domingo, 23 de noviembre de 2014

La ley de la jungla

Querido amigo:

La selva amaneció inquieta. Los pájaros difundieron la noticia.  Se habían avistado a unos hombres abriéndose camino en la espesura a machetazos.

Los animales huían despavoridos hacia el corazón más impenetrable de la jungla, allí donde la densidad de la vegetación constituía un muro impenetrable.

El cuervo real despertó a Su Majestad el león, que dormía apaciblemente a orillas del río.

- Al parecer, Majestad, algunos hombres de la expedición van armados con machetes y otros con escopetas. El resto, sin embargo, portan redes -, informó el cuervo.

El león frunció el ceño, muy preocupado. Otras veces se habían aventurado los hombres en su reino, y siempre habían dejado desolación y tristeza a su paso.

- ¿Cazadores? -, inquirió con un tremendo rugido.

- Hasta ahora no han disparado ni un solo tiro, Majestad.

El rey ordenó que todos los animales evacuaran la zona por donde se movían los humanos.

- Que los elefantes, las jirafas, los hipopótamos... que todos los animales grandes ayuden a los pequeños a atravesar el río. Hoy se prohíbe cazar. Todos han de salvarse.

Inmediatamente, una bandada de pajarillos emprendió el vuelo para transmitir las órdenes del monarca por todos los rincones de la selva.

- Majestad ¿qué haremos si los hombres llegan al río? -, preguntó el cuervo real.

- Que se preparen los tigres. 

En ese momento aterrizó un loro que había crecido en casa de unos humanos hasta que logró fugarse. Desde entonces servía como intérprete para Su Majestad el león, ya que durante su convivencia con los hombres había aprendido a hablar su lengua.

- Majestad, no hay de que preocuparse. Los hombres sólo están cazando insectos. No son cazadores, son científicos que recogen escarabajos, mosquitos, mariposas... - explicó el loro.

El león profirió un rugido terrible, y acto seguido desapareció entre los árboles.

- ¡Majestad, dónde váis! ¡Es peligroso! - gritó el cuervo real. - ¡Seguidle! - ordenó a las hienas.

Mientras tanto, el león atravesó la selva corriendo con todas sus fuerzas, dejando muy atrás a las hienas que le seguían para escoltarle.

Al llegar donde se encontraban los hombres, irrumpió de un salto magnífico en medio de ellos, y de un solo zarpazo desarmó a varios de ellos. Uno de ellos empuño la escopeta, pero le temblaban tanto las manos del miedo que erró el disparo y apenas rozó a Su Majestad. Al cabo de unos instantes, toda la comitiva había salido huyendo, aterrada.

Fue entonces cuando llegaron el cuervo real y las hienas.

- Majestad ¿estáis herido? 

- No es nada, ahora ayudarme a libertar a los insectos de las redes. 

Entre todos desenredaron a las infelices mariposas y a los escarabajos que habían quedado atrapados por los científicos. Su Majestad los contempló con cariño sobre sus zarpas, antes de impulsarlos para que emprendieran el vuelo. El cuervo contemplaba la escena admirado.

- Pero Majestad... ¿Arriesgar vuestra vida por tan insignificantes criaturas? 

El león le respondió con una mirada feroz.

- !En mi reino nadie es insignificante, cuervo presumido! - replicó Su Majestad. - Tal vez ya no recuerdas que de cachorro estuve a punto de sucumbir de unas terribles fiebres, de no haber sido porque un escarabajo me inoculó su sangre, gracias a la cuál remitió la calentura y logré sobrevivir. Entonces comprendí que la más pequeña de las criaturas de la selva era tan importante como la más grande, y prometí batirme con quien fuera que se atreviera a amenazarlas. 

La zarpa del rey se curó y el cuervo real no olvidaría nunca las sabias palabras de su soberano. Los hombres volverían a la selva, pero siempre saldrían huyendo porque, en aquella selva, todos, desde el más fuerte al más débil, lucharían solidariamente para preservar la armonía, la belleza, el equilibrio y la paz de un ecosistema  lleno de amor y secretos.

Un abrazo


 

domingo, 16 de noviembre de 2014

La crema del café

Querido amigo:

Al poco de mudarme a aquella ciudad recibí una carta en el buzón, mezclada entre facturas varias. ¿Quién habría podido enviarme una carta? Movido por la curiosidad abrí el sobre y leí su contenido. "Querido tal... " - enseguida me di cuenta de que aquella misiva no iba dirigida a mi. Al volver a comprobar el sobre, descubrí que el destinatario era un tal... , cuya dirección coincidía con la de mi apartamento, por lo que deduje que debía tratarse del inquilino que me había precedido en el alquiler.

Admito que pequé de indiscreción, pero la intuición me gritaba que aquella confusión no obedecía a la pura casualidad, y terminé leyendo la carta.

Muchas veces me quedo absorto buscando figuras ocultas en medio de la crema del café, de las gotas de lluvia que se impregnan a un cristal, entre las nubes del cielo... Por ello se dice de mi que tiendo a la ensoñación, que me abstraigo con facilidad, aunque se trata de todo lo contrario, porque me concentro en observar aquello que pasa desapercibido a los ojos de los demás. Se pude decir que busco un enfoque diferente de la misma realidad.

Aquella carta estaba salpicada de ruegos y penurias, sin duda escrita por la desesperación, firmada por la mala fortuna. Un par de cuartillas bastan para desnudar el alma de una persona; de alguien que se arrodilla, confesando haberse dejado arrastrar por la ambición y el egoísmo hasta el punto de rayar la desgracia para toda su familia. Arrepintiéndose, se apelaba a una antigua amistad, implorando se le otorgara la urgente ayuda con la que enderezar el rumbo de su vida. Finalmente, se acompañaba el irrevocable y firme propósito de cambiar y de ponerse al servicio de la empresa.

La humildad y ternura de aquella historia me conmovió profundamente. Sentí el compromiso de actuar sin demora. Compuse el sobre lo mejor que supe, intentando disimular que había sido abierto, y me propuse buscar a su destinatario. Una vecina me facilitó las nuevas señas del anterior inquilino. Al ser nuevo en la ciudad, tomé un taxi para que me condujera hasta allí sin dilación. Para mi sorpresa, el taxi me llevó a un suburbio de calles astrosas y sucias. Paramos delante de un portal algo desvencijado, pero muy limpio. El portero enceraba el suelo con esmero. A decir verdad, llamaba la atención aquella rutilante limpieza en medio de aquel deprimido barrio.

Le pregunté si conocía al señor tal, porque tenía una carta para él. El portero me miró sonriendo. Mi sensibilidad para mirar más allá de las superficies, se encendió de repente, como una llama. Sentí una repentina confianza en aquel hombre, y le conté cómo había llegado hasta mi aquella carta, que la había leído y que el remitente requería ayuda urgente.

El portero, entonces, dejó la fregona y me pidió la carta. Yo soy el tal... - me dijo.

Me disculpé ruborizado por haber violado la privacidad de aquella carta. Azorado, sin saber qué decir, me ofrecí a contribuir a ayudar al apurado remitente. No soy rico, vivo en un barrio más bien humilde de la ciudad, pero comprendí que lo poco que pudiera aportar de mi bolsillo siempre resultaría mucho en medio de la miseria que se apoderaba de aquel suburbio.

El portero me agradeció mi ayuda y me pidió que le acompañara a dar un paseo, que íbamos a hacer una visita a aquel alma atormentada. Abandonamos el suburbio, nos adentramos en el centro de la ciudad y penetramos en la sede de la Caja de Ahorros. Todos los empleados le saludaban con familiaridad. Tomamos un ascensor hata la última planta, y luego el portero pasó sin llamar a un despacho. Para mi mayor asombro, en la puerta había un letrero que rezaba "Presidente".

Cuanto ocurrió después me afirmó en la intuición de que nada parece lo que es, pues aquel Presidente no había arruinado ni a su familia ni a su Caja de Ahorros, sino que su dolor y lamento nacían de otras causas. Como el rostro que se vislumbra en la caprichosa forma de la crema de un café, la debilidad humana emergía entre los caprichosos brillos del dinero. Pocas palabras bastaron, y al caer la tarde, los tres nos empleábamos a fondo limpiando la escalera del desvencijado portal de aquel miserable suburbio de la ciudad. Como las ovejas que se esconden entre las nubes del cielo, brilló la riqueza de espíritu escondida en un miserable suburbio de la ciudad.

Un abrazo

lunes, 10 de noviembre de 2014

San Maraca

Querido amigo:

Esta mañana no nos despertamos con su fresco hocico acariciándonos las mejillas con dulzura. Se me hizo extraña su ausencia, después de tantos años. Luego, el niño nos preguntó dónde se había metido Maraca. Y no supimos que contestar.

Nuestro hijo apenas ha cumplido cuatro años, y tememos que pueda traumatizarle la verdad. Llevo todo el día cavilando una respuesta convincente. Pienso y pienso, y mis reflexiones se mezclan con el recuerdo aún caliente de nuestro perro Maraca.

Mi mujer trajo a Maraca en el momento más difícil de nuestro matrimonio. No llevábamos más de un año casados y los continuos roces de la recién inaugurada convivencia amenazaban con dar al traste con todo. Tal vez nos habíamos atado el uno al otro aún demasiado jóvenes. Y de repente, el día en que mi depresión tocaba fondo, se presentó ella con un cachorro.

Aquella indefensa y tierna criatura obró entonces su primer milagro. Saltó de la cesta en donde había venido y, torpemente, con los ojos cerrados aún, se arrimó a mis pies y se acurrucó. Aquella escena sigue aún viva en mi recuerdo. Su paso vacilante, tropezando consigo mismo, nos sugirió el nombre de Maraca. Tal vez aquel nombre, que acordamos juntos después de muchas otras divertidas tentativas, dio comienzo a una nueva vida conyugal. Por primera vez en mucho tiempo nos reíamos juntos, y por primera vez en mucho tiempo nos poníamos de acuerdo en algo.

