazos. Uno de estos desequilibró al absorto doctor, que tropezó levemente con una joven.
- Disculpe - se excusó el doctor, procurando sonreír, más por cortesía que por convicción, pues el empujón no había pasado de un leve contacto en el hombro de la muchacha, incapaz de haberla lastimado.
Como respuesta, la chica le devolvió una mirada cargada de rencor y odio. Azorado ante tan desproporcionada reacción, el doctor se apeó y optó por culminar su viaje a pie, hasta la siguiente parada, donde se alzaba el hospital.
El doctor ejercía desde hacía ya muchos años, y nunca había dejado de admirarse ante el misterio de la vida. La vida, la vida,... se repetía una y otra vez... Si la joven del tranvía se hubiera planteado alguna vez semejante cuestión, probablemente no le hubiera mirado con tanta furia.
El doctor se había sumergido en extensos tratados de Medicina, reflexionando sobre los procesos, reacciones y pormenores que posibilitaban la vida, mas no lograba encontrar respuesta al significado de la vida en sí, que no se reducía a una compleja mixtura químico física, que nadie había conseguido replicar en un laboratorio y que, no obstante, determinaba la conciencia, la razón y el alma de cada ser humano.
Una vez en el hospital, inició sus visitas con una paciente cuya grave dolencia le preocupaba más que las del resto de enfermos de su planta. Aquella mujer se moría.
- ¿Qué tal has pasado la noche? - preguntó el doctor, procurando forzar cierto optimismo en su tono, aún sabiendo que el dolor atravesaba a aquella pobre mujer como una lanza incandescente.
- Muy bien doctor ¿y usted? - replicó ella, con un hilo de voz... y una sonrisa.
Aunque todos los años de experiencia parecían haber encallecido el sentimiento del maduro galeno, había gestos como aquella sonrisa de la moribunda que todavía lograban desmoronar cuanto de distante científico maquillaba la sensible alma del doctor. En aquella mujer había vida, lo reconoció en cómo había respondido, en cómo había esbozado una sonrisa. Había vida... ardía la esperanza, brillaba la dignidad.
El doctor propuso ingresarla en el quirófano en aquel mismo instante. Aún restaba por tirar del último hilo bioquímico que mantenía a su paciente en este mundo. La paciente accedió con otra sonrisa.
Y la operación se prolongó más de lo esperado... El doctor y su equipo ataron y desataron en las entrañas de la mujer, en un desesperado intento de vencer al tiempo. Y el reloj giraba y giraba, hora tras hora, acompañando al sol en su sempiterno vuelo por el firmamento. Horas y horas de sudor y suspiros contenidos, de diálogo abierto con la mecánica de un organismo que iba y volvía. Y en uno de aquellos lances, el pulso de la paciente se apagó, sumiendo al equipo médico en una dolorosa frustración.
El doctor abandonó el quirófano abatido y, como poseído por la desolación, vagó a lo largo de pasillos y pasillos, sin catarse de los saludos de sus colegas, de las preguntas de las enfermeras, de las miradas circunspectas de las visitas, del color de las paredes, del parpadeo de la lámpara del ascensor... hasta desplomarse de rodillas en la capilla. Allí tomó nueva conciencia de la débil condición humana, alzando la mirada al Crucificado; de la grandeza, de la libertad y coraje que palpitan en un corazón que se apaga, en un cuerpo decadente y, sin embargo, poseído por una eterna aspiración hacia lo incomprensible, lo impalpable, lo impronunciable... La luz del crepúsculo se filtraba por las vidrieras, envolviendo al doctor en una atmósfera de caramelo y ciruela.
La anestesista irrumpió corriendo en la capilla.
- ¡Doctor, regrese al quirófano de inmediato!
Siguieron nuevas horas de incertidumbre, de infatigable batalla por reanimar la vida que había retornado al cuerpo casi vencido de la paciente. El doctor no se separó de ella hasta que, consumida la anestesia, la sonrisa floreció de nuevo en aquel lívido rostro.
Ya entrada la madrugada, el tranvía devolvía al doctor al centro de la ciudad. ¿Qué era la vida? seguía cuestionándose... Los demás viajeros lucían rostros saludables, serenos, confiados en que volverían a contemplar el alba pocas horas más tarde. El doctor les contemplaba desde la altura del ser humano, débil y vulnerable, esclavo de sus pasiones, cuya existencia aún guardaba el calor del testimonio de un milagro.
Su paciente vivía, muchos de los viajeros de aquel tranvía, no. Una sonrisa como la de aquella paciente desmentía que la vida se asemejara a un fortuito compendio de reacciones químicas, a un sinsentido, a un misterioso brebaje de polvo de estrellas, a una arbitrariedad cósmica.... La vida verdadera permanecería en el misterio para la Humanidad, pero quienquiera hubiera presenciado la luz que irradiaba aquella sonrisa, no se resignaría a las vacuas aspiraciones materiales de un cerebro preso en un cuerpo que se deteriora con los años, sino que creería en un alma humana destinada a mucho más, mucho, mucho más... Bajo esta dimensión, el doctor volvió a mirar a los viajeros del tranvía y se emocionó con la vida ¡la vida! Un sentimiento que no podía mancillarse con una fortuita mirada de rencor, como la que le había propinado aquella joven por la mañana; un sentimiento de grandeza, esperanza y libertad eternas, ante el cual la atónita razón del científico se deslumbraba.
Un abrazo
El doctor leía el periódico en el tranvía. Hastiado de la plétora de negatividad, levantó la vista y observó a los viajeros que compartían con él aquel trayecto, en aquel preciso momento, en dirección a las afueras de la ciudad.
Semblantes serios, ojos extraviados en profundos pensamientos, mutismo, opacidad, impenetrables estatuas que se aferraban a los asideros para contrarrestar la inercia de los frenazos. Uno de estos desequilibró al absorto doctor, que tropezó levemente con una joven.
- Disculpe - se excusó el doctor, procurando sonreír, más por cortesía que por convicción, pues el empujón no había pasado de un leve contacto en el hombro de la muchacha, incapaz de haberla lastimado.
