lunes, 31 de diciembre de 2012

La Navidad Sefardí

Querido amigo:

Nací en Francia, en el seno de una familia de judíos sefardíes. Mi padre me contaba que nuestros antepasados se habían exiliado de España siglos atrás, porque los Reyes Católicos habían decretado la expulsión de todos los sefardíes, so pena de muerte. Desde entonces, la familia se había instalado en Francia, sin dejar de soñar con el día en que pudiera regresar a Sefarad a recuperar las posesiones allí abandonadas. Por tal motivo, de padres a hijos, nuestra familia conservó el castellano como lengua materna.

Cuando los nazis invadieron Francia, yo debía contar con apenas cinco años. Temeroso de que, tarde o temprano, la familia cayera en manos de los alemanes y nos deportaran a todos a los campos de concentración, mi padre urdió un plan para emigrar a los Estados Unidos.

Sin embargo, los barcos zarpaban desde Lisboa, y para llegar allí había que cruzar España, país aliado de la Alemania nazi. Mi padre, que era hombre de negocios, escribió a su socio español que vivía en Zaragoza, rogándole que mediase por nosotros para obtener visados con los que pudiéramos atravesar los Pirineos y viajar hasta Lisboa. Mi madre recriminaba a mi padre que nos estaba poniendo en peligro a toda la familia, que aquel socio cristiano suyo los denunciaría tan pronto pisaran suelo español y que la policía franquista los arrestaría y los entregaría a los nazis. Pero mi padre confiaba en aquel cristiano, al que nunca había conocido en persona, pero con quien se había cruzado incontables cartas de negocios, y de quien nunca había dejado de recibir un pago o una mercancía.

Gracias al socio español de mi padre, el consulado español de París nos concedió los visados. En seguida nos pusimos en camino. Fue un viaje largo y penoso, durante el cuál siempre pesaba la amenaza de topar con un control de policía donde nos denunciasen por ser judíos.

El 24 de Diciembre y después de tres días de viaje llegamos a Zaragoza, donde el socio de mi padre nos albergó en un piso franco de su propiedad, situado en un céntrico paseo de la ciudad, en el mismo edificio donde él vivía con su familia.

Nevaba fuera y veníamos con mucho hambre y mucho frío. Mi padre y su socio habían convenido en que descansáramos un día entero en Zaragoza para reponer fuerzas antes de reanudar nuestro viaje hacia Portugal. Eso sí, nadie, nadie debía saber que nos ocultábamos ahí. No debíamos hacer ningún ruido que delatara nuestra presencia. Cualquier vecino podría denunciarnos, dando al traste con nuestros planes de huida y comprometiendo a nuestro benefactor español.

Al anochecer de aquel mismo día, Don Pablo, que así se llamaba el socio de mi padre, subió al piso donde nos escondíamos, para invitarnos a bajar a cenar con su familia.

- Pero nosotros somos judíos, Don Pablo... - comenzó a decir mi madre.

- Señora Raquel, esta noche es Nochebuena, y ni a mi familia ni a mi nos incumben sus credos religiosos. Desde hace años su esposo y yo mantenemos relaciones comerciales. Su marido nos envió comida durante los años de la guerra civil, y hasta nos ofreció su casa de París para que nos refugiáramos mientras durara la contienda. Su marido es mi amigo y mi familia sólo desea agradecerles todo lo que han hecho por nosotros.

No podíamos negarnos, así que subimos a celebrar la Navidad de los cristianos.

Todavía me estremezco de emoción al recordar aquellos momentos. La familia de Don Pablo nos aguardaba delante de una suntuosa mesa decorada con flores y velas. En un rincón junto a la chimenea había un hermoso retablo, con preciosas figuras de barro que, según me explicaron, recreaba a la humilde aldea de Belén de Judea, donde en la mayor pobreza había nacido el Mesías de los cristianos, casi dos mil años antes.

Cenamos opíparamente, y luego la familia de Don Pablo cantó villancicos. Mi hermano y yo jugamos con las hijas de Don Pablo, que nos enseñaron las letras de las canciones. También se cantaron y bailaron jotas, una danza tradicional de Aragón. Y nos dieron a probar el turrón y los polvorones y mantecados, así como las almendras garrapiñadas y las frutas de Aragón, y otros dulces navideños españoles.