Vienen a mi memoria los biberones que le dábamos hasta que pudo comer su pienso; los cataclismos que armábamos cuando nos encontrábamos sus cacas y sus pises en los lugares más inesperados de la casa, hasta que aprendió a esperarse al paseo... Y por la calle, todo cuanto hacía nos provocaba la risa. Maraca jugaba con todo niño que se cruzara en nuestro camino. En poco tiempo se convirtió en el cachorrico más popular del barrio. Gracias a Maraca, salimos de nuestra burbuja y conocimos a nuestros vecinos. Al poco tiempo, de coincidir en el parque, terminamos por trabar amistad.

¡Qué vitalidad! Maraca parecía no fatigarse nunca. Todavía me cuesta comprender cómo un perro tan chiquito podía tirar de mi con tal fuerza. Era la vida que se abría camino a empellones.

Han transcurrido cerca de quince años desde entonces, y cuánto ha cambiado mi vida desde que Maraca llegó a ella. Tanto amor recibido de una criatura, con tanta generosidad, sin pedir nada a cambio... parecía casi increíble. Pero ahí estaba, era real el sentido que Maraca tenía para intuir si nos encontrábamos alegres o tristes. Junto a él los tragos amargos pasaban mejor, pues se acercaba despacico, humilde, sencillo, buscándonos poco a poco con el morro, con la patica, hasta que le mirábamos y nos hallábamos ante su mirada clara, luminosa, que parecía decirnos que la pena carecía de todo fundamento... Y se obraba el milagro... porque siempre logró despertarnos una sonrisa.

Bajar a pasear a Maraca o, mejor dicho, cuando Maraca nos bajaba a pasear... Bajo la luna llena en verano, bajo la lluvia en otoño, en medio del frío cortante del invierno, en medio de las fragancias primaverales. Con su alegría Maraca sembraba la magia en el melancólico arrabal obrero donde vivimos. Con él corriendo, olisqueando, trayéndonos palitos con la boca ¡qué más se le podía pedir a la vida!

Había algo más... Superados los tortuosos inicios, nuestro matrimonio había hallado la armonía, gracias en gran medida al amor catalizador de nuestro Maraca, que fue el reactivo para que nuestras almas se liberaran de todo lastre y se dedicaran a aquello para lo que estaban predestinadas, a amarse. Fruto de ese amor, hace algo menos de cuatro años nació nuestro hijo.

Maraca se volvió loco de alegría. A veces creo que mi perro sentía como una persona más. Pero no,.. Maraca no nos defraudó nunca.

El bebé creció fascinado con Maraca, y cuando supo gatear ya se tiraba encima del perrico, cuya paciencia casi paternal, desbordaba bondad sin límites. Mi hijo encontró en Maraca a su mejor amigo, a su mejor compañero de juegos. Y ahora que Maraca nos ha dejado...

Hijo, Maraca se ha ido... al cielo de los perros. Se ha ido porque se le acabó la vida aquí con nosotros. Ahora jugará con los ángelicos. Se ha ido porque nos quería mucho y porque nosotros le queríamos mucho; y porque si todo lo que empieza no terminara alguna vez, entonces no tendría sentido quererse tanto.

El niño me miró con tristeza. No sabía si había comprendido el misterio del amor, el misterio de la vida. Supe que sí cuando debajo de la cama descubrió el muñeco con el que jugueteaba Maraca, y abrazándolo con una sonrisa, corrió a mi torpemente para darme un beso. Supongo que este es el último milagro del perro santo, de nuestro querido y siempre presente San Maraca.

Un abrazo

sábado, 8 de noviembre de 2014

Gracias

Querido amigo:

En esta tierra nuestra nada es lo que parece, todo es ficción. Ahora comprendo a aquel pintor cuyos cuadros mostraban relojes fláccidos como huevos fritos. En sus lienzos nada aparentaba lo que en realidad era. Por ello, hemos de aprender a mirar, hemos de aprender a escuchar.

He aquí mis campos. ellos nos han alimentado durante generaciones. Todavía iba a la escuela cuando empecé a trabajarlos y a regarlos con mi sudor. Sin embargo, la primera vez que una helada, un pedrisco o una sequía arruinaron la anhelada cosecha, aprendí que en esta tierra nunca hay que dar nada por cierto. Ese día me hice hombre, cuando tal pensamiento surgió de mi desolación, con las manos llenas de espigas echadas a perder.

A partir de entonces me dediqué con todas mis fuerzas al estudio, porque profundizando en los secretos del mundo no volvería a arrodillarme ante un campo arrasado. !Cuánto tenía que aprender aún!

Hube de salir al mundo, dejando atrás la tierra. Quería encontrar la forma de sacarle más, de hacerla rendir como nunca. Sin saber cómo, pedía a la tierra más de lo que necesitaba, porque me había abandonado a la desesperanza y mi fe en que las cosechas prosperaran se tambaleaba. Quería que produjera para llenar mis almacenes y vivir tranquilo. Vivir tranquilo...

Con tales ortigas germinando en mi joven corazón, la ciudad pronto se adueñó de mi con sus tentaciones. Por eso, porque emprendí mi camino torcido, el esplendor, el afán de reconocimiento, el arte de las apariencias pronto me hicieron olvidar a mi amada tierra. La ciudad prometía esa vida tranquila... Una promesa que nunca se cumplió, porque me dejé embaucar por una ilusión.

El desarraigo se parece a un globo errante, que vuela de un lugar a otro a merced del viento. Mi globo terminó cayendo en un lodazal. De nuevo me veía derrotado, triste, cubierto de un lodo de ciudad que, por ser más sofisticado, hiere más el corazón que un puñado de espigas destrozadas por una tormenta de granizo.

Y regresé a mi lugar, trayendo maquinaria y abonos milagrosos, mirando por encima del hombro a quienes me rodeaban, convencido de que mis cosechas harían historia. Pero no, tanto progreso apenas mejoró la calidad de mi esfuerzo, porque la tierra es dura e impone sus condiciones propias, su ritmo. En vano se la puede forzar, la tierra humilde termina por curarte de toda soberbia, de toda avaricia.

Toda mi vida he bregado contra la Naturaleza. La tierra me ha dado de comer, pero siempre cobrándose un alto precio.

Hoy que la vejez  ya merma mis fuerzas, veo que nunca me derrotará, pero que tampoco yo la venceré. No se me pasa por la cabeza, hoy más que nunca me apego y amo mi tierra. Hoy siento con mayor intensidad que nunca el gran poder de la oración. He recorrido un largo camino para llegar a esta verdad.

Hoy como jamás antes, me admiro contemplando el crecimiento de las espigas, me emociono con los colores que mudan de un día para otro. Hoy como nunca, puedo pasarme horas con un puñado de tierra entre las manos, gozando de su aroma, de su consistencia, meditando en toda la vida que encierra cada granico: tierra que desde lejanos tiempos vio pasar culturas, civilizaciones; campo de trigo, campo de batalla, predio yermo, predio latente, predio de sangre, predio de pan.

Hoya que columbro que muy pronto yo mismo formaré parte de la tierra, doy gracias con toda el alma, con todo el corazón y con todas mis fuerzas. Todo hombre debe recorrer su propio camino. Gracias por enseñarme a mirar, por enseñarme a escuchar, por enseñarme a amar.

Un abrazo

sábado, 4 de octubre de 2014

El Ángel Caído

Querido amigo:

Una soleada mañana dominical iban paseando por el parque del Retiro un señor y su nietecico. Al llegar a la plaza del Ángel Caído, el pequeño reparó en la estatua que la preside. Su abuelo le explicó que aquel ángel negro representaba al demonio, expulsado del cielo por sus maldades.

Desde entonces, cada vez que pasaban por aquel lugar, crecía en el corazón del muchacho la aversión hacia aquel ángel del mal, aversión tanto más aguda como la satisfacción por la ejemplaridad del castigo.

Pasaron muchos años, y el niño se convirtió en hombre. Ya no iba al Retiro de la mano de su abuelo, sino que empujaba la silla de ruedas de éste. El abuelo iba muy contento, contemplando la vida que revoloteaba a su alrededor. En un momento dado, se dio cuenta de que su nieto alteraba la ruta cotidiana.

El joven confesó que la plaza del Ángel Caído le inspiraba repulsión y que prefería evitar pasear por ella. Sin embargo, su abuelo insistió en que rectificara la ruta y que se dirigiera hacia la susodicha plaza. Por no contrariarle, el nieto obedeció en silencio.

Una vez delante del monumento, el abuelo le instó a detenerse allí unos minutos. El joven intentó desviar la mirada hacia los jardines que rodeaban a la plaza, procurando no fijarse en el desgraciado ángel oscuro, cuya mera cercanía le causaba gran desasosiego. Pasado un rato, cayó en la cuenta de que su abuelo le miraba fijamente, y que durante todo aquel tiempo no había dejado de espiar su extraña reacción.

Al final, el anciano le rogó que dirigiera los ojos hacia la estatua. El joven lo intentó, pero apenas aguantó un par de segundos, antes de agachar la vista hacia el suelo. Su abuelo, entonces, le habló con cierta severidad. Le habló del bien, pero le habló también del mal.