Como respuesta, la chica le devolvió una mirada cargada de rencor y odio. Azorado ante tan desproporcionada reacción, el doctor se apeó y optó por culminar su viaje a pie, hasta la siguiente parada, donde se alzaba el hospital.
El doctor ejercía desde hacía ya muchos años, y nunca había dejado de admirarse ante el misterio de la vida. La vida, la vida,... se repetía una y otra vez... Si la joven del tranvía se hubiera planteado alguna vez semejante cuestión, probablemente no le hubiera mirado con tanta furia.
El doctor se había sumergido en extensos tratados de Medicina, reflexionando sobre los procesos, reacciones y pormenores que posibilitaban la vida, mas no lograba encontrar respuesta al significado de la vida en sí, que no se reducía a una compleja mixtura químico física, que nadie había conseguido replicar en un laboratorio y que, no obstante, determinaba la conciencia, la razón y el alma de cada ser humano.
Una vez en el hospital, inició sus visitas con una paciente cuya grave dolencia le preocupaba más que las del resto de enfermos de su planta. Aquella mujer se moría.
- ¿Qué tal has pasado la noche? - preguntó el doctor, procurando forzar cierto optimismo en su tono, aún sabiendo que el dolor atravesaba a aquella pobre mujer como una lanza incandescente.
- Muy bien doctor ¿y usted? - replicó ella, con un hilo de voz... y una sonrisa.
Aunque todos los años de experiencia parecían haber encallecido el sentimiento del maduro galeno, había gestos como aquella sonrisa de la moribunda que todavía lograban desmoronar cuanto de distante científico maquillaba la sensible alma del doctor. En aquella mujer había vida, lo reconoció en cómo había respondido, en cómo había esbozado una sonrisa. Había vida... ardía la esperanza, brillaba la dignidad.
El doctor propuso ingresarla en el quirófano en aquel mismo instante. Aún restaba por tirar del último hilo bioquímico que mantenía a su paciente en este mundo. La paciente accedió con otra sonrisa.
Y la operación se prolongó más de lo esperado... El doctor y su equipo ataron y desataron en las entrañas de la mujer, en un desesperado intento de vencer al tiempo. Y el reloj giraba y giraba, hora tras hora, acompañando al sol en su sempiterno vuelo por el firmamento. Horas y horas de sudor y suspiros contenidos, de diálogo abierto con la mecánica de un organismo que iba y volvía. Y en uno de aquellos lances, el pulso de la paciente se apagó, sumiendo al equipo médico en una dolorosa frustración.
El doctor abandonó el quirófano abatido y, como poseído por la desolación, vagó a lo largo de pasillos y pasillos, sin catarse de los saludos de sus colegas, de las preguntas de las enfermeras, de las miradas circunspectas de las visitas, del color de las paredes, del parpadeo de la lámpara del ascensor... hasta desplomarse de rodillas en la capilla. Allí tomó nueva conciencia de la débil condición humana, alzando la mirada al Crucificado; de la grandeza, de la libertad y coraje que palpitan en un corazón que se apaga, en un cuerpo decadente y, sin embargo, poseído por una eterna aspiración hacia lo incomprensible, lo impalpable, lo impronunciable... La luz del crepúsculo se filtraba por las vidrieras, envolviendo al doctor en una atmósfera de caramelo y ciruela.
La anestesista irrumpió corriendo en la capilla.
- ¡Doctor, regrese al quirófano de inmediato!
Siguieron nuevas horas de incertidumbre, de infatigable batalla por reanimar la vida que había retornado al cuerpo casi vencido de la paciente. El doctor no se separó de ella hasta que, consumida la anestesia, la sonrisa floreció de nuevo en aquel lívido rostro.
Ya entrada la madrugada, el tranvía devolvía al doctor al centro de la ciudad. ¿Qué era la vida? seguía cuestionándose... Los demás viajeros lucían rostros saludables, serenos, confiados en que volverían a contemplar el alba pocas horas más tarde. El doctor les contemplaba desde la altura del ser humano, débil y vulnerable, esclavo de sus pasiones, cuya existencia aún guardaba el calor del testimonio de un milagro.
Su paciente vivía, muchos de los viajeros de aquel tranvía, no. Una sonrisa como la de aquella paciente desmentía que la vida se asemejara a un fortuito compendio de reacciones químicas, a un sinsentido, a un misterioso brebaje de polvo de estrellas, a una arbitrariedad cósmica.... La vida verdadera permanecería en el misterio para la Humanidad, pero quienquiera hubiera presenciado la luz que irradiaba aquella sonrisa, no se resignaría a las vacuas aspiraciones materiales de un cerebro preso en un cuerpo que se deteriora con los años, sino que creería en un alma humana destinada a mucho más, mucho, mucho más... Bajo esta dimensión, el doctor volvió a mirar a los viajeros del tranvía y se emocionó con la vida ¡la vida! Un sentimiento que no podía mancillarse con una fortuita mirada de rencor, como la que le había propinado aquella joven por la mañana; un sentimiento de grandeza, esperanza y libertad eternas, ante el cual la atónita razón del científico se deslumbraba.
Un abrazo
domingo, 13 de enero de 2013
El pianista
Querido amigo:
Cuando Félix cumplió 10 años, sus padres cedieron a su pasión y consintieron en que tomara lecciones de piano. De manera que acudía a casa de una profesora todas las tardes al salir de la escuela.
La música había acompañado a Félix desde la cuna. De la mano de sus padres, el niño había aprendido a reconocer a los clásicos, cuyas piezas más célebres conocía y silbaba. Le apasionaba aquel misterio por el cuál la combinación de ondas sonoras penetraba hasta el fondo del alma, arrancando los más profundos sentimientos.
La tarde en que iba a tomar su primera lección de piano, apenas prestó atención a las clases del colegio. Soñaba con devenir un gran compositor, un virtuoso del piano que recorriera los mejores teatros del mundo cosechando alabanzas y premios.
Sin embargo, la señora Elena, su profesora de piano, no le permitió ni acercarse al apreciado instrumento. La primera lección, así como las que sucedieron a lo largo de casi tres meses, se concentró en el solfeo. Y así solfeando, a los pocos días se apagó la pasión de Félix por el piano.