Ya no temíamos que ningún vecino nos denunciara, pues Don Pablo le había contado a la portera que nosotros éramos unos parientes de Huesca, que habíamos venido a pasar la Navidad en familia.

La celebración se prolongó hasta las dos de la madrugada. Cuando nos despedíamos para retirarnos a dormir, Pilar, la hija pequeña de Don Pablo, me invitó a besar al niño Jesús del Belén, y en aquel instante sentí una dicha tan grande invadiendo mi corazón que supe que llegaríamos sanos y salvos a Lisboa y a los Estados Unidos.

Así sería. Semanas más tarde, a mediados de Febrero, arribamos a Nueva York, donde nos aguardaban unos parientes de mi padre.

Desde entonces mi familia y yo vivimos en América. Asistí a una escuela judía y me crié y eduqué en la Fe de mis mayores, pero doquiera que alguien se pronunciase en contra de los cristianos, en la sinagoga o en la escuela, siempre defendí que mi familia y yo habíamos escapado a la sinrazón nazi gracias al amor incondicional de una familia católica española, que se arriesgó a abrir las puertas de su hogar a unos pobres sefardíes hambrientos y ateridos de frió.

Desde entonces, siempre que celebramos Hanuka, siempre que prendemos las velas en el candelabro, no puedo evitar acordarme de Don Pablo y su familia, y especialmente de Pilar, con quien no he dejado de cartearme desde que aprendí a escribir.

Desde aquella noche, la Navidad de los cristianos me infunde un sentimiento de regocijo y esperanza, la confianza de que no importa cómo se crea y de qué manera, ni las costumbres y tradiciones de unos y otros, pues todos somos hijos del mismo Dios y, por tanto, hermanos.

Feliz Navidad y Feliz 2013

domingo, 23 de diciembre de 2012

Anónimo Veneciano

Querido amigo:

Eva guardaba un recuerdo imborrable de su infancia, de cuando debía contar tres o cuatro años. Una tarde su madre la vistió para salir, pero en lugar de ir a jugar al parque como siempre, la llevó al cine. Era la primera vez que pisaba un cine y Eva temblaba de emoción.  Sin embargo la película resultó ser para mayores, y Eva se quedó dormida al poco de empezar la sesión. Se despertó con una voz masculina que decía "Anónimo Veneciano, concierto en Do menor...", a la que siguió una escena en la que una orquesta interpretaba una dulcísima melodía.

Entonces irrumpió una mujer en el concierto. Una mujer joven, guapa, con enormes ojos, vestida con un abrigo naranja. Eva pensó que la actriz se parecía muchísimo a su madre, también muy moderna y joven, como una muñeca.

La mujer intercambió unas pocas palabras con uno de los músicos y luego abandonó corriendo el teatro, apenas conteniendo las lágrimas. La orquesta volvió a retomar el ensayo y la dulce melodía acompañó la escena final en que la joven mujer, llorando desesperadamente, exclamaba "!Dios mío, Dios mío!". Eva se volvió hacia su madre para preguntarle por qué lloraba tanto la actriz, pero descubrió que su madre también lloraba, desconsoladamente, por lo que se limitó a abrazarla con todas sus fuerzas.

Más tarde, ya en casa, comprendió por qué había llorado mamá. Papá se había marchado y ya no volvería más.

Pasaron los años, y Eva creció y se convirtió en una mujer muy hermosa, tanto o más que su madre. Alta, de tez morena y profundos ojos oscuros. Muchos hombres se acercaban a ella, pero Eva se burlaba de sus palabras, de sus excusas para intentar entablar una conversación, para invitarla a dar un paseo. Se reía de su puerilidad, de cómo se ponían en ridículo para hacerse notar, para llamarle la atención. No podía negar que algunos de ellos le resultaban muy atractivos, sin embargo los rechazaba también.

No sabría explicarlo, pero cuando alguno de aquellos hombres le gustaba, acto seguido escuchaba en su interior la triste melodía del "Anónimo Veneciano" y surgía en ella el temor de terminar llorando desesperadamente como la actriz de la película, o como su propia madre. Y eso no, Eva se negaba a sufrir por un hombre.

Pero muchos hombres sufrieron por Eva.