¿Te repugna la visión del mal? Y sin embargo, mira a tu alrededor, mírate a ti mismo. ¿No ves ángeles caídos por todas partes? Cuando se juzga al prójimo sin compasión, brota el fanatismo, brota el mal,... y sin darse cuenta, se tropieza y se cae. Todos tropezamos en esta vida, hijo mío, y sólo nos reincorporamos gracias al apoyo del amor compasivo de aquellos a quienes hemos causado daño. Miras con rencor a la estatua del demonio, con la arrogancia de quien cree poseer la superioridad moral de juzgar, pero al juzgarle no te percatas de que tus alas ya no te sostienen, y de que te precipitas como él hacia un vacío, hacia la nada... De que, en el fondo, te da miedo mirarle porque él encarna un reflejo de ti mismo. Dios le expulsó de los cielos porque él osó desafiarle y usurpar su lugar, y tú te atreves a juzgarle como si te atribuyeras potestad divina para ello, pecando como él, al querer ocupar el lugar de Dios. Ahora, llena de amor tu corazón y contempla el sufrimiento de su rostro, y despierta en ti la compasión hacia el caído, y ayúdale a levantarse. 

En aquel momento, una chica que patinaba a su alrededor perdió el equilibrio y vino a caer a los pies del nieto, que enseguida se apresuró a levantarla del duro asfalto. Al mirarla, le pareció un ángel.

Pasó el tiempo, muchos años. Ya muy anciano, el nieto recordaba las palabras de su abuelo al pasear bajo el monumento del Ángel Caído. Nunca más desde aquel día había vuelto a sentir aquella angustia, aquel temor al acercarse a aquel lugar, porque desde aquel día no había dejado de protegerle con su amor un ángel que, con patines y no con alas, acertó a caer del cielo junto a él.

Un abrazo

domingo, 21 de septiembre de 2014

El baile

Querido amigo:

El padre se marchó de la alcoba dando un portazo desdeñoso, y aquel golpe seco dio paso a un ritmo en su imaginación. Un ritmo penetrante y cada vez más y más vertiginoso, que brotó del fondo de su espíritu y se contagió a todos los miembros de su cuerpo. Al cabo de unos segundos se encontró a sí misma bailando, poseída de un instinto de libertad que sobrevivía a la tremenda bronca que acababa de recibir.

Todo porque la habían sorprendido en la verbena, bailando con un chico ¡un sacrilegio! Desde la celda en que habíase convertido la alcoba, el rostro bañado en lágrimas, bailaba poseída por los recuerdos...

La orquesta que tocaba un alegre pasodoble, y el pueblo entero que se lanzó a la plaza... Y ella sentadica en una silla, hasta que un ángel se le apareció entre el barullo de parejas... Sonriente, la tomó de la mano y la sacó a la pista...

Ahora gira y gira sola en la alcoba, sedienta de paz... Gira y gira hasta el éxtasis, rodeada de silencio y tinieblas.

En su memoria giraban y giraban juntos, como si aquel pasodoble hubiera desencadenado un furioso huracán. En un momento dado, creyó que todo el pueblo había desaparecido, abandonándola con su ángel bailarín, juntos los dos en medio de carrusel de luces y júbilo que, sin duda alguna habría de tratarse del cielo. En ellos todo: caderas, pies y brazos; entregados al capricho de la música. Y ya dejó de arrastrarles el cuatro por cuatro del pasodoble, ni mucho menos, sino que éste se mudó en una melodía frenética y maravillosa, tan fuerte como la juventud, tan poderosa como el alma.

Todo eso se había esfumado, como una veleidad ilusoria. Agotada, se detuvo de golpe y cayó a plomo sobre la cama, jadeando. A pesar del silencio, sentía las sienes como el choque de un yunque y un martillo. Desde el salón llegaba la conversación de los padres. Ellos velaban por ella, porque la gente era mala y el pueblo murmuraba... Y si no quería aprender por las buenas, habría de ser por las malas. Y que no se le ocurriera salir de la alcoba... Que medite...

¡Pecadora! ¡Pecadora!

La mano de hierro de su padre había irrumpido iracunda en pleno baile, sacándola de entre la multitud con furia. Sintió que todo aquel huracán se estrellaba contra un muro, que su ángel desaparecía tal y como se le había aparecido, y que el cansino ritmo del pasodoble volvía a rodearla, como una hiedra a una odalisca petrificada.

En medio de su cautiverio, el corazón debatía con la razón. No comprenderán los límites del bien y del mal. No habrá piedad con la que ose probar un aire de libertad. ¡A la celda por hereje! Y en la celda, la libertad le provoca fiebre, porque la libertad es un virus que no se extirpa con una regañina, sino que se adueña inefable de la infeliz paciente, enferma ya para siempre.

Y llevada de tal fiebre, se incorporó de la cama y tornó a bailar en la oscuridad de la alcoba, porque el ritmo no la dejaba ni la traicionaría. Ritmo divino, soplo de amor, bendición ardiente.

Paz.

Un abrazo


domingo, 27 de julio de 2014

El fabricante de juguetes

Querido amigo:

Hiciera frío o calor, cada alborada del año madrugaba el viejo marino para saludar el primero al sol y a la mar desde el espigón del puerto. Vivía en los barrios altos del pueblo, adonde los grandes edificios de hoteles y apartamentos habían ido arrinconando a los marinos y pescadores pobres de la otrora aldea de mar, hogaño paraíso turístico.

Sobreviviendo a duras penas con una precaria pensión, no mayores lujos se concedía el viejo marino que rememorar con el rumor de las olas y el salitre de la brisa la larga vida consagrada a la mar. Sentado en el puerto se le pasaban las horas, hasta que al mediodía reemprendía el regreso por las empinadas y estrechas callejuelas del casco viejo.

Así todos los días, iba y venía, nostálgico y soñador. No había monotonía en su vida, lejos de lo que pueda parecer, pues historias sin fin narran la mar y el cielo para cuantos han vivido su gramática durante tantos años. Consistía ésta en un diccionario azul intenso, escrito durante oscuras noches estrelladas, a merced de fragorosas tempestades; un léxico que sólo entendían quienes se habían empapado de océano, quienes se habían atragantado de agua salada hasta casi olvidarse de respirar, pobres huérfanos sin más madre adoptiva que una sirena de largos cabellos de oro y plata, cuya voz jamás deja de oírse, cuya estela de nombres no tiene fin.

Aquella mañana, el viejo atisbó un bote arribando al espigón. Un rostro familiar bogaba con calma, el del fabricante de juguetes que, al acercarse lo bastante, tendió un regalo para el viejo marino. Luego, sin mediar más que una sonrisa, el bote se alejó hasta difuminarse en la bruma matutina. El viejo marino quedóse inmóvil, con una hermosa caracola en la mano.

El viento sopló como la primera vez que el fabricante de juguetes se cruzó en su vida, aunque entonces apenas contaba con edad suficiente como para jugar en el patio de la casa de sus padres. Se distraía contemplando como el viento mecía las sábanas en el tendedero del balcón, cuando un rayo de sol traicionero acertó a colarse entre los blancos pliegues, cegándole momentáneamente. Al abrir los ojos, delante suyo apareció el fabricante de juguetes, que le alargó un diminuto barquico de corcho con velamen de papel.

Pasarían muchos años desde entonces, cuando el ya joven marino tornó a encontrarse con el fabricante de juguetes. Una sonrisa imborrable entre los recuerdos de la infancia brilló de nuevo en una oscura taberna de un puerto remoto, donde el ron y la música calmaban la soledad de los marinos que iban de paso. El fabricante de juguetes parecía muy concentrado, trabajando en algo, mientras una taza de café le acompañaba en un rincón apartado de la taberna. Una ráfaga de viento golpeó la puerta con estruendo. Una vez repuesto del sobresalto, el joven marino buscó su vaso en la mesa, pero tropezó con la mano del fabricante de juguetes, que le ofrecía una muñeca dulcemente tallada en un pedazo de madera, con cabellos de estropajo.

Al igual que el barquico de corcho que le regalara en su niñez había presagiado una vida dedicada a la mar, la muñeca anunciaba a la novia que pronto había de llegar, para casarse poco tiempo después. Así, la muñeca de madera pronto tendría un hermoso nombre y un  bello rostro moreno al que evocar y soñar en las largas veladas de ron y café de las tabernas de paso de todo puerto por donde su barco acertara a atracar.

Fugaces recuerdos del ayer que había despertado la enigmática e inesperada visita del fabricante de juguetes.

Al llegar a la casa del barrio alto, su nietecico saltó a sus brazos. Aquel día había dado sus primeros pasicos solo, y de ahí en adelante requeriría la atenta y cariñosa vigilancia de su abuelo para aprender a ser un marino noble, valiente y bueno. Ya no podrá bajar al puerto el viejo marino como todas las mañanas, pero si asoma la oreja a la caracola del fabricante de juguetes, escucha las olas y sus historias de mar, siente el aroma y la caricia de la brisa.

Mientras tanto, el fabricante de juguetes sigue recorriendo el mundo adivinando los más íntimos deseos de niños y mayores. Es el viajero que duerme en un tren, que se acurruca en un portal, que apura un café en la silenciosa madrugada de un bar de estación. El fabricante de juguetes viaja de aquí para allá desde tiempos inmemoriales, tanto que ya no sabe de dónde partió y hacia dónde se dirige. No tiene más hogar que el recuerdo vivo de aquellos que por azar se cruzaron con su destino, como ese viejo marino cuya vida se describió jugando con las olas y el viento.

Un abrazo

sábado, 21 de junio de 2014

El inquisidor

Querido amigo:

El ministro del Santo Oficio se retiró a descansar a su celda, tras una extenuante jornada de interrogatorios. El silencio reinaba en el convento, mas el fraile no logró conciliar el sueño, pues le atormentaban todavía los rostros de los presuntos herejes, el espanto de sus ojos, el temblor de sus voces, el pánico que les doblaba las piernas. Y su voz atronando en la sala, inquiriendo la verdad que ocultaban aquellos infelices corazones, acorralando al maligno que amenazaba la espiritualidad de toda la ciudad.