El día menos esperado, la señora Elena sentó a Félix frente al teclado. El niño temblaba de emoción, por fin aprendería a tocar. Sin embargo, aquel como los días que siguieron, apenas se limitó a pulsar unas pocas teclas. La señora Elena se distraía en pormenores como la postura, los ritmos, la posición de las manos... sin permitirle jugar a interpretar las grandes obras. Todavía no estás preparado..., le repetía una y otra vez, cuando Félix se impacientaba.
Unos meses después, la señora Elena colocó una partitura sobre el atril. Se trataba de una canción popular infantil. Félix se deshacía de ganas por demostrar sus virtudes de pianista, pero tales virtudes no se manifestaron aquella tarde, ni las que siguieron. No tardó en comprender que había subestimado a aquel hermoso instrumento. El piano se le resistía. Incluso una pieza tan simple como aquella canción infantil representaba un enorme esfuerzo de concentración. Con una maño había de sostener el ritmo, mientras que con la otra había de interpretar la melodía. Los dedos se le enredaban, tropezando entre sí. Paciencia, no corras... insistía dulcemente la señora Elena.
Félix se desanimaba, se desesperaba. Tras miles de ensayos frustrados, había terminado por detestar aquella canción popular que tanto le había gustado al principio. Sugirió cambiar a otra partitura, pero la señora Elena no claudicó y se negó a ensayar otra pieza hasta que Félix no dominara la canción infantil.
Horas y horas de ensayos, seguidas por las lágrimas de frustración que Félix derramaba por las noches al reconocerse a si mismo que carecía de aptitudes para el piano, que habría de abandonar sus delirios de gran pianista.
Le faltaba talento, se excusaba ante la señora Elena cuando cometía otro fallo, y ella con dulzura le contestaba que el talento brotaría con paciencia y perseverancia. Y así fue. Al terminar el primer año de lecciones, Félix interpretó la canción infantil ante sus padres y hermanos, cosechando felicitaciones y aplausos. Y cuando había visita en casa, siempre le instaban a interpretar la canción al piano.
Y la historia de esta canción se repitió a lo largo de los años. Años de esfuerzo y fatigas, logros y fracasos. Una canción, otra, otra... Cada partitura más complicada que la anterior... Poco a poco, venciendo, sobreponiéndose a los fallos. Entre el piano y Félix se forjó una profunda relación.
Escuchando ensayar a Félix, la señora Elena afirmaba sentir si éste se encontraba alegre o triste, pues el estado de ánimo del alumno se confundía de alguna manera con la pieza que interpretaba. Paradójicamente, Félix podía transmitir tristeza al tocar una pieza alegre, así como alegría al interpretar una lenta.
Amigo mío, este cuento de Félix duró mientras éste vivió. Atrás quedó la señora Elena y sus lecciones. Con ella, Félix aprendió a respetar al piano, extirpando fantasías de éxito que reducían al instrumento a un "mero instrumento". El piano significaba mucho más, un compañero, un amigo fiel que jamás le abandonaría. A medida que sufría para arrebatarle sus complejos matices, Félix iba compenetrándose profundamente con el piano y, olvidada la abrasadora y pueril pasión inicial, se agrandaba su amor por él. Un amor verdadero e indestructible.
Félix nunca llegó a convertirse en pianista profesional, pero sumidos en una misma soledad, su piano y él volaron juntos por las mayores esferas musicales, durante largos e íntimos conciertos, auténticas conversaciones con Mozart, Beethoven, Listz, Haydn, Schumann, Mendelson, Chopin, Tchaikovsky,.. y tantos otros grandes compositores, que revivían en el alma del músico. Y este Félix cualquiera, se descubría a si mismo durante estos conciertos, ya que cada partitura esconde inextricables caminos para interpretarse, caminos que exploraba el pianista ignorando a dónde le conducirían.
Amigo mío, ya llegamos al final de este cuento de amor. La peregrinación de Félix por la Música a bordo de su piano nos presenta ante el misterio del amor, un misterio en el que se acrisola el conocimiento, el respeto, la dedicación, el sufrimiento... un misterio que colma el alma y vence al tiempo y al espacio.
Un abrazo
Cuando Félix cumplió 10 años, sus padres cedieron a su pasión y consintieron en que tomara lecciones de piano. De manera que acudía a casa de una profesora todas las tardes al salir de la escuela.
La música había acompañado a Félix desde la cuna. De la mano de sus padres, el niño había aprendido a reconocer a los clásicos, cuyas piezas más célebres conocía y silbaba. Le apasionaba aquel misterio por el cuál la combinación de ondas sonoras penetraba hasta el fondo del alma, arrancando los más profundos sentimientos.
La tarde en que iba a tomar su primera lección de piano, apenas prestó atención a las clases del colegio. Soñaba con devenir un gran compositor, un virtuoso del piano que recorriera los mejores teatros del mundo cosechando alabanzas y premios.
Sin embargo, la señora Elena, su profesora de piano, no le permitió ni acercarse al apreciado instrumento. La primera lección, así como las que sucedieron a lo largo de casi tres meses, se concentró en el solfeo. Y así solfeando, a los pocos días se apagó la pasión de Félix por el piano.
El día menos esperado, la señora Elena sentó a Félix frente al teclado. El niño temblaba de emoción, por fin aprendería a tocar. Sin embargo, aquel como los días que siguieron, apenas se limitó a pulsar unas pocas teclas. La señora Elena se distraía en pormenores como la postura, los ritmos, la posición de las manos... sin permitirle jugar a interpretar las grandes obras. Todavía no estás preparado..., le repetía una y otra vez, cuando Félix se impacientaba.
Unos meses después, la señora Elena colocó una partitura sobre el atril. Se trataba de una canción popular infantil. Félix se deshacía de ganas por demostrar sus virtudes de pianista, pero tales virtudes no se manifestaron aquella tarde, ni las que siguieron. No tardó en comprender que había subestimado a aquel hermoso instrumento. El piano se le resistía. Incluso una pieza tan simple como aquella canción infantil representaba un enorme esfuerzo de concentración. Con una maño había de sostener el ritmo, mientras que con la otra había de interpretar la melodía. Los dedos se le enredaban, tropezando entre sí. Paciencia, no corras... insistía dulcemente la señora Elena.