A medida que sus amigas se iban casando y tenían hijos, Eva se sentía cada vez más sola. Muchas tardes paseaba sola durante horas por las calles de la ciudad, pues no hallaba ninguna amiga con quien quedar. Además, aunque le doliera confesarlo, sentía debilidad por los maridos de sus amigas, chicos guapos y buenos, que no sólo no hacían sufrir a sus mujeres, sino que las amaban con locura y las llenaban de alegría. Eva se enamoraba de ellos, y se preguntaba por qué no podía ella disfrutar de la suerte de sus amigas, y encontrar a un hombre igual de sensible y bueno.

Los años pasaban y Eva se amargaba cada día más. La soledad la consumía. Había que tener valor y cambiar de actitud. Decidió iniciar su nueva vida con un viaje. Después de mucho pensarlo, comprendió que no había mejor lugar desde donde empezar a superar su trauma que Venecia.

Apenas respiró la humedad de sus calles, de sus canales, Eva sintió que todos los temores la abandonaban. Libre, por fin, para amar y ser amada. Libre por fin, para sufrir y gozar del amor. Libre, libre, libre...

En su primera noche en Venecia fue a cenar a un restaurante de la Plaza de San Marcos. Paladeaba un aperitivo con vino cuando distinguió a un joven solo, en la mesa de al lado. Ya se había enamorado. Casi no podía creerlo. ¡Enamorada de verdad!

Le sirvieron el primer plato, y Eva no podía dejar de fantasear con el apuesto joven. ¿Cómo se llamaría? Marco, Luca, Iván... ¿Héctor? Eso, Héctor le gustaba mucho. ¿Adónde la llevaría después de cenar? Un paseo en góndola, un café en una azotea bohemia... Sí, seguro que escribía poesía, que tenía una voz varonil y cargada de matices... Una conversación elevada, de arte, de pintura, de arquitectura... No estaba mal, Héctor el arquitecto...

El segundo plato no la sacó de su ensimismamiento. ¿Cómo luciría Héctor dentro de unos años? Llegaría a casa con un cuento para ella, la besaría tiernamente,... le saldrían esas canas grises en las patillas que le darían un aire maduro, sereno. Imaginaba cómo se sentiría cuando Héctor la abrazara, su calor, su piel... Y sus hijos... guapos, inteligentes, sensibles como su padre...

Sirvieron helado de postre. Eva esperaba a que Héctor se levantase y le propusiera tomar un café, o dar un paseo. ¿Cómo la abordaría? Nunca había deseado tanto que un hombre la agasajara con la mirada. Siempre se había sentido molesta por ello, pero aquella noche mágica, la primera noche de su libertad, se sentía la mujer más dichosa del orbe. Su alma se abría a toda suerte de sorpresas.

Por fin, Héctor se incorporó. Con paso lento se dirigió a Eva y con candidez le dijo: "Señora, se le ha caído la bufanda al suelo". Luego se acercó al mostrador para abonar su cuenta y abandonó el restaurante.

¿Señora? ¿Qué significaba "señora"? El espejo de enfrente devolvió el rotundo peso de la palabra "señora", la demoledora venganza del tiempo y de la amargura, de las burlas desdeñosas, de la indiferencia acumulada ante el amor. Eva contempló su rostro, como un girasol en invierno.

Eva sufrió como si le hubiesen clavado una daga damasquinada en el alma. Incapaz de pronunciar palabra, dejó un billete en la mesa y corrió a la calle, apenas conteniendo las lágrimas que comenzaban a aflorar en sus oscuros ojos. Amparada en la oscuridad de la noche, lloró desconsoladamente. Y pareció que todas las lágrimas contenidas a lo largo de su vida se desbordaban aquella noche en aquel llanto.

¡Dios mío, Dios mío!

sábado, 1 de diciembre de 2012

Poesía de la Libertad

Querido amigo:

Soy un poeta sin palabras, que se extravía por vericuetos lingüísticos.

"No encuentro cómo cantar cuanto siento, 
y me siento horas y horas
y no imaginas cuánto lo siento, 
cantar y contar ahora y ahora 
el cuento de cuanto experimento, 
mas palabras no hay para 
sentar tanto pensamiento."

Amo la libertad, esa libertad digna e inmortal. Soy un lírico, una utopía viva, un alma indomable donde palpitan milenios de sed espiritual.

Quiero vivir la libertad, como amor y coraje.

"Sin valor no hay libertad, y sin libertad no hay amor, luego con temor no hay amor, ni libertad, ni verdad."