El fraile se mantenía firme delante de los ruegos y lágrimas de los acusados, ardides de Satanás para ablandar su fe e inducirle al pecado ¡a la herejía! Nadie burlaba al Santo Oficio, tarde o temprano los herejes se derrumbaban ante la visión del verdugo, y declaraban todas sus inicuas obras.

Al cabo de unas horas en duermevela, el fraile se incorporó de la tabla que hacía de cama, y encendió una vela. El resplandor proyectó su sombra por la pequeña celda, hasta iluminar el crucifijo que pendía del frío muro de piedra. Ante el mismo se arrodilló el insobornable fraile, encadenando un padrenuestro con otro. Aunque no rezaba con el corazón, pues sus labios recitaban la oración, pero su mente divagaba libre como un ave del campo.

Entonces, la imagen del Cristo se oscureció, deteniendo la inútil oración. La llama no se había apagado, pero su luz no alcanzaba al crucifijo. Extrañado, giró en torno a sí, y descubrió con horror que su sombra se había incorporado, se dirigía a la puerta de la celda y desaparecía por ella. Enfervorecido, corrió detrás de su sombra. Al abrir la puerta de la celda, ésta ya se deslizaba por el claustro, y salía a las oscuras calles de la ciudad.

Apretó el paso, tratando de no despertar a todo el convento, pues hubiera resultado difícil justificar su salida a aquellas horas de la madrugada. No faltarían quienes sugirieran que se había rendido al diabólico influjo de sus reos, y que participaba con ellos en terribles aquelarres a la clara luz de la luna. Y el simple recuerdo de las llamas de la hoguera devorando al hereje, el pensamiento de los alaridos que otras veces ni siquiera le habían inmutado, cobraban ahora una dimensión espantosa.

Se encontraba justo en el umbral de la puerta del convento, cuando tropezó de bruces contra una imagen de Cristo, que le miraba con gravedad... El inquisidor cayó al empedrado, el corazón parecía que se le iba a escapar del pecho. ¿Quién habría situado allí aquella imagen? Y le invadió la vergüenza, una  vergüenza tan profunda como si se hallara desnudo.

Preso del pánico saltó a las calles de la ciudad, al tiempo para divisar a su sombra desaparecer por el callejón que conducía a la antigua judería. La siguió sin alcanzarla hasta una casa, cuyas puertas se encontraban abiertas. Adentró no halló una misa negra, ni la profanación del pan y del vino, ni sacrificios de niños, ni conjuras al demonio, ni fornicaciones, ni los evangelios ardiendo en la chimenea... Sólo a una familia que lloraba porque él, el inquisidor, había ordenado el arresto del padre, acusándole de herejía.

Pero su sombra todavía no había concluido el Juicio. Aquella noche, la perseguiría de casa en casa, desde ricos palacios a míseros cobertizos, no había rincón en toda la ciudad donde no se lamentara el santo celo del Santo Oficio en su cruzada contra el mal. Ni ricos ni pobres, todos vivían amedrentados por la Inquisición y sus Autos de Fe. No había ni una sola familia en toda la ciudad que no tuviera a algún pariente en las cárceles del convento.

La sombra regresó a la celda, y el fraile tras ella. Ya no se encontraba la imagen de Cristo en la entrada. Reinaba el silencio. Amanecía.

El fraile creyó perder la cordura, tan fuertemente aprisionaba la vergüenza su corazón. Con ambas manos, aferró con fuerza el cordón de sus hábitos y se lo enrolló al cuello. Como dotadas de vida propia, sus manos tensaron el cordón con virulencia, y a medida que el oxígeno no acertaba a filtrarse por su garganta, sentía el alivio en su alma.

Morado como un manto de Semana Santa, en el último hilo de vida, el inquisidor reconoció el crucifijo de su celda, adonde había retornado la claridad de la vela, y sus manos cesaron de estrangularle. De rodillas, recobró el resuello, y levantando la mirada al Cristo, oró con todo su espíritu.

Unas horas más tarde, antes de que se reanudaran los juicios, descendió a las mazmorras y ordenó abrir los grilletes y liberar a todos los reos. Tanto le temían los carceleros que obedecieron sus extraños mandatos sin rechistar. Los torturados apenas si podían sostenerse unos a otros, y abrazados salieron a la claridad y frescura de la mañana. Volvieron a sus casas, y reemprendieron sus vidas.

En cuanto al fraile inquisidor, prendió fuego a todos los pliegos del archivo, donde se registraban las declaraciones extraídas con hierro y sangre. En pocos minutos, el convento entero ardía como una tea, y con él todos los inquisidores.

Se cuenta que algún viajero reconoció al fraile tiempo después, mendigando en medio de un bosque, vestido de harapos, lleno su cuerpo de yagas. Sin embargo, de primeras no le reconocieron, pues aquel mendigo mostraba un rostro beatífico, como un ángel, muy distinto de aquella mirada terrible que antaño condenaba sin piedad a todo sospechoso de vivir la vida a su manera.

Un abrazo

domingo, 8 de junio de 2014

Edificio en ruinas

Querido amigo:

Hay en el centro de la ciudad un viejo edificio que amenaza ruina desde hace muchos años. Se construyó hace ya más de un siglo, pero la ciudad evoluciona con los tiempos, y por ello el consistorio ha desestimado su restauración y ha ordenado su derribo. Los últimos habitantes -ya muy longevos- abandonaron el inmueble cabizbajos y llorosos, pues alguno de ellos había nacido entre sus paredes.

Tan pronto conocí la noticia, me preparé para una nueva exploración, antes de que la piqueta se lo llevara todo por delante. Aquella misma madrugada, me dejé caer por el barrio y aprovechando un momento en que nadie pasaba, forcé la puerta principal y me adentré en la oscuridad...

Soy un cazador de sentimientos, por si no os habéis dado cuenta. Pocos lo saben, pocos pueden sentirlo, pero doquiera una persona haya experimentado un sentimiento puro, prístino, intenso y casi ajeno a toda consciencia, queda una huella eterna. Así pues, las calles, las casas, las plazas y los lugares históricos de toda ciudad revelan un sinnúmero de sentimientos. Por ello, recorriendo la ciudad me asaltan estremecimientos repentinos allí donde haya surgido lo que yo denomino como "un ángel".

Por breves instantes, revivo aquello que sintió alguien en algún momento... Si bien me resulta imposible averiguar a quien pertenecieron los sentimientos. Sentimientos de amor profundo, de terror, de pena... salpican casi cada rincón de la ciudad. Sentimientos de odio, de muerte... en una ciudad golpeada varias veces por el espectro de la guerra. Sin embargo, los edificios antiguos concentran años y años de sentimientos desbordados.

Al adentrarme pude escuchar el llanto, el primer llanto de un recién nacido... Subí enseguida al segundo piso, y en el dormitorio principal las paredes aún rezumaban el sudor y los gritos contenidos de la parturienta. En las paredes ahora desnudas se destaca el claro donde en tiempos colgó un crucifijo. Y he escuchado la pasión de un pianista interpretando a Chopin, y en la escalera el primer beso de dos jóvenes... Y en casi todas las plantas del edificio se lloraron a los difuntos, y hasta me invadió el pánico cuando escuché un gran estruendo, como el de la bomba que cayó en el solar de atrás, y los gritos y los llantos que la siguieron...

Y qué decir de las paredes, donde se acumulan una sobre otra todas las capas de pintura de los distintos inquilinos, con sus secretos...

Todo esto desaparecerá con la piqueta, pero hay algo que no nos abandonará jamás, algo que los inquilinos del nuevo edificio que se levante en este solar ignoran... la vida y muerte de aquellos que les antecedieron en este lugar...

Un abrazo

domingo, 25 de mayo de 2014

Un héroe popular

Querido amigo:

La conservadora prensa victoriana ensalzó aquel suceso en sus titulares, y durante semanas no hubo mentidero, tertulia ni círculo social en Londres donde se discutiera de otra cosa.

La aristocracia y alta burguesía británicas temían que el populacho se contagiara de los vientos revolucionarios que soplaban desde la Europa continental, por lo que no pasaron de ensalzar los valores patrios cuando un humilde marinero llamado John Harper se había ahogado en el Támesis, dejando viuda y chiquillo, por salvar la vida de un pasajero que había caído por la borda.  Ante la degradación moral que como una hidra se extendía por la gran masa que se hacinaba en la miseria, los periódicos contraponían el heroico modelo del desventurado John Harper.

La policía recuperó los restos irreconocibles del pobre marinero, sobre los cuáles había de rendirse un sentido homenaje patriótico. Por fin, el pueblo ya contaba con un héroe, muy distinto de aquellos que hasta entonces acaparaban las portadas de los periódicos por sus hazañas bélicas o por sus grandes gestas científicas en los remotos confines del Imperio.

El inspector Trulock se ocupó de la investigación, pese a que sus superiores le habían instruido para que dejara pasar los detalles. Sin embargo, había desaparecido un hombre al fin y al cabo..., por lo que Trulock se impuso interrogar, al menos, al pasajero rescatado por Harper. Para su sorpresa, éste se había esfumado y, extrañamente, nadie en la tripulación recordaba nada ni supo darle cuenta del mismo.

Al adentrarse en las bodegas del barco, la peste a alcohol le sobrecogió, y sobre unos sacos halló a un marinero que dormía la mona, al que sacudió violentamente hasta que logró que se medio despabilara.