Félix se desanimaba, se desesperaba. Tras miles de ensayos frustrados, había terminado por detestar aquella canción popular que tanto le había gustado al principio. Sugirió cambiar a otra partitura, pero la señora Elena no claudicó y se negó a ensayar otra pieza hasta que Félix no dominara la canción infantil.
Horas y horas de ensayos, seguidas por las lágrimas de frustración que Félix derramaba por las noches al reconocerse a si mismo que carecía de aptitudes para el piano, que habría de abandonar sus delirios de gran pianista.
Le faltaba talento, se excusaba ante la señora Elena cuando cometía otro fallo, y ella con dulzura le contestaba que el talento brotaría con paciencia y perseverancia. Y así fue. Al terminar el primer año de lecciones, Félix interpretó la canción infantil ante sus padres y hermanos, cosechando felicitaciones y aplausos. Y cuando había visita en casa, siempre le instaban a interpretar la canción al piano.
Y la historia de esta canción se repitió a lo largo de los años. Años de esfuerzo y fatigas, logros y fracasos. Una canción, otra, otra... Cada partitura más complicada que la anterior... Poco a poco, venciendo, sobreponiéndose a los fallos. Entre el piano y Félix se forjó una profunda relación.
Escuchando ensayar a Félix, la señora Elena afirmaba sentir si éste se encontraba alegre o triste, pues el estado de ánimo del alumno se confundía de alguna manera con la pieza que interpretaba. Paradójicamente, Félix podía transmitir tristeza al tocar una pieza alegre, así como alegría al interpretar una lenta.
Amigo mío, este cuento de Félix duró mientras éste vivió. Atrás quedó la señora Elena y sus lecciones. Con ella, Félix aprendió a respetar al piano, extirpando fantasías de éxito que reducían al instrumento a un "mero instrumento". El piano significaba mucho más, un compañero, un amigo fiel que jamás le abandonaría. A medida que sufría para arrebatarle sus complejos matices, Félix iba compenetrándose profundamente con el piano y, olvidada la abrasadora y pueril pasión inicial, se agrandaba su amor por él. Un amor verdadero e indestructible.
Félix nunca llegó a convertirse en pianista profesional, pero sumidos en una misma soledad, su piano y él volaron juntos por las mayores esferas musicales, durante largos e íntimos conciertos, auténticas conversaciones con Mozart, Beethoven, Listz, Haydn, Schumann, Mendelson, Chopin, Tchaikovsky,.. y tantos otros grandes compositores, que revivían en el alma del músico. Y este Félix cualquiera, se descubría a si mismo durante estos conciertos, ya que cada partitura esconde inextricables caminos para interpretarse, caminos que exploraba el pianista ignorando a dónde le conducirían.
Amigo mío, ya llegamos al final de este cuento de amor. La peregrinación de Félix por la Música a bordo de su piano nos presenta ante el misterio del amor, un misterio en el que se acrisola el conocimiento, el respeto, la dedicación, el sufrimiento... un misterio que colma el alma y vence al tiempo y al espacio.
Un abrazo
lunes, 7 de enero de 2013
A los Reyes Magos
Querido amigo:
Aquel 5 de Enero había transcurrido en un puro frenesí de cierre de contabilidad.
En la empresa, el trabajo se había ido acumulando durante las fiestas navideñas, obligando a doblar los esfuerzos para aliviar la congestión. El reloj marcaba las once de la noche cuando Paco, el contable, apagó las luces de la oficina y salió a la calle. Se notaba tan cansado que el camino de vuelta a casa se le hacía una proeza heroica. Una hora a pie bajo aquel viento gélido, porque había huelga en el transporte público.
Al pasar por delante de un bar decidió entrar a calentarse.
- Un whisky... ¡sin hielo! por favor - pidió casi sin voz - ¡Perdone! Por favor, que sea doble -.
Tras aquel whisky vino otro, y otro. Paco paladeaba el licor, deseando olvidar en cada trago, pero los recuerdos afluían a su mente como un carrusel desbocado. Siempre le habían tachado de romántico...
Paco, el alegre Paco, con cuyas historias disfrutaba toda la familia, sus papás y sus hermanos, en las vísperas de Reyes, sentados alrededor del abeto decorado de luces, con el Mesías de Haendel sonando en el radio casette... Y Paco, con una taza de chocolate en la mano, se inventaba aquella historia del Rey Baltasar que se perdió por los tejados de Madrid, porque había mucha niebla... ¿Y qué pasó luego? preguntaba su hermanica pequeña... Había un pajecillo muy listo que abrigó una gran idea para hallar a Su Majestad... Y la imaginación de Paco guiaba a toda la familia hasta que, ya muy tarde, los papás disponían que todos se acostaran para no entorpecer la labor de los Reyes Magos. Pero antes, había que dejar las zapatillas al pie del abeto navideño... Y leche con galletas para los Reyes, que necesitarán reponer fuerzas... se empeñaba la pequeña de la familia. Y una vela encendida para que Baltasar no vuelva a perderse... concluía Paco antes de retirarse a dormir.
Todos aquellos momentos se abalanzaban sobre el nostálgico contable, sorbo a sorbo de aquel whisky traidor, que sin piedad, le enredaba en la maraña del pasado. Paco suspiró ante el presente. Hacía años que se había vaciado su fantasía, castigada por las muchas preocupaciones del día a día. Siempre rodeado de albaranes y balances, con su niñez se perdieron las viejas historias de Navidad. Además, la familia se había disgregado y las distancias habían impedido que se reunieran a rememorar aquellas felices veladas navideñas.
Cuando los Reyes Magos entraron en el bar le hallaron con los ojos fijos mirando el espejo de la barra. Aquellos Melchor, Gaspar y Baltasar, acababan de despedirse de los pajes y carteros, de los saltimbanquis y titiriteros, de los malabaristas y magos, y de los prestidigitadores y payasos, junto a quienes habían compartido la tradicional cabalgata que congregaba a toda la chiquillería de aquel barrio humilde de la ciudad. Ateridos de frío después de varias horas a la intemperie, Sus Majestades apetecieron tomar un café bien calentico para entrar en calor.