No hay otra verdad que el amor, verdaderamente humano, verdaderamente divino. Amo y soy. No amo y me pierdo.

"Amo y soy, 
y no soy nada, 
ni nadie, 
al mismo tiempo.

Amo y estoy,
y no estoy,
en todo y en nada,
siempre ahí."

Un abrazo

domingo, 14 de octubre de 2012

Luciano

Querido amigo:

El gran hotel había abierto sus puertas hacía una semana, todo un acontecimiento para el pueblo. Se levantaba a orillas del mar, en una cala de las afueras, donde otrora se situaban los chamizos donde los pescadores locales guardaban sus artes y amarraban sus destartaladas barcas.

Luciano se dedicaba a la pesca, pero se quedó sin trabajo. Se levantaba antes del alba y se hacía a la mar con su padre. Regresaban al amanecer para vender sus capturas en la lonja. Su barca apenas les daba para mantener a la familia, pues tampoco podía alejarse mucho de la orilla. Al lado de la pesca de los barcos pesqueros del puerto, que podían navegar millas y millas costa afuera, las redes de padre e hijo parecían una broma simpática. Los barcos de verdad descargaban  cientos de kilos de pescado.

Y cuando hacía mala mar, debían quedarse en tierra y confiar en que algún patrón les contratase para trabajar esa jornada en el campo.

El gran hotel había generado muchos empleos. Más de trescientas habitaciones repartidas en dos edificios, con sus amplias piscinas, pistas de tenis, gimnasio, salones de comedor y hasta espectáculo con orquesta todas las noches.

Luciano trabajaba todo el día. Noche y día con un cubo y una fregona a cuestas, de salón en salón, de pasillo en pasillo, planta por planta. El gerente le felicitaba por la limpieza que resplandecía en el hotel.

Una tarde entera se pasó limpiando los cristales de la terraza de la piscina, pues libraba al día siguiente y el gerente le había pedido una limpieza a fondo.

Al día siguiente, Luciano descansaba en su casa, mientras que la vida del hotel mantenía su frenesí diario. Nuevos huéspedes llegaban y otros se despedían. Entre los nuevos, una pareja residente en la capital, que iniciaba una estancia de dos semanas.

Aparcaron su buen coche y sacaron las maletas. Iban muy bien vestidos, con unas gafas de sol modernísimas. Se quedaron un momento contemplando la fachada del hotel, como buscándole algún defecto.

Luego, muy dignos ellos, se dirigieron a la recepción. El botones los vió llegar, dirigirse muy estirados hacia los cristales que había limpiado Luciano la víspera. Las gafas de sol que lucían les debió jugar una mala pasada, pues no se percataron de que las puertas tenían cristales. El botones apenas pudo reaccionar para avisarles, pero fue demasiado tarde y ambos se empotraron de morros contra los cristales, invisibles de tan limpios que habían quedado.

La pareja se enojó tanto con aquel oneroso percance, que optó por anular su reserva y buscarse otro hotel.

Y Luciano, al volver al trabajo al día siguiente, se llevó una clamorosa ovación.

Un abrazo

domingo, 30 de septiembre de 2012

La boda

Querido amigo:

La ceremonia había concluido en una céntrica iglesia de la ciudad y, mientras los novios, padrinos y testigos firmaban los registros parroquiales, los invitados se concentraban en la entrada, aprovisionándose de pétalos de flores y arroz con los que agasajar a los recién casados. 

Pero afuera llovía intensamente. Tacones finos, vestidos de fiesta de colores veraniegos, pamelas y tocados... Elegantes rasos, mantones de seda, trajes impecables y zapatos relucientes... Nadie quería empaparse afuera, así que se apretaban unos contra otros en el estrecho zaguán de la entrada de la iglesia. 

A pocos les pasaría por alto una figura alienígena, extraña, que se apostaba en el umbral del portón.  Una mujer de piel tostada por la intemperie, chorreantes de lluvia los cabellos, vestida con ropa sucia, devorando con ansia un bocadillo, y el espectro del alcoholismo preso en sus pupilas. Un alma desgraciada que estropearía el feliz retrato de los esposos abandonando la iglesia. 