Por él supo que a menudo se organizaban timbas donde se cruzaban fuertes apuestas, y que la noche del accidente un pasajero de gran condición, un caballero, había perdido hasta las cejas jugando a los dados con el pobre John...; y que John... tiró al río... a aquel caballero... porque no le quería pagar -llegado a este punto, el marinero empezó a reír a carcajadas-,  ... pero al ver que se ahogaba... con su dinero... trató de salvarlo... Y ya no pudo seguir hablando, pese a las bofetadas que le dió el inspector para que no se durmiera de nuevo.

Al día siguiente se celebraron los funerales por la memoria del héroe popular John Harper, reuniendo tanto a miembros de la Corona, y demás aristócratas, como a un sinnúmero de harapientos de caras sucias, que plañían inconsolablemente.

Al abandonar el cementerio, el inspector Trulock se acercó a la viuda para darle el pésame. No tuvo valor para confesar que su marido había desaparecido después de haber asesinado a un caballero en el Támesis y robarle todo lo que llevaba encima. No tuvo valor para confesarle que acababa de enterrar a un desconocido, víctima de la depravación de su marido. Se despidió de ella, dejándola en la creencia de que era la viuda de un gran héroe.

En cuanto al misterioso pasajero, los superiores ordenaron que se clasificara como secreto, pues no debía de cundir el escándalo de un lord que se mezclaba con las clases bajas. Ya llegaría el día en que le echaran el guante a Harper, y ese día nadie preguntaría por un difunto, un tipo que ya no existía para la ley, un nadie que, con suerte, aún no habría tenido tiempo de gastar toda la fortuna robada.

Un abrazo

domingo, 11 de mayo de 2014

La soledad del artista

Querido amigo:

Vivía apasionado por su trabajo. Se levantaba y se acostaba imaginando nuevos diseños, nuevos materiales, nuevos colores. Y no le faltaba el trabajo, porque hay seres humanos que llevan la coquetería hasta sus últimas consecuencias. Así pues, le llovían los encargos. Artistas y celebridades se ponían en sus manos. Hombres y mujeres elegidos por el talento, señalados por las musas, bendecidos con la fama... que para él no significaban sino simples mortales que se resistían al olvido eterno, que soñaban con la inmortalidad.

Él dibujaba los bosquejos, inspirándose en la psicología, obras y circunstancias y gustos del cliente. Luego se encerraba en su taller estudio, acariciaba los materiales, mezclaba las pinturas, moldeaba las formas, cosía los remates, lijaba los bordes... y en cada tarea se concentraba en cuerpo y alma, consciente de que su entendimiento, su genio y sus manos ya no le pertenecían, sino que se poseían del halo divino, tornándose en instrumentos del gran Creador.

Al cabo de unas horas de dicha absoluta, salía del taller estudio con la obra concluida. Extenuado, contemplaba como se la llevaban a su cliente, y se despedía de ella para siempre. El último adiós del artista con su obra. Después, la soledad y el silencio le sumían en una taciturnidad insoportable. Al fin y al cabo, la fama y los elogios siempre recaían en sus clientes, mientras que muy pocos reconocían su talento, ni siquiera le consideraban un artista, sino un artesano.

Para huir de aquella tristeza que le embargaba, salía en busca de su media naranja. Un joven atractivo, sobre quien ningunos ojos de mujer pasaban indiferentes. Allá donde entraba, en una galería de arte, en un museo, en un teatro, en un pub, sentía el acoso del deseo, la impaciencia de la lujuria en aquella que le sonreía insinuante desde la butaca de al lado, en la que se le acercaba a comentar una escultura o un cuadro, en la que se le arrimaba provocativamente en la pista de baile... Pero él no buscaba el efímero consuelo de las sábanas, anhelaba un amor sincero y duradero.

A su alrededor se extendía el reino de la vanidad. Un reino de hombres y mujeres que reclamaban su derecho a ser ellos mismos, a distinguirse de los demás. Un mundo donde todos presumían de genio artístico, de suma inteligencia, de talento incomprendido. Vestíanse, comportábanse como tales. Pobres mortales, sedientos de reconocimiento eterno. Pero a nuestro artista, todos esos egos le parecían pasajeros. Su obra se lo repetía todos los días.

Y siempre terminaba entablando conversación con alguna mujer hermosa, aquella de entre las que coqueteaban en torno a él que llamaba la atención de su instinto. Una mirada bastaba para leer la bondad de aquel alma. Y hablaban y hablaban durante horas, conociéndose, enamorándose poco a poco, hasta que... hasta que ella le preguntaba a qué se dedicaba... y él respondía que al arte... ¿Y qué arte? - insistía ella embelesada, ardiente ante el hallazgo definitivo del alma gemela... Y él, modesto y ruborizado, se iba apasionando poco a poco, a medida que describía su obra...

"Soy un artista fúnebre, diseño el último lecho, el "hasta pronto" que nos despide, el último homenaje, el último honor... Y mi obra se personaliza en cada caso... Así, imagino ataúdes de cristal, ataúdes de colores, o estampados con el cielo, con la tierra, con notas musicales, con olas marinas... Ataúdes mullidos y confortables, monumentos funerarios dotados de un hilo musical, de luces, pompas fúnebres alegres, despedidas temporales... Ese adiós que se resiste a ser definitivo... El último abrazo, el gran consuelo, el descanso fraterno... son los poemas, los versos de la muerte. La muerte no sólo se viste de blanco o negro... hay muertes sublimes, hay vida en ellas, y yo la siento, la palpo con mis manos y me dejo llevar por tales ensueños al configurar los prototipos... "

En raras ocasiones duraba su apasionada exposición más allá de un cuarto de hora, pues la que se intuía como su fiel alma gemela le terminaba interrumpiendo, y huía despavorida con cualquier excusa de mala improvisación. Y él se quedaba de nuevo solo, reflexionando sobre la mujer que acababa de partir. un ego más que evitaba la mención del último suspiro, que se aterraba ante la idea de la mortalidad... Pero el tiempo corre inexorable, y los hilos del destino se calculan con precisión infinitesimal, y tal vez en esa infinitésima parte del final radique la comprensión total en el alma gemela que hoy siempre huye, y que hoy no soporta el triste adiós del olvido.

Un abrazo

domingo, 27 de abril de 2014

Instinto

Querido amigo: 

Ha años que aguardo. No arrojo la esperanza al fango de la indolencia. Mi confesionario lleva años sin cerrar sus puertas, ni de noche ni de día, desde que bendije al último hombre que salió de la iglesia a hombros, acompañado del luctuoso tañido de las campanas. 

Desde entonces, muchos se mudaron para nunca volver, y las calles de este pueblo se tiñeron de silencio. 

Otrora, el día que casé a Diosdado con Angustias, la hija del hacendado Cosme, todos celebramos el triunfo del amor. Cómo si no se habría fijado aquella flor de muchacha en aquel pobre labrador, que apenas sabía hablar. Y él, cómo la quería. La felicidad se desbordaba en su sonrisa, cuando desde el predio me veía y se incorporaba para saludarme de lejos con la azada. 

En cuanto a la Angustias, mudaba de talante como las estaciones. Se casó primaveral, su amor luego se agostó con tanta pasión, y ya en el otoño sin fruto, sin hijos, se hundió en el invierno. Muchacha bien, regalada y antojadiza, pronto se sació su libido, pronto comenzó a apretarle la alianza en el dedo, pronto busco nuevos aires para ventilar la alcoba nupcial. 

Una mañana, Diosdado no se irguió para saludarme. Ariñonado sobre el surco, hendía con violencia el azadón. Desde entonces, no se dejó asomar si quiera por la iglesia, sino por las tabernas, donde el vino se tornó en un traicionero confidente. Aquel día, conocimos que la Angustias esperaba ya de tres meses. 

Ni al bautizo de la criatura acudió el labrador, que aquel día se emborrachó hasta perder el sentido. Sincero y brutal como la gente que labra estas tierras casi estériles, Diosdado no fingió, no guardó las apariencias ante el pecado de su esposa. Guardó silenció, selló el corazón al perdón y se entregó a avivar la sed de la venganza. 

Mientras tanto, el bastardo crecía sano y fuerte, bajo la protección del hacendado Cosme, que temiendo el momento en que estallara la ira contenida de su yerno, se volcó en su nieto. 

Siete años había cumplido el niño, el día que amaneció el pintor con una puñalada en el pecho. Para entonces, las desavenencias entre Diosdado y Angustias se habían olvidado, y los vecinos terminaron por convencerse de que había un homicida maníaco entre ellos. El miedo se apoderó del espíritu popular, y ya nadie se confiaba en nadie. 

Cuando el féretro del infortunado pintor cruzó los umbrales del portón de la iglesia, acompañado del luctuoso tañido de las campanas, me alumbró una visión. Tras los cristales de la puerta de la taberna que se encuentra en la plaza, el sombrío rostro de Diosdado contemplaba con una sonrisa el cortejo fúnebre. Nunca antes había yo reparado en aquella taberna, pero en aquel momento, sumergido en el silencio quebrado por las campanas, sentí una premonición, y mi mirada se clavó en la del labrador. Desde entonces supe inefablemente que mi confesionario habría de esperar día y noche a aquel alma atormentada. 

Me devané los sesos tratando de comprender por qué Diosdado había cometido aquel crimen contra un hombre que se pasaba la vida con sus lienzos y pinceles. Un hombre que a nadie molestaba, de quien nadie podía hablar nada malo. 

Una tarde, al pasar junto a la escuela, vi al nieto de Cosme dibujando de rodillas en el patio con tizas de colores, con tanto primor, con tanta dulzura, que no más parecía que sus manos tenían vida propia. 