Al despertar de su ensoñación, Paco se vio rodeado de los magos del Oriente, con sus largas y rizadas barbas, sus relucientes coronas, sus ricos mantos de terciopelo ribeteados de armiño. Creyó que alucinaba y apartó el vaso de whisky, resuelto a pagar y volver a casa.
- ¿Va a dejar libre el banquete? - inquirió Melchor.
- Perdone Majestad... - respondió Paco, saltando del banquete para cederlo a Su Majestad. - me había despistado-.
El whisky y los nostálgicos recuerdos habían deformado tanto la realidad de Paco, que en verdad éste se convenció que los Reyes Magos en carne y hueso se habían presentado en aquel perdido bar para devolverle a la feliz infancia.
- Majestades - comenzó Paco, con la voz empapada de emoción. - Majestades, no imaginan cuánto me alegra volver a verles... Yo, yo soy contable. Trabajo aquí al lado, en una gestoría. Majestades, yo no he sido muy bueno, me merezco sólo carbón... Pero de ahora en adelante me portaré bien... -.
Los Reyes Magos no daban crédito a las palabras de aquel borrachín. ¿Les estaba tomando el pelo o de veras creía que ellos eran los auténticos Melchor, Gaspar y Baltasar? Se cruzaron miradas de asombro y, tras un guiño de Gaspar, resolvieron por seguirle la corriente al contable, en cuyas mejillas resbalaban gordos lagrimones.
- ¿Y qué deseas que te traigamos esta noche? ¿Una botellita de whisky, tal vez? - indagó con sorna Gaspar.
- No, no Majestades... Yo no suelo beber... Hoy se me ha ido un poco la mano porque sentía la angustia aquí en la garganta, ahogándome de pena, recordando que mis padres y hermanos viven lejos de aquí y no nos hemos podido juntar para celebrar la Navidad como antaño, entre historias, villancicos, dulces y risas... Necesitaba cobrar ánimo para volver a casa... Solo, solo...-.
- Entonces, amigo mío - medió Baltasar, traspasado de pena al comprender al buen contable - no bebas más por hoy. Regresa a tu casa y duerme, que mañana será otro día y quizás te aguarden muchas sorpresas-.
Melchor sacó de su bolsillo el patuco que se había perdido de alguna de las muchas muñecas que habían repartido durante la cabalgata.
- Toma, buen hombre, para que te acuerdes de los Reyes Magos. No pierdas este patuquito, y cuando llegues a casa déjalo en la ventana para que sepamos que ahí vive un joven muy bueno al que no hemos de olvidar-.
Tocaban la medianoche en el campanario de una parroquia vecina cuando Paco abandonó el bar. Caminó soportando el frío viento que le helaba el rostro. Al llegar a la puerta de su casa sacó las llaves y, tras varios ensayos, logró acertar a introducirlas en la cerradura. No se dio cuenta de que el patuco caía sobre el felpudo al rebuscar el llavero en su bolsillo.
Una vez dentro, se desplomó sobre el sofá. Una lagrima brotaba, como un arroyuelo de hilo, por su mejilla.
A la mañana siguiente le despertó el timbre de la puerta. Se levantó del sofá algo aturdido. El traje se le había arrugado un poco. Se atusó un poco el pelo y abrió. Se encontró con una hermosa joven.
- Hola, soy Irene, tu vecina. He visto el patuco en el felpudo y pensé que lo habrías perdido - dijo la joven, que disimulaba el rubor que le producía presentarse en casa de su vecino con una excusa tan burda. Ya hacía tiempo que había puesto los ojos en Paco, pero hasta aquel día no había encontrado oportunidad alguna para entrarle.
No seguiré contando más, querido amigo lector. Ya imaginarás que Paco e Irene se enamoraron y terminaron casándose. Al año siguiente, por Reyes, Paco salió muy tarde de trabajar, pero en lugar de entrar en un bar, se dirigió directamente a casa para contarle un cuento navideño a Irene, y dar cuenta de un delicioso roscón con chocolate. A Irene le tocó la sorpresa.
- Pero yo tengo una sorpresa para ti, Paco. Piensa un deseo... -.
Paco cerró los ojos y recordó su frugal encuentro con los Reyes Magos. ¿Qué deseo? ¿Qué más podía desear en la vida?
- ¿Un hijo? - se le escapó.
Irene le dio un beso enorme y sonrió.
Efectivamente, la familia creció y creció. Volvieron las historias de Navidad... ¿Y cómo te encontraron los Reyes, papá? ¿Qué había dentro del patuco? preguntaba su hijo pequeño, mordiendo el turrón duro. Y Paco sonreía, con la mirada puesta en el Nacimiento, donde el Niño Jesús descansaba sobre un cálido patuco de lana.
Un abrazo
Aquel 5 de Enero había transcurrido en un puro frenesí de cierre de contabilidad.
En la empresa, el trabajo se había ido acumulando durante las fiestas navideñas, obligando a doblar los esfuerzos para aliviar la congestión. El reloj marcaba las once de la noche cuando Paco, el contable, apagó las luces de la oficina y salió a la calle. Se notaba tan cansado que el camino de vuelta a casa se le hacía una proeza heroica. Una hora a pie bajo aquel viento gélido, porque había huelga en el transporte público.
Al pasar por delante de un bar decidió entrar a calentarse.
- Un whisky... ¡sin hielo! por favor - pidió casi sin voz - ¡Perdone! Por favor, que sea doble -.
Tras aquel whisky vino otro, y otro. Paco paladeaba el licor, deseando olvidar en cada trago, pero los recuerdos afluían a su mente como un carrusel desbocado. Siempre le habían tachado de romántico...
Paco, el alegre Paco, con cuyas historias disfrutaba toda la familia, sus papás y sus hermanos, en las vísperas de Reyes, sentados alrededor del abeto decorado de luces, con el Mesías de Haendel sonando en el radio casette... Y Paco, con una taza de chocolate en la mano, se inventaba aquella historia del Rey Baltasar que se perdió por los tejados de Madrid, porque había mucha niebla... ¿Y qué pasó luego? preguntaba su hermanica pequeña... Había un pajecillo muy listo que abrigó una gran idea para hallar a Su Majestad... Y la imaginación de Paco guiaba a toda la familia hasta que, ya muy tarde, los papás disponían que todos se acostaran para no entorpecer la labor de los Reyes Magos. Pero antes, había que dejar las zapatillas al pie del abeto navideño... Y leche con galletas para los Reyes, que necesitarán reponer fuerzas... se empeñaba la pequeña de la familia. Y una vela encendida para que Baltasar no vuelva a perderse... concluía Paco antes de retirarse a dormir.