Una mujer alcoholizada que contrastaba en la iglesia engalanada de flores frescas, en cuyos pasillos se habían tendido alfombras rojas, y en cuya acera aguardaba un automóvil de lujo, joya de los años veinte. Pura miseria en medio del lujo más refinado.

Seguía lloviendo y la espera se alargaba. Los contrayentes se retrataban en el altar. 

De la calle emergió otra figura, alguien a quien nadie había llamado, empapada y sin traje festivo. Una mujer de aspecto normal, que logra entrar en la iglesia entre el grupo de invitados que llenan el zaguán. Una vez dentro, parece desorientada. Mira a un lado y otro. Se siente incómoda, como si se hubiera aventurado en una casa ajena. Apenas unos segundos más tarde vuelve a salir, con las mismas molestias que causó al entrar, y bajo la lluvia se detiene y repara en la indigente que apura su bocadillo en la entrada. Del bolso saca una limosna para la pobre mujer, y desaparece en la tarde gris de la ciudad. 

La lluvia tiñe la escena de aparente irrealidad. Sin embargo, hay dos mujeres cuyas vidas se han cruzado en el umbral de la casa del señor, dos mujeres cuya realidad desmiente la irrealidad que la lluvia entristece en aquel lugar donde el lujo brilla ante un alma hambrienta, donde el lujo espanta a una feligresa que había acudido a rezar y que se sintió ajena en la casa de Dios. 

Un abrazo 

domingo, 19 de agosto de 2012

Una flor muy delicada

Querido amigo:

Nadie sabía dónde hallarlas, pues crecían aquí o allá, sin importarles los rigores climáticos, ni la fertilidad de los terrenos. Delicadas y extrañas flores, hermosas en extremo, cuya presencia iluminaba las vidas de los privilegiados con su bendición.

Su búsqueda había obsesionado a los poderosos desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, a estos en especial se les negaba el inconmensurable don de contemplarlas. Vanos esfuerzos aquellos dedicados a cultivarlas, a buscarlas en las cumbres más inhóspitas, en los remotos archipiélagos de los océanos, en el corazón de los desiertos, en las honduras del mar, en las espesuras de las junglas.

Los poderosos se desesperaban cuando se descubría alguna nueva flor. Temblaban de rabia, ellos que tantos dineros y recursos sacrificaban en pos de ellas; temblaban de temor, pues una sola de aquellas flores vaticinaba, sin duda alguna, el ocaso de su poder.

Así, armados de ira y espoleados por el miedo, enviaban expedición allí donde se anunciara el descubrimiento, en un desesperado intento de hacerse con la flor. Mas nunca llegaron a tiempo, que dichas flores tan pronto florecían como se agostaban, tan delicadas eran, que bastaba una sutil palabra, un mero soplo de desamor, para marchitarse y desaparecer sin dejar rastro. No por ello dejaban de transformar las vidas de quienes testigos habían sido de su floración.

Cuando las campañas de los poderosos arribaban, ya ni rastro quedaba de la prodigiosa flor. Entonces, las órdenes de los poderosos instaban a perseguir y cautivar a aquellos cuyo limpio corazón había abonado tanta gracia. Algunos cayeron en las garras del poder, y confinados en oscuras mazmorras penaron por el solo hecho de haber gozado de la simpar belleza de aquella flor. Mas su desdichada prisión no se prolongaba mucho, pues germinaba la esencia que aquella flor había sembrado en sus almas, y el poderoso acababa por plegarse y sucumbir.

Ante la contemplación de dicha delicada flor, cualquier humano no tenía sino dos opciones: ignorarla y vivir como si nada hubiera ocurrido, o luchar. Quienes negaban a la flor, se consumían antes que ella. Así pues, todos luchaban. Mas no se trataba de blandir un arma y acometer contra otro ser humano, la lucha a la que motivaba la flor carecía de otra arma que no fuera la razón.

La razón, así potenciada, se bastaba para que una sola alma sencilla venciera a la infamia, la hipocresía, la usurpación, la satrapía...

Y así, las flores han ido desvelando la vida a los seres humanas, flores delicadas y hermosas en extremo, que emanan aromas de razón y lucidez, ante las cuáles tiemblan las almas sin amor. Flor tras flor ha ido construyéndose la Historia. Flores que no siempre han anunciado la paz, aunque la paz se haya impuesto siempre. Una flor llamada, si no lo has descubierto aún querido amigo, Verdad.