Ya todo me quedaba claro, todo salvo cuánto tiempo habría de seguir esperando en mi confesionario, donde ya apenas quedan feligreses, porque el miedo se los ha ido llevando. 

Un abrazo

sábado, 5 de abril de 2014

Bajo la lluvia

Querido amigo:

Crecimos juntos, frente a frente, cada uno en una acera de la misma calle. Una estrecha calle de pueblo. Tan estrecha que a penas llegábamos a rozarnos las puntas de los dedos cuando nos asomábamos a los balcones. 

Juntos compartimos pupitre, juntos los juegos, juntos todo el día, juntos para toda la vida... hasta que su padre la envió interna a un colegio de la capital de la provincia, porque a don tal no le agradaba que su querida niña se mezclase con la "gente baja". Al principio no entendí nada, yo entonces ya contaba con doce años y casi rebasaba en altura a su padre ¿a qué se refería con eso de la "gente baja"? 

Sin comprender nada del amor, sólo sentía que me habían arrancado a "mi mejor amiga, a mi única... , a mi querida..., a mi... ¿cómo decirlo?"; y el dolor por su ausencia me trababa la lengua , pues tanto significaba ella para mí que, a mi corta edad y con mi inocencia, no hallaba palabras en el diccionario para describir la magnitud de mis sentimientos. Aquel internado de la capital se había llevado parte de mi vida... 

Con ella lejos, no me quedó otra que llenar el hueco como fuera. Me apliqué a estudiar, tratando de liberar mi mente de su recuerdo. Mas el corazón no olvida fácilmente. Al corazón no se le engaña así como así. 

Me llamaron a filas, un buen día. Uno no se da cuenta cómo, pero una mañana me miré al espejo y descubrí no sólo que me había hecho hombre, sino que mis manos debían sostener a partir de entonces a la familia. Por ello, al licenciarme me instalé en la capital, poco mayor que el pueblo, pero con más oportunidades para hacer carrera. Allí me empleó la caja de ahorros, como conserje de una sucursal en el Barrio Alto, situado a las afueras.

El destino dictó que volviéramos a encontrarnos, una tarde bajo la lluvia. Ella iba del brazo de su padre, que me escrutó con el ceño fruncido, de arriba a abajo. Vivían en el centro, como yo, pero su familia moraba en un elegante edificio modernista, mientras que la mía en una casa vieja y sin restaurar situada justo enfrente. 

Volvimos a encontrarnos, pero mi mente ya no reconoció en ella a la compañera y amiga de la niñez, pues ahora caminaba por la vida rodeada de aires aristocráticos, presumiendo junto a las buenas familias de la capital, mientras que yo, al fin y al cabo, me dedicaba a abrir la puerta a los clientes de la caja, y a barrer el portal. Sin embargo, el corazón... Al corazón no le engañaban todas esas distancias. 

Con el tiempo prosperé en mi trabajo. Me examiné y me ascendieron a contable, y me trasladaron a una sucursal del Barrio Bajo, al otro cabo de la ciudad. Detrás de una ventanilla, recibía a los vecinos y les ponía en orden sus cartillas de ahorro. 

Una mañana muy temprano, casi no había despuntado el alba, me topé con su padre rebuscando en una papelera. Temeroso de que pudiera verme, me oculté en la penumbra de un portal, y desde ahí le seguí con la mirada en su periplo por todas las papeleras de la calle. Al llegar a la oficina, busqué los datos de su padre, y a través de un compañero, vine a conocer que la familia rayaba la ruina, porque don tal (que me da tanta rabia, que me niego a nombrarle) había dilapidado toda su herencia viviendo por encima de sus posibilidades, y ahora ya sólo les quedaban las apariencias. Y aún más, poco a poco me fui enterando de que ya nadie les fiaba, y de que hasta había alguna modista y alguna peluquería que les cerraba la puerta.

Pese a todo, cuando me cruzaba con ella por el barrio, me seguía admirando ese porte suyo tan señorial, con sus zapatos de tacón, sus medias de licra, su abrigo de buena y cálida piel, su pelo a la última..., que diríase una marquesa. Su trabajo le costaba a la pobre, que se pasaba horas y horas en la máquina de coser, arreglando y desarreglando las viejas prendas para adaptarlas a la moda, y aun cosiendo por encargo para ganarse discretamente unas pesetas con que pagarse el café con leche y el suizo con el que pasaba toda la tarde en alguna de las buenas cafeterías del centro. 

Una tarde de lluvia, la vi tan desmejorada, que comprendí no había probado bocado en todo el día. ¿Tan mal le iba a la familia? La quise invitar a tomar un café, pero ella rehusó muy cortésmente, en el fondo inquieta por la posibilidad de que alguna de sus amigas o su padre la vieran conmigo en una cafetería. Me partía el alma verla pasar necesidad... 

Entonces, mi corazón resolvió ayudarla desde la sombra, sin avergonzarla. Tal vez la amaba más de lo que yo si quiera me atreviera a confesarme a mi mismo. Por amor renuncié a parte de mi exiguo jornal, y cada lunes le remitía una carta con 500 pesetas, firmada por una tal Fulanita de Cuál, amiga íntima del internado, que se había casado con un arquitecto y que se pasaba la vida viajando y enviando postales a sus amigas. No creo que ella nunca se creyera la coartada de la Fulanita, pero junto a aquellas cartas llenas de aventuras y paisajes variopintos, siempre había 500 pesetas contantes y sonantes, en viadas por algún ángel de la guarda benefactor. Sin embargo, el matasellos no mentía, todas las cartas se habían enviado en algún buzón de la ciudad. 

Pasaron varios meses, y yo no fallé a mi cita puntual de los lunes. Me encontré con ella muchas veces, con gran regocijo por mi parte, pues nunca más volví a verla con aquella expresión famélica que me había removido el alma un tiempo atrás. Nunca me habló del dinero anónimo que recibía, no yo pensé que ella sospechara de mi. Hasta que una noche, bajo la lluvia, al volver del trabajo me la encontré esperándome en el portal de mi casa, y aquella noche me permitió acompañarla a una cafetería, y hasta me presentó a alguna amiga que nos topamos. 

Mi corazón estaba en lo cierto, mi mente se engañaba. Mi vieja amiga de la infancia había regresado. Aquella noche la volví a tomar de la mano, con lo que un gesto así significa en una capital de provincias pequeña, de rancias costumbres; y al amparo de un paraguas nuestros labios apenas se rozaron antes de prometernos que nos encontraríamos al día siguiente para pasear por el parque, tal vez bajo la lluvia, y al día siguiente también, y al siguiente, y así, así... toda la vida, como no podía ser de otra forma. 

Un abrazo


domingo, 16 de febrero de 2014

Destino amargo

Querido amigo:

Que la Justicia es ciega, siempre lo tuvo presente aquel magistrado. Acusado tras acusado, todos ellos con complejos expedientes acumulándose en su despacho, esperando a que él decidiera su destino. Si un juez ha de velar por esclarecer las fronteras de los delitos, aquel juez carecía de tiempo material para forjarse apenas una superficial impresión de los hechos, dictando sentencias casi como un autómata, sin ahondar en las raíces de la realidad.

En su caso, la Justicia no sólo era ciega, sino que además se abrumaba por el peso de los casos que desbordaban los platillos de su balanza. Por eso mismo, aquel juez siempre achacó todo error que pudiera cometer a la precariedad de medios que el sistema ponía a su disposición. Se exoneró de toda culpa. Al menos, eso pensaba él.

Pasaron los años, y aquel magistrado se jubiló y se dedicó a viajar por el mundo. Y el destino, que no descansa nunca, quiso que llegara a una aldea de la estepa de un rico país. Un paisaje inmenso, llano y hondo, donde el alma se contraía como si se enfrentara a un abismo insondable. Un refugio donde recobrar la paz perdida, donde olvidar toda distracción para descansar entre cielo y tierra, bajo noches gélidas de firmamentos sembrados de misterios; en praderas que se mostraban tal cuáles se habían mostrado desde hacía cientos de miles de años, mucho antes de que el primer hombre pusiera su pie sobre la Tierra; llanuras por las que habían pasado de largo tantos pueblos hoy desaparecidos, el eco de cuyas lenguas y tradiciones aún resonando en el viento.

Y si paz anhelaba hallar en aquella remota aldea, topóse el viejo magistrado con el aura de un héroe que no hacía muchos años había nacido en aquellas mismas soledades.

Un hombre le habló de aquel héroe, gloria de aquella tierra, que sin nada más que un hatillo de ropa y el corazón henchido de valor, emigró a orillas de un mar repleto de petróleo. Allí sobrevivió, pobre siempre, trabajando para una empresa estatal, hasta que la bandera y los mitos de la patria se le cayeron encima. Morirse de hambre nada tenía de patriotismo; pues no cabía otra opción con un mísero jornal que no daba ni para pan... Y declararse en huelga, llamar a abandonar las herramientas y manifestarse ante la residencia del Gobernador, se pagaba muy caro en aquellos tiempos. El ejército atropelló aquellas voces que reivindicaban su derecho a comer. Bajo las balas perdidas, hubo de huir a campo través, y exiliarse a un país lejano donde no alcanzara la orden de arresto que se habían inventado para él. Acusado de graves delitos, viajó escondido, franqueando una frontera detrás de otra, sin conseguir desprenderse nunca del gélido aliento de los esbirros que el régimen había arrojado en pos de él, como perros rabiosos, sedientos de sangre inocente.