Todos aquellos momentos se abalanzaban sobre el nostálgico contable, sorbo a sorbo de aquel whisky traidor, que sin piedad, le enredaba en la maraña del pasado. Paco suspiró ante el presente. Hacía años que se había vaciado su fantasía, castigada por las muchas preocupaciones del día a día. Siempre rodeado de albaranes y balances, con su niñez se perdieron las viejas historias de Navidad. Además, la familia se había disgregado y las distancias habían impedido que se reunieran a rememorar aquellas felices veladas navideñas.
Cuando los Reyes Magos entraron en el bar le hallaron con los ojos fijos mirando el espejo de la barra. Aquellos Melchor, Gaspar y Baltasar, acababan de despedirse de los pajes y carteros, de los saltimbanquis y titiriteros, de los malabaristas y magos, y de los prestidigitadores y payasos, junto a quienes habían compartido la tradicional cabalgata que congregaba a toda la chiquillería de aquel barrio humilde de la ciudad. Ateridos de frío después de varias horas a la intemperie, Sus Majestades apetecieron tomar un café bien calentico para entrar en calor.
Al despertar de su ensoñación, Paco se vio rodeado de los magos del Oriente, con sus largas y rizadas barbas, sus relucientes coronas, sus ricos mantos de terciopelo ribeteados de armiño. Creyó que alucinaba y apartó el vaso de whisky, resuelto a pagar y volver a casa.
- ¿Va a dejar libre el banquete? - inquirió Melchor.
- Perdone Majestad... - respondió Paco, saltando del banquete para cederlo a Su Majestad. - me había despistado-.
El whisky y los nostálgicos recuerdos habían deformado tanto la realidad de Paco, que en verdad éste se convenció que los Reyes Magos en carne y hueso se habían presentado en aquel perdido bar para devolverle a la feliz infancia.
- Majestades - comenzó Paco, con la voz empapada de emoción. - Majestades, no imaginan cuánto me alegra volver a verles... Yo, yo soy contable. Trabajo aquí al lado, en una gestoría. Majestades, yo no he sido muy bueno, me merezco sólo carbón... Pero de ahora en adelante me portaré bien... -.
Los Reyes Magos no daban crédito a las palabras de aquel borrachín. ¿Les estaba tomando el pelo o de veras creía que ellos eran los auténticos Melchor, Gaspar y Baltasar? Se cruzaron miradas de asombro y, tras un guiño de Gaspar, resolvieron por seguirle la corriente al contable, en cuyas mejillas resbalaban gordos lagrimones.
- ¿Y qué deseas que te traigamos esta noche? ¿Una botellita de whisky, tal vez? - indagó con sorna Gaspar.
- No, no Majestades... Yo no suelo beber... Hoy se me ha ido un poco la mano porque sentía la angustia aquí en la garganta, ahogándome de pena, recordando que mis padres y hermanos viven lejos de aquí y no nos hemos podido juntar para celebrar la Navidad como antaño, entre historias, villancicos, dulces y risas... Necesitaba cobrar ánimo para volver a casa... Solo, solo...-.
- Entonces, amigo mío - medió Baltasar, traspasado de pena al comprender al buen contable - no bebas más por hoy. Regresa a tu casa y duerme, que mañana será otro día y quizás te aguarden muchas sorpresas-.
Melchor sacó de su bolsillo el patuco que se había perdido de alguna de las muchas muñecas que habían repartido durante la cabalgata.
- Toma, buen hombre, para que te acuerdes de los Reyes Magos. No pierdas este patuquito, y cuando llegues a casa déjalo en la ventana para que sepamos que ahí vive un joven muy bueno al que no hemos de olvidar-.
Tocaban la medianoche en el campanario de una parroquia vecina cuando Paco abandonó el bar. Caminó soportando el frío viento que le helaba el rostro. Al llegar a la puerta de su casa sacó las llaves y, tras varios ensayos, logró acertar a introducirlas en la cerradura. No se dio cuenta de que el patuco caía sobre el felpudo al rebuscar el llavero en su bolsillo.
Una vez dentro, se desplomó sobre el sofá. Una lagrima brotaba, como un arroyuelo de hilo, por su mejilla.
A la mañana siguiente le despertó el timbre de la puerta. Se levantó del sofá algo aturdido. El traje se le había arrugado un poco. Se atusó un poco el pelo y abrió. Se encontró con una hermosa joven.
- Hola, soy Irene, tu vecina. He visto el patuco en el felpudo y pensé que lo habrías perdido - dijo la joven, que disimulaba el rubor que le producía presentarse en casa de su vecino con una excusa tan burda. Ya hacía tiempo que había puesto los ojos en Paco, pero hasta aquel día no había encontrado oportunidad alguna para entrarle.
No seguiré contando más, querido amigo lector. Ya imaginarás que Paco e Irene se enamoraron y terminaron casándose. Al año siguiente, por Reyes, Paco salió muy tarde de trabajar, pero en lugar de entrar en un bar, se dirigió directamente a casa para contarle un cuento navideño a Irene, y dar cuenta de un delicioso roscón con chocolate. A Irene le tocó la sorpresa.
- Pero yo tengo una sorpresa para ti, Paco. Piensa un deseo... -.
Paco cerró los ojos y recordó su frugal encuentro con los Reyes Magos. ¿Qué deseo? ¿Qué más podía desear en la vida?
- ¿Un hijo? - se le escapó.
Irene le dio un beso enorme y sonrió.
Efectivamente, la familia creció y creció. Volvieron las historias de Navidad... ¿Y cómo te encontraron los Reyes, papá? ¿Qué había dentro del patuco? preguntaba su hijo pequeño, mordiendo el turrón duro. Y Paco sonreía, con la mirada puesta en el Nacimiento, donde el Niño Jesús descansaba sobre un cálido patuco de lana.
