Querido amigo:
Anoche me desvelé de nuevo, así que me levanté y me asomé al balcón. Me extrañó no ver a nadie por las calles desiertas.
Esta mañana he sabido que anoche la ciudad se vistió de luto. Toda la vida nocturna se había mudado al piso de una pobre anciana, donde se había improvisado un extravagante velatorio. Anoche se le rindió el último adiós, y ante sus flacos restos desfiló una cariancotecida tropa de meretrices, camellos, macarras, chaperos, timadores, borrachos, juerguistas, gogós, camareros, jugadores, mafiosos y algún que otro hombre respetable... Ante la finada, todos callaban recuerdos que valía más ocultar.
Al amanecer, ya sólo quedaban los hijos de la difunta, cuando se presentó un eminente político para rezarle unos padrenuestros. Antes de despedirse, depositó una barra de carmín sobre la caja. Me crucé con él en la entrada del cuarto. Luego, los pocos que allí quedábamos, nos trasladamos a la iglesia. Mientras le dedicaba el responso, derramé una lágrima por los secretos que se iban a entregar a la tierra.
Las beatas de siempre bisbiseaban sus oraciones en un rincón, ajenas a las exequias. Una de ellas, que viste siempre de diseño, es esposa del político que me había topado en el velatorio. Se sienta siempre en el primer banco junto a la esposa de un distinguido banquero. En el silencio que siguió tras bendecir el pan y el vino, la esposa del banquero cuchicheó... ¿Quién es la difunta a la que tan sentido sermón le dedica el cura? Hube de reprimir un grito desde el altar cuando la mujer del político, respondió con desdén... Aquella vieja sinvergüenza que hacía la calle en la plaza...
Un abrazo
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2 comentarios:
Como siempre, un placer (esta vez doble) leer tus relatos...
Muy sabiniano, Javi. Te has salido.
Besos,
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