Su peripecia culminó una mañana, cuando despertó en medio de un campo, en un país lejano. Dos guardias le exigían su documentación en una lengua extraña, y aquellos papeles no pudo mostrar, porque se habían quedado a orillas de aquel oleaginoso mar. Como inmigrante ilegal se le condujo ante un juez, un tipo joven que instruyó se iniciaran las diligencias para repatriarlo a su país de origen. Poco después, llegaron a aquel juzgado noticias de muy lejos, con la ignominiosa orden de arresto, plagada de calumnias. Pero también llegaron voces que defendían al fugitivo, al que definían como una víctima de la intolerancia política de una tiranía sin escrúpulos.

El juez, muy ceñudo, quiso evitar el escándalo, pero ya era muy tarde. El caso estallaba en sus manos. Expatriar al huelguista prófugo significaría entregarle a las fauces de un régimen que no dudaría en pasarlo por la piedra; pero retenerlo en casa significaba un sinfín de problemas. Para empezar, enturbiaría las cordiales relaciones entre su país y aquella satrapía, cuyas fronteras se cerrarían definitivamente para las empresas que allí buscaban un nuevo Dorado. Las presiones llegaron de muy alto, y aquel juez consintió en la extradición, y pasar página.

El obrero regresó a bajo arresto a su país, y nunca más el juez oyó hablar de él, hasta aquel día en una remota aldea de la estepa de aquel país, donde supo que el héroe había muerto en prisión, poco después de haber sido extraditado. Que las autoridades argumentaron que había sufrido una neumonía, nadie lo había creído.

El juez tampoco pudo creer que la Justicia le arrebatara la venda de los ojos, para ponerle delante de su primera y única sentencia de muerte, la que dictó sin cuidarse de ello al lavarse las manos como un Pilatos, entregando al verdugo un refugiado cuyo único pecado había consistido en pedir pan para llevarse a la boca.

Calló el juez su falta, y huyó precipitadamente de aquella aldea. Y al llegar a orillas del mar de petróleo, un camión que llevaba el logotipo de una empresa de su país casi le arrolla.

Un abazo

domingo, 9 de febrero de 2014

Tarde de circo

Querido amigo:

Alegre llegaba el circo a una población, con sus artistas actuando al paso de la caravana por las calles y plazas. Payasos, funambulistas, trapecistas, prestidigitadores, hipnotizadores, malabaristas y... ¡el gran domador! ¡El gran Charlie!

El último número, el más esperado, cuando los leones saltaban a la pista, con sus largas melenas y afiladas garras, con sus tremebundas fauces, rugiendo poderosamente. Sin embargo, detrás de aquella fiera apariencia, se ocultaba una larga historia de amor.

El gran Charlie había nacido en un circo, en algún lugar entre aquí y allá, y desde niño jugaba con los leones de su padre. A todos ellos los había visto nacer, para todos había sido como una segunda madre.

Atos, el más anciano, a quien de cachorro había metido en su cama, para darle calor durante un frío invierno. El viejo Atos, el padre y abuelo de toda la prole. Luna, la abuela, siempre tan coqueta y sensual, que lamía al gran Charlie porque, según parecía, se había enamorado del hombre, olvidando su condición de leona.

Una gran familia felina, mimada y querida, a la que no faltaba de nada. El gran Charlie había aprendido tanto de sus camaradas, que sentía incluso que llegaba a compartir con ellos una especie de idioma, una comunicación basada en gestos, gruñidos, caricias, voces... Así adivinaba si alguno de sus amigos sufría algún dolor o se hallaba fatigado por el viaje.

De noche, cuando el circo dormía, a tientas abría las jaulas y se iba a dar una vuelta con sus animales. ¡Ay, cómo gozaban! Respirar el aire de la libertad por unos instantes, corriendo por los campos y descampados que rodeaban los pueblos... sus largas melenas al viento. En tales momentos, aquellos fieros gigantones tornábanse mansos gaticos, que luego regresaban con el corazón alegre a sus jaulas, para dormir plácidamente en su mullido lecho de paja limpia.

Pero había que guardar las apariencias, y tan pronto amanecía y la vida despertaba en el circo, había que recogerse, como si de fieras se tratara. Nadie podía conocer el secreto...

Y llegó el espectáculo. El público aplaudía enfervorecido. ¡Los leones! Algunos niños lloraban de terror al verlos saltar a la pista, tan monstruosos parecían los reyes de la selva. Entonces el gran Charlie se ponía a jugar con ellos, como el que juega con una manada de gatos... Todos se divertían. Atos y Luna ya no tenían fuerzas para saltar de un banco a otro, pero sí que se esforzaban por danzar juntos como la pareja dichosa y alegre que en realidad eran.

Los más jóvenes brincaban de aquí para allá, al ritmo de la música que interpretaba la orquesta. ¡Hop, hop!

Entonces, algo cayó en la pista. Alguien del público había arrojado un envoltorio... Adán, el pequeño de todos se acercó con curiosidad... Olisqueó el papel y enloqueció. ¡Qué pasaba! ¿Qué había en el envoltorio? El pobre Adán sufría indeciblemente, el gran Charlie se percató enseguida de ello, y corrió hacia el animalico que se retorcía en la pista, soltando zarpazos a diestro y siniestro, rugiendo a pleno pulmón.

Como la orquesta seguía tocando, el público creyó que la fiera se revelaba contra su domador, como parte del espectáculo. Pero cuando el felino se abalanzó sobre el gran Charlie, todos se dieron cuenta de que algo raro ocurría.

El buen domador trataba de apaciguar a su amigo, acariciándole el pecho, algo que le constaba encantaba a aquel leoncillo, manso y curioso. Mas Adán no sentía las caricias, nada le consolaba. Desesperado, hirió de un zarpazo al gran Charlie, que comenzó a sangrar abundantemente, mientras intentaba inútilmente mantenerse lejos de las fauces de Adán.

Atos se acercó, muy asustado, y en su lengua de león, instó a Adán a comportarse, y hasta le soltó un zarpazo para apartarlo del gran Charlie, pero el joven león se revolvió contra su abuelo y lo tumbó de un empujón. El gran Charlie, saltó corriendo entonces, y abandonó la jaula.

Un asistente, disparó un dardo tranquilizante, y Adán cayó atontado en la pista, durmiéndose a los pocos minutos. Los animales volvieron a sus jaulas, todavía traumatizados por cuanto acaba de ocurrir. La pobre Luna, lamía al desventurado Adán, que yacía inconsciente.

La función había concluído, el circo se desalojaba lentamente. Cuando regresó la calma, el gran Charlie encontró el envoltorio que había trastornado a Adán. Nunca supo determinar qué clase de veneno contenía.

Aquel sería el último espectáculo de leones del gran Charlie, que se retiró con su familia felina a una tranquila casa de campo, por donde sus animales podían vagar libremente sin temor a nada ni a nadie. Sin temor a que una fiera sin entrañas arrojara veneno a aquellas mansas criaturas, cuyos fieros instintos ya sólo permanecían vivos en el imaginario popular.

Un abrazo

sábado, 8 de febrero de 2014

Valor

Querido amigo:

"Sin amor, esta vida no merece la pena vivirse" - solía repetir el abuelo, cuando se fumaba su pipa después de cenar, alzando la nostálgica mirada al retrato de la abuelica que presidía el salón.

El niño siempre creyó que su abuelo echaba mucho de menos a la abuela. Sin embargo ¿no estaba el resto de la familia junto a él? ¿O es que el abuelo no los quería? ¿No se sentía querido, tal vez? Ese "Sin amor, esta vida no merece la pena vivirse" sumía a todos en profundas cavilaciones.

El tiempo pasó, el nieto devino estudiante de Derecho, mientras que el peso de sus muchos años terminaron por derribar al abuelo. En el Colegio Mayor, un telegrama escueto: "Abuelo muriéndose. Ven pronto"; luego, un interminable viaje en el tren nocturno; y aún no clareaba la aurora de aquella larga vigilia, cuando el joven cayó de rodillas al pie del lecho del abuelo agonizante. El anciano, en un hilo vacilante de voz, que más parecía un desvarío, murmuró: "Amor y miedo, la eterna lucha... El amor... la Fe..."; y entregó su alma.

El muchacho regresó a Salamanca, y retomó su vida, sus estudios. Algunos desengaños sentimentales le precipitaron en un agudo sentimiento de vacío y soledad. Buscó refugio en sus libros y en sus legajos, pero estos apenas si le distraían unas horas, y la tempestad que agitaba su ser retornaba inexorablemente, cada vez con mayor fragor. Del Colegio Mayor a la Facultad, y vuelta al Colegio Mayor, condenado a un invierno que no cesaba nunca...

Costó convencer al padre, pero lo consiguió finalmente. Un préstamo que habría de devolver algún día, palabra de honor. El estudiante se despidió de la Universidad y se embarcó en un vuelo con destino a las sabanas mozambiqueñas, una tierra hostil y sin comodidades, desconocida y desafiante... El joven había emprendido la búsqueda del amor. "Amor y miedo, la eterna lucha", resonaba en su espíritu. Había que derrotar al miedo si anhelaba amar, amar de verdad, y merecer vivir esta vida.

La primera noche que pasó en medio de la jungla, junto a una hoguera, la oscura inmensidad que le rodeaba amenazaba con destrozarle los nervios. De lejos llegaban los rugidos de las fieras, el barritar de algún elefante... De cerca, el sibilante deslizar de alguna serpiente... Toda la jungla parecía haberse sumergido en una nube de mosquitos. A cada instante le traicionaba el pánico, y creía sentir imaginarios insectos recorrerle la espalda, o subirle por dentro de las perneras del pantalón. Sí, sentía el aliento gélido de la muerte, acechando tras aquella espesura impenetrable.

Sacó de la mochila la vieja pipa del abuelo. A las primeras caladas, le invadieron poderosas náuseas. No había fumado en su vida. El cielo plagado de estrellas parecía derrumbarse sobre su cabeza. Los nativos le miraban estupefactos.