Un abrazo
domingo, 6 de enero de 2013
Los amigos
Querido amigo:
Se conocieron en la copa del castaño más alto del parque. El gato negro había trepado hasta ahí arriba en busca de las castañas más tiernas y sabrosas. La paloma blanca reposaba en una rama alta, y se asustó mucho al ver llegar al inesperado gato.
- No temas, que no pretendo hacerte daño - se excusó el gato.
La paloma, sin embargo, levantó el vuelo y se posó en otra rama, lo suficientemente lejos para que el gato no la alcanzara de un salto.
- Soy un gato vegetariano. No me gusta cazar ratones, pájaros o palomas. Sólo vengo en busca de ricas castañas con las que mitigar el hambre - prosiguió el gato - y no te molestaré. Disculpa por haber subido sin llamar.
La paloma observaba el festín que se daba aquel extraño gato con las castañas del árbol.
- ¡Oh, qué buenas están! ¿Quieres que te pele una, hermana paloma?
La verdad era que aquella paloma blanca no había probado bocado en todo el día. Se había refugiado en aquellas alturas pues se sentía sola y triste. Sin embargo, anhelaba poder picotear una de aquellas dulces castañas. Así que, muy despacico, saltando de rama en rama, se acercó a la castaña que el amable gato negro había apartado para ella.
Una vez saciada, la paloma se sintió de mejor humor.
- ¿Cómo es posible que no te guste cazar? ¡Todos los gatos cazan! Lo llevan en el instinto - indagó la paloma con curiosidad.
- Yo no soy gato ordinario, ya lo ves, soy un gato negro - replicó el felino.
- ¿Y eso qué tiene que ver? -.
- ¿Cómo? ¿No sabes que a nadie le gustan los gatos negros porque dicen que traemos mala suerte? - explicó el gato, lamiéndose las patas.
- No lo sabía - dijo la paloma - ¿Y tú también te sientes muy solo? -.
El gato contó a la paloma su triste historia. Él había sido el único hermano negro de su camada. Cuando sólo era un lactante sus hermanos se burlaban de él, y al crecer nadie quería tratos con él, pues la superstición le asociaba con la mala ventura. Allí donde iba, le echaban de todas partes. Incluso le arrojaban piedras para que se perdiera y no regresara jamás. Sólo y marginado, había trabado amistad con ratones y pajarillos, que le habían enseñado sus costumbres. Por ello no se aficionó a la caza, y optó por declararse un gato hervíboro.
A su vez, la paloma también poseía una triste historia. Al romper el cascarón, sus papás se enfadaron mucho al verla tan blanca como el armiño. El palomo y la paloma tenían otros pichones que alimentar, y temían que el blanquísimo plumón de la recién nacida atrajera a las alimañas del parque, poniendo en peligro a toda la familia. Por esta razón la abandonaron en cuanto se pudo valer sola, para salvar a los demás.
- Desde entonces siempre vago por las ramas más altas de los árboles, al abrigo de las miradas de los paseantes y lejos del alcance de los depredadores. Nadie más frecuenta estas alturas, por ello me sorprendiste desprevenida - aclaró la paloma blanca. - Las palomas blancas somos el símbolo de la Paz. Nos cazan para que adornemos actos benéficos y manifestaciones religiosas, sin tener en cuenta que las palomas blancas gozamos volando libres de aquí para allá - se lamentaba la pobre palomica.
- Hay muchos perros, gatos y ratones blancos ¿Por qué no les molestan a ellos? A los perros les encanta acaparar el protagonismo, les gustaría mucho convertirse en símbolos de la Paz - meditaba el gato.
- Pues ya lo ves... La han tomado con nosotras, las palomas blancas - respondió resignada la paloma. - También hay palomas, cuervos, perros y ratones negros como el carbón ¿Por qué sólo atraéis la mala suerte los gatos negros?
Entre estas profundas disertaciones se pasaron un buen rato. Luego se despidieron y cada uno se fue por su lado. La paloma blanca emprendió el vuelo y se alejó feliz por haber encontrado un alma gemela que compartía con ella tanta tristeza. Iba tan distraída reflexionando sobre los tópicos que amargaban las vidas de los gatos negros y las palomas blancas, que se enredó ella sola en una trampa para cazar palomas.
Un hombre la rescató de la red donde se veía atrapada y la encerró en una jaula. La pobre paloma revoloteaba desesperada, pero todo esfuerzo resultaba inútil.
- Va a ser verdad que los gatos negros portan mala fortuna - iba diciéndose a sí misma.
El gato negro había observado la caza de su amiga la paloma, y ya se barruntaba los nefastos pensamientos que sobre él debía albergar la pobrecilla, enjaulada en contra de su voluntad. Así que siguió al cazador hasta una pajarería, y aprovechó el primer descuido del dueño para colarse en ella y libertar a su amiga. Tan pronto escapó de la jaula, la paloma blanca revoloteó por toda la pajarería buscando la puerta hacia la libertad. Los perros que se encontraban en el local comenzaron a ladrar para alertar al dueño de la fuga. Uno de ellos, que se encontraba amarrado a una cadena corrió a atrapar al pobre gato negro, que de repente se vio acorralado.
- ¡Haya paz! ¡Silencio! - entró gritando el pajarero ante tan gran algarabía como habían armado los perros de la tienda.
El perro se despistó apenas un breve instante, que el gato negro aprovechó para huir con la paloma blanca.
Unos minutos después se reunían en la copa del anciano castaño.
- Gracias por liberarme, gato. ¡Qué suerte haberte conocido? - celebró la paloma.
El gato negro sonrió contento de su proeza.
Formaban una buena pareja, y desde entonces, el gato negro y la paloma blanca recorrieron el parque en busca de aventuras, sorprendiendo a quienes los veían pasear juntos por las alturas.
- ¡Qué extraña pareja, la Paz y el Mal Agüero juntos de la mano! - se decía la gente.
Pero a nuestros amigos no les importaba lo que de ellos se opinara, y disfrutaron el resto de sus vidas juntos, en paz y armonía, y gozando de una increíble buena suerte, aquella que bendice a las almas felices de compartir las alegrías y las penas.