Un abrazo

viernes, 3 de agosto de 2012

A jornada completa

Querido amigo:

El estudiante se presentó al encargado en busca de un trabajo de verano.

No pagamos mucho, pero teniendo en cuenta la que está cayendo... Comenzamos todos los días a las 12:30 de la tarde, y no nos vamos hasta que se pase la hora de las cenas y hayamos dejado la pizzería limpia como la patena... La verdad es que no da mucho trabajo, salvo en las horas punta de las comidas y las cenas. ¡Ah, y libras un día a la semana!


Aquel estudiante necesitaba el dinero para pagarse la matrícula del curso siguiente, así que aceptó el empleo sin poner ninguna pega. Al principio se sintió un poco agobiado ante la responsabilidad que asumía. Al fin y al cabo ¿cuántas pizzas podían salir al día? De doscientas a trescientas, casi seguro...

Aquel barrio sufría la crisis como el que más de la ciudad. Tanto, como que buena parte de los vecinos se hallaba en paro, y una pizza de encargo les parecía un pequeño lujo con el que burlar la asfixia económica de cada día... Porque "a perro flaco, todo son pulgas", y basta que falten los ingresos en una familia para que se multipliquen las deudas y los problemas.

Verdaderamente, mucha responsabilidad. El estudiante habría de consagrarse en cuerpo y alma, día y noche para sacar adelante tanto trabajo. Ahora que -se dijo-, ¡ha de valer la pena!

Cada tarde, así como el sol descendía y remitía un poco el duro calor estival, comenzaba a sonar el teléfono de la pizzería, y no callaba hasta más allá de la medianoche. Arrancaba, entonces, un frenesí, un no parar, un sinvivir... El estudiante recogía los pedidos al salir del horno, los guardaba en sus cajas de cartón y los clasificaba por rutas en las bandejas calientes.

¿Trescientas sólo? ¡Y hasta quinientas pizzas llegó a despachar un sábado por la noche! Las tardes de fútbol parecía que el horno no iba a dar abasto. Los motoristas recorrían las calles del barrio a toda velocidad, hasta colándose por las aceras y por direcciones contrarias, para atender los pedidos en 20 minutos. Sobre todo en plena siesta, el sol calentaba tanto los cascos, que quemaban y apenas se podían coger. Más de un compañero cayó desvanecido con una lipotimia, por culpa del calor.

Pero la jornada en la pizzería no acababa al echar el cierre, bien lo sabía el buen estudiante. Al llegar a su casa, seguía trabajando mientras se cenaba alguna pizza que hubiera sobrado o hubiera sido devuelta. Trabajaba y trabajaba, hasta que el sueño le vencía y caía en la cama sonriente, con el alma tranquila, sabedor de que todos los pedidos habían sido adecuadamente despachados.

Y al día siguiente, tan pronto despuntaba el alba, se duchaba y retomaba el trabajo hasta la hora de abrir la pizzería.

Cada día había más trabajo, cada día más pedidos que la víspera. El encargado no daba crédito al milagro. En los años que llevaba allí, no había visto cosa igual. Parecía que aquella humilde pizzería con tan sólo dos cocineros, un ayudante clasificador, un encargado para tomar los pedidos y cobrar, y dos motoristas.. ¡diera de comer y cenar a un barrio entero de la capital!

¿Qué pasaba allí? ¿Cómo tenían tanta acogida aquellas pizzas que, si se enfriaban, semejaban suelas de zapato? La clave consistía en trabajo, mucho trabajo bien hecho, y ... el ingrediente secreto. De éste se ocupaba el estudiante, un buen estudiante de letras, con espíritu alto y compasivo, que se sacrificaba noche y día para sacar adelante su responsabilidad... Para que en aquel humilde barrio, donde no sobraban las preocupaciones ni los agobios, ningún cliente dejara de disfrutar su pizza con el ingrediente secreto... Y así, escribía hasta quedarse dormido, escribía durante toda la mañana y en los pocos momentos libres que se disfrutaban en la pizzería... Escribía el estudiante: versos, rimas, poemas,... o tan sólo palabras sueltas... Escribía hasta durante todo su día libre... Pequeños trocicos de papel. Sin embargo, grandes mensajes..., que el estudiante escondía bajo la masa de todos los pedidos.