A aquella noche en vela siguieron muchas otras, que fueron cimentando su coraje. Durante su largo peregrinaje por el corazón de África, vivió muchos peligros, resistió los embates de la enfermedad, y volvió a nacer innumerables veces. Aquella era la vida, la vida en la que el ser humano se enfrenta cara a cara con la Naturaleza, con su vulnerabilidad, en comunión con lo ignoto, con lo misterioso, pero entregándose a la vez a la firme convicción, a la Fe absoluta en un Creador de quien había surgido, humilde humano de barro, y a quien regresaría más tarde o más temprano. Amaba aquella vida, que despertaba en su corazón las más primigenias pasiones. Amaba aquellas veladas junto al fuego, sintiendo el palpitar salvaje en torno a él, a su pipa, y a sus renovados pensamientos. Amaba y vivía, vivía y amaba. Las palabras del abuelo cobraban pleno significado en medio de aquel retiro espiritual: "Sin amor, esta vida no merece vivirse", "...el amor,... la fe...".

Mas cuando mayor sentía la confianza en si mismo, hubo noches en que el silencio más completo se apoderó de la selva. Observaba entonces el pánico titilar en las pupilas de los nativos, pues cuando el murmullo de la selva se ensordece, la muerte se acerca. Alrededor de la hoguera, contenían entonces la respiración, aguzaban el oído, pero aquel apartado rincón del planeta se había silenciado como una tumba. El miedo trastornaba los sentidos,, y hasta las volutas de humo de la pipa parecían retorcerse como ánimas devoradas por las llamas, extendiendo las manos hacia los vivos, reclamando un instante más de vida que aliviase los tormentos del más allá. Luego, por fin, el crujido de una rama, al vencerse por el peso de una pantera, la hojarasca removida al paso de una cobra... y todos respiraban aliviados, porque la muerte había pasado de largo en aquella ocasión.

Después de vivencias como aquellas, qué más podía arredrar el ánimo de un hombre. El abuelo había vivido su guerra, las tensas horas de espera, la carga del enemigo, la lotería de las bombas, la muerte respirando tras una esquina, a un paso... Ahí aprendió a amar, a apasionarse con la vida... Vencer al miedo, hoy igual que ayer, caminando por las sendas del espíritu recóndito que todos llevamos consigo, un espíritu que no aflora en la Facultad de Derecho de Salamanca, que se revela únicamente a orillas de un río repleto de cocodrilos, en medio de una velada rodeado de silencio, delirando en un jergón, sin saber si la quinina hará efecto esta vez.

Cuando volvió a casa de los padres, había mudado de piel. Nada quedaba del medroso estudiante. El hombre nuevo se abrazó a los suyos, como quien regresa del más allá. Los amaba sí, más de lo que ellos se podían imaginar... ¡cuántas veces les echó de menos! ¡cuántas cartas no pudo enviarles, perdido en aquel corazón salvaje! Pero la comodidad de su vieja alcoba, de su blando colchón, de su apacible barrio... De aquel país, el suyo, que ya no le reconocía. Un país donde se sentía extranjero. Una jungla de asfalto, colmada de ambiguos sentimientos, que le inducían desconfianza.

A veces, el silencio del barrio le causaba una inquietud desconcertante, en aquellas noches de ciudad tranquila de provincias; y se levantaba de madrugada y encendía la vieja pipa del abuelo, sintiendo que la muerte rondaba, al igual que en la selva, con sus espíritus sin paz reclamando un instante más de vida. Nunca le abandonaría aquel terror ancestral, primitivo, al silencio total.

Ni la ruina económica, ni el dolor, ni la enfermedad, ni la marginación de los demás le volvieron a asustar. Vivió siempre mereciendo la vida, sintiéndola en casa latido, amándola con gratitud. Amor así, rara vez se registra en una sociedad que exalta la libertad, la justicia, los sentimientos... una sociedad tranquila y confiada en sí misma, satisfecha y ociosa... una sociedad que se derrumbaría, con toda su libertad y su justicia, tan pronto como la selva dejara de rugir.

Un abrazo

sábado, 1 de febrero de 2014

La guadaña

Querido amigo:

Los viajeros atestan a todas horas los vagones de los trenes de la única línea que cruza el barrio financiero de la gran ciudad. Ejecutivos muy trajeados y demás trabajadores se apretujan unos contra otros durante los largos trayectos. Nadie presta atención a nadie, cada cuál sumido en sus propias preocupaciones. Recorre la línea un aire de indiferencia, que podría parecerse a la tolerancia.

No obstante, aquella noche saltó la chispa que inflamó aquella atmósfera cargada de prejuicios. Unas avería en la línea a última hora del día, ralentizaron hasta la exasperación el funcionamiento de la misma. Los andenes rebosaban de viajeros esperando trenes. El último había pasado hacía media hora ya, y la compañía de metro no daba explicaciones.

Por fin, muy despacio, llegó un tren, en el que los pasajeros casi no podían respirar de lo embutidos que viajaban. Los que aguardaban en el andén se abalanzaron a los vagones, intentando abrirse hueco a empellones. Enseguida se generó una gran confusión. Los que ya se encontraban en el tren gritaban que no había espacio para nadie más, y defendían la plaza a codazos. Los del andén no se resignaban a quedarse fuera, esperando hasta quién sabía cuándo vendría el próximo tren.

El maquinista intentó en vano cerrar las puertas varias veces, y cuando finalmente lo logró, temió que alguien de los que se quedaban en el andén pudiera caer a las vías cuando el tren reanudara la marcha. Faltó muy poco para lamentar una desgracia. El tren partió dejando atrás un hueco y airadas protestas.

Entonces, de entre aquel caótico coro se eleva una voz que siembra el silencio. Al parecer, una señora había sorprendido a un carterista con la mano en su bolso. No había nada de especial, otras veces había ocurrido, pero aquella noche, tras una larga jornada de trabajo y una larga espera en el andén, los nervios se habían afilado como puñales. Enseguida, unos tipos muy trajeados redujeron al ladrón, un tipo aparentemente normal, a quien si se observaba con más cuidado, con su ropa vieja y sus zapatos gastados, se descubría que la vida no le había tratado a cuerpo de rey.

Comenzaron a llover golpes sobre el infeliz. Puños vengativos que se escudaban en el anonimato de la muchedumbre. ¡Caro iba a pagar su atrevimiento!

Sin embargo, como un ángel caído del cielo, una voz se impone al griterío, una voz que hace callar a todos, que infunde respeto, que clama justicia. Y de entre no se sabe dónde aparece un hombre que se enfrenta a quienes castigan al reo que, ya aturdido, ha perdido casi el conocimiento.

Y este adalid de la justicia se interpone entre el carterista y sus jueces. Le instan a que se aparte, amenazándole con pegarle a él también, pero aquel hombre parece haberse clavado en su sitio como una estaca, y sólo con su mirada de acero contiene a los más exaltados. Ya no hay lugar para mediar más palabras, todo está dicho; sólo los puños pueden pronunciarse o callar para siempre.

El ladrón, el más débil, estaba a punto de sucumbir. Ya no cabía esperar regresar a su miserable casa la escasa calderilla que la señora que le denunció pudiera portar en el bolso, mas rezar para llegar indemne. Ante aquellos irascibles ejecutivos, aparecía como la hez de la sociedad, alguien cuya vida no merecía una oportunidad más. Hasta que alguien llama a la paz, o las manos, como un David surgido de la nada para plantar cara a un Goliat poderoso, fuerte como un banco de inversiones, con un espíritu insensible capaz de devorar a todo pobre que se interponga en su camino.

Mas no, porque detrás de aquel infeliz que se vio forzado a hurtar en el metro para sobrevivir al paro donde se vio arrojado por aquellos jueces de elegante traje, móvil a la última y gomina en el pelo; detrás de aquel alma, emerge la gente, aquellos que limpian los edificios, que sirven cafés y comidas, los que cargan las mercancías hasta las tiendas, los que reparan las averías, los que de exangües salarios pagan sus impuestos a cambio de cada vez menos, los que apenas pueden ya con los intereses de las hipotecas que aquellos engominados engordan cada día más.

La tensión alcanza su clímax, en aquel andén puede desencadenarse una guerra de un momento a otro. Los que poco o nada tienen, poco o nada tienen que perder. Los que más tienen, temen que la Fortuna les vuelve la espalda, se tragan el orgullo con el que día a día arriesgan millones y millones, pues un movimiento más en falso y el destino acelerará su caída contra el frío y duro hormigón del andén.

Un tren irrumpe en la estación. La tensión se olvida. El carterista, auxiliado por su benefactor logra escabullirse disimuladamente, y cuando recobra el resuello no halla a nadie a quien agradecer el haberle salvado el pellejo.

El tren parte y el andén se despeja. Regresa la normalidad, la avería que afectaba a la línea ha sido reparada. En diez minutos, la indiferencia disfrazada de tolerancia ha vuelto a reconquistar la convivencia.

Sin embargo, los vigilantes de la estación, que han presenciado todo a través de las cámaras, todavían no se han repuesto del susto. Ellos, desde su altura, han comprendido que la guadaña ha pasado rozando la cabeza de la paz social, una guadaña que ha ido afilándose muy discretamente, y que amenaza con no fallar la próxima vez.

Los jefes de sus jefes, transmitirán muy diplomáticamente lo sucedido a sus jefes, y estos a su vez a los suyos, hasta que algún político sonría frente a un suculento plato en un restaurante de lujo, mientras el coche con el que no precisa tomar el metro le espera desde hace dos horas en la puerta, ajeno a que la guadaña le busca a él también, porque la mala hierba seguirá creciendo hasta que no se siegue de raíz.

Un abrazo