¡Felices Reyes!
Se conocieron en la copa del castaño más alto del parque. El gato negro había trepado hasta ahí arriba en busca de las castañas más tiernas y sabrosas. La paloma blanca reposaba en una rama alta, y se asustó mucho al ver llegar al inesperado gato.
- No temas, que no pretendo hacerte daño - se excusó el gato.
La paloma, sin embargo, levantó el vuelo y se posó en otra rama, lo suficientemente lejos para que el gato no la alcanzara de un salto.
- Soy un gato vegetariano. No me gusta cazar ratones, pájaros o palomas. Sólo vengo en busca de ricas castañas con las que mitigar el hambre - prosiguió el gato - y no te molestaré. Disculpa por haber subido sin llamar.
La paloma observaba el festín que se daba aquel extraño gato con las castañas del árbol.
- ¡Oh, qué buenas están! ¿Quieres que te pele una, hermana paloma?
La verdad era que aquella paloma blanca no había probado bocado en todo el día. Se había refugiado en aquellas alturas pues se sentía sola y triste. Sin embargo, anhelaba poder picotear una de aquellas dulces castañas. Así que, muy despacico, saltando de rama en rama, se acercó a la castaña que el amable gato negro había apartado para ella.
Una vez saciada, la paloma se sintió de mejor humor.
- ¿Cómo es posible que no te guste cazar? ¡Todos los gatos cazan! Lo llevan en el instinto - indagó la paloma con curiosidad.
- Yo no soy gato ordinario, ya lo ves, soy un gato negro - replicó el felino.
- ¿Y eso qué tiene que ver? -.
- ¿Cómo? ¿No sabes que a nadie le gustan los gatos negros porque dicen que traemos mala suerte? - explicó el gato, lamiéndose las patas.
- No lo sabía - dijo la paloma - ¿Y tú también te sientes muy solo? -.
El gato contó a la paloma su triste historia. Él había sido el único hermano negro de su camada. Cuando sólo era un lactante sus hermanos se burlaban de él, y al crecer nadie quería tratos con él, pues la superstición le asociaba con la mala ventura. Allí donde iba, le echaban de todas partes. Incluso le arrojaban piedras para que se perdiera y no regresara jamás. Sólo y marginado, había trabado amistad con ratones y pajarillos, que le habían enseñado sus costumbres. Por ello no se aficionó a la caza, y optó por declararse un gato hervíboro.
A su vez, la paloma también poseía una triste historia. Al romper el cascarón, sus papás se enfadaron mucho al verla tan blanca como el armiño. El palomo y la paloma tenían otros pichones que alimentar, y temían que el blanquísimo plumón de la recién nacida atrajera a las alimañas del parque, poniendo en peligro a toda la familia. Por esta razón la abandonaron en cuanto se pudo valer sola, para salvar a los demás.
- Desde entonces siempre vago por las ramas más altas de los árboles, al abrigo de las miradas de los paseantes y lejos del alcance de los depredadores. Nadie más frecuenta estas alturas, por ello me sorprendiste desprevenida - aclaró la paloma blanca. - Las palomas blancas somos el símbolo de la Paz. Nos cazan para que adornemos actos benéficos y manifestaciones religiosas, sin tener en cuenta que las palomas blancas gozamos volando libres de aquí para allá - se lamentaba la pobre palomica.
- Hay muchos perros, gatos y ratones blancos ¿Por qué no les molestan a ellos? A los perros les encanta acaparar el protagonismo, les gustaría mucho convertirse en símbolos de la Paz - meditaba el gato.
- Pues ya lo ves... La han tomado con nosotras, las palomas blancas - respondió resignada la paloma. - También hay palomas, cuervos, perros y ratones negros como el carbón ¿Por qué sólo atraéis la mala suerte los gatos negros?
Entre estas profundas disertaciones se pasaron un buen rato. Luego se despidieron y cada uno se fue por su lado. La paloma blanca emprendió el vuelo y se alejó feliz por haber encontrado un alma gemela que compartía con ella tanta tristeza. Iba tan distraída reflexionando sobre los tópicos que amargaban las vidas de los gatos negros y las palomas blancas, que se enredó ella sola en una trampa para cazar palomas.
Un hombre la rescató de la red donde se veía atrapada y la encerró en una jaula. La pobre paloma revoloteaba desesperada, pero todo esfuerzo resultaba inútil.
- Va a ser verdad que los gatos negros portan mala fortuna - iba diciéndose a sí misma.
El gato negro había observado la caza de su amiga la paloma, y ya se barruntaba los nefastos pensamientos que sobre él debía albergar la pobrecilla, enjaulada en contra de su voluntad. Así que siguió al cazador hasta una pajarería, y aprovechó el primer descuido del dueño para colarse en ella y libertar a su amiga. Tan pronto escapó de la jaula, la paloma blanca revoloteó por toda la pajarería buscando la puerta hacia la libertad. Los perros que se encontraban en el local comenzaron a ladrar para alertar al dueño de la fuga. Uno de ellos, que se encontraba amarrado a una cadena corrió a atrapar al pobre gato negro, que de repente se vio acorralado.
- ¡Haya paz! ¡Silencio! - entró gritando el pajarero ante tan gran algarabía como habían armado los perros de la tienda.
El perro se despistó apenas un breve instante, que el gato negro aprovechó para huir con la paloma blanca.
Unos minutos después se reunían en la copa del anciano castaño.
- Gracias por liberarme, gato. ¡Qué suerte haberte conocido? - celebró la paloma.
El gato negro sonrió contento de su proeza.
Formaban una buena pareja, y desde entonces, el gato negro y la paloma blanca recorrieron el parque en busca de aventuras, sorprendiendo a quienes los veían pasear juntos por las alturas.
- ¡Qué extraña pareja, la Paz y el Mal Agüero juntos de la mano! - se decía la gente.
Pero a nuestros amigos no les importaba lo que de ellos se opinara, y disfrutaron el resto de sus vidas juntos, en paz y armonía, y gozando de una increíble buena suerte, aquella que bendice a las almas felices de compartir las alegrías y las penas.
¡Felices Reyes!
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