Y cuentan que el encargado y los demás compañeros de la pizzería sintieron el vacío cuando el estudiante regresó a las aulas al término de las vacaciones veraniegas, y las ventas se desplomaron. Nadie en la pizzería supo nada acerca del ingrediente secreto, mas en el barrio no se habló de otra cosa durante mucho tiempo... Pues cierto día dejaron las pizzas de alegrarles la triste realidad con sus papelicos garabateados con un "Te quiero", "Amor", "Fe", "Esperanza", "Salud", "Camino", "Raíz", "Vida", "Fruto", "Compartir", "Dignidad", "Paz", "Concordia", "Tolerancia"... palabras que alimentaban el alma, que demostraban que no importaba tanto el dinero, que no importaban tanto los problemas, porque en algún sitio, en algún momento, alguien desconocido escribía mensajes eternos directos al corazón.

Un abrazo

sábado, 28 de julio de 2012

Verdad de dos secretos

Querido amigo:

Que Dios nos perdone, hijo mío. Reza por mí, hijo mío. Reza por tu padre, que te quiere mucho. Reza por todos, hijo, reza por todos... Don Pascual siempre me decía lo mismo cada vez que me veía. 


Su sotana negra se encuentra entre mis más tempranos recuerdos. Su presencia me ha acompañado toda la vida, hasta que el año pasado, un catarro mal curado se lo llevó por delante. Desde entonces, mi padre y yo nos hemos encontrado muy, muy solos.

Pero comencemos por donde hemos de empezar... por la verdad... No faltemos a la verdad.

Es verdad que mi madre murió durante mi parto, no hay duda de ello. No guardo recuerdo alguno de ella, ni siquiera un retrato. Y si le preguntaba a papá por ella, nunca sabía qué contarme. Así pues, papá fue padre y madre a un mismo tiempo.

Mi padre era el médico de la comarca, una de las más recónditas de un profundo valle, a una jornada de camino de la capital de la provincia. Durante casi 40 años, todos los pacientes de las aldeas vecinas pasaron por sus manos, hasta que el año pasado se jubilara después de enterrar a Don Pascual. Papá fue su mejor amigo, y creo que nunca superó que un simple catarro le arrebatara a aquel santo.

Pero sigamos... Es verdad también que tres personas personas hubo presentes durante mi nacimiento. A parte de mi desventurada madre y de mi padre, que la asistió durante el parto, se hallaba presente Don Pascual, para confesarle y aplicarle los últimos sacramentos.

De ahí en adelante, papá se hizo cargo de mi.

Asimismo, la verdad es que  crecí con dos padres, uno espiritual y otro biológico. Don Pascual se pasaba luengas horas en nuestra casa, y durante largas temporadas yo pasaba más tiempo con él que con mi padre.

Hasta ahí llega cuanto supe sobre mí cuando aquel día se nos marchó Don Pascual por culpa de aquel dichoso catarro.

Durante el sepelio de Don Pascual, advertí que su tumba se abría bajo una humildísima cruz de hierro, cuyo único letrero rezaba... "María". Ahora María y Don Pascual descansarán juntos por toda la eternidad.

Papá se quedó solo y desconsolado.

Desde entonces, creo que se va muriendo de pena. La cabeza empieza a fallarle, mezcla escenas del pasado con las del presente. Me ha llegado a llamar Pascual varias veces...

Y yo voy comprendiendo, poco a poco, mi propia verdad, aunque ya no haya nada que hablar sobre ella. Y así, con los recuerdos que se confunden en la senil memoria de papá, puedo imaginar que...

... que una madrugada de invierno, hace 40 años, el nuevo párroco de la aldea se presentaba en casa del joven médico, recién destinado a la comarca. Que en la casa del cura había una mujer muy joven con muy fuertes dolores de parto. Se trataba de una humilde campesina de una aldea vecina, que cocinaba y limpiaba para el joven sacerdote, a la que apenas conocían los aldeanos porque durante meses no se había dejado ver fuera de casa. María debió ser su nombre. Que el parto se agravó por la falta de experiencia del joven médico y la infeliz murió al amanecer, dejándome en brazos de mi padre. Que aquella misma mañana, mi padre me entregó al joven médico para que me diera un nombre y unos apellidos. Que aquellos dos jóvenes guardarían un secreto hasta sus últimos días... uno callaría su paternidad, otro silenciaría la negligencia con la que inició su carrera.

Así entiendo mi verdad. La verdad cuya luz sólo logró eclipsar una amistad leal y eterna. Pero la vida de los hombres dista mucho de la eternidad, y el tiempo y la muerte vinieron a deslizar aquellos secretos, sin los cuáles yo hoy no sería quien soy. Es verdad que todos en la aldea quieren y respetan al hijo del antiguo médico, y todos en la aldea acudieron a despedir a Don Pascual, su amado e irreprobable pastor. Sin dos secretos por medio, todo hubiera sido muy distinto para el hijo de la pobre María...

Que Dios nos perdone, hijo mío. Reza por mí, hijo mío. Reza por tu padre, que te quiere mucho. Reza por todos, hijo, reza por todos... 

Un abrazo

sábado, 21 de julio de 2012

El Peregrino

Querido amigo:

Cuentan que nací con los ojos muy abiertos, y que miraba todo y a todos con tal expresión y tanta curiosidad, que mis miradas suplían la falta de palabras.

Desde que brotó en mí el primer rayo de lucidez, a muy temprana edad, mostré preocupantes señales del mal que marcaría mi vida. Y es que, amigo, desde muy niño ya sentí en mí esa sed insaciable por conocer, por explorar y por descubrir. Una sed semejante a la del paciente aquejado de fiebres, en quien nunca es bastante el agua fresca para calmar su ardor. De igual manera, ardía en mi alma la necesidad de saber, y ningún conocimiento me satisfacía.

Preguntas y más preguntas me desvelaban día y noche: ¿Quién es Dios? ¿Por qué Don Fulano, que tantas fincas posee, no da de comer al Menganín, que anda medio muerto de hambre? ¿Qué hay más allá de las estrellas? ¿Qué tienen que ver los astros con que alguien nazca así o asá? ¿Por qué la Floja se marchó del pueblo? ¿Por qué el maestro no se saluda con el cura? ¿Quiénes son los ángeles? ¿Adónde se fue el abuelo? ¿Por qué el hijo de la Tomasa todavía se lo hace en los pantalones, con lo mayor que es? ¿Y si está loco, por qué le castigan cuando hace locuras, a sabiendas que no es dueño de sí? ¿Cuál es, entonces, su sentido en la vida? ¿Es libre? ¿Somos libres? ¿Por qué es pecado la lujuria? ¿Qué son el bien y el mal? ¿Dónde vivía antes de nacer?

Al principio, a todos sorprendían mis cuestiones mas, luego a luego, se cansaron de los aprietos y callejones sin salida adonde les conducían, y la gracia primera tornó en rechazo. ¿Y qué? ¿A ti qué se te anda con eso? - me respondían airadamente, despachándome a veces con un azote. ¡A callar! ¡Los niños no hablan de cosas de mayores!

Cuando crecí y me hice mayor, tampoco supieron responderme. De ahí, amigo, que la soledad me haya acompañado desde muy tierna infancia. Soledad, mi sabia compañera, la que nunca me miente.

Supongo que, con las pistas que te he dado, a estas alturas ya deducirás en qué he devenido... Efectivamente, nací peregrino y moriré tal. Tan pronto pude valerme por mí mismo, me despedí de mi familia y quité mi tierra natal para emprender un camino que, sinceramente, no sabía a qué parte habría de llevarme.

Los peregrinos perdemos toda nacionalidad, siempre vamos de paso. Poco a poco olvidamos nuestras raíces y hasta nuestro idioma, mientras que aprendemos otras lenguas y adoptamos otras costumbres. Recorremos un camino, ese camino que nos aloja va respondiendo a las preguntas que nadie sabía responder. Respuestas que suscitan nuevas preguntas...

Descubrí caminando que el ¿Por qué? mueve el mundo, mientras que el ¿Y qué? lo detiene. Descubrí que la verdadera sabiduría radica en aquello que aprendemos por nosotros mismos, no en lo que nos cuentan los demás. Descubrí que hay sabios que no saben leer ni escribir. Descubrí que el camino tiene piedras, y que si he tropezado alguna vez con ellas, otras personas también podrán tropezar: la tolerancia. Descubrí la Libertad cuando acepté que tropezar es humano. Descubrí que hay muchos, muchos caminos que llevan al Amor. Descubrí que el Tiempo es consustancial al alma, y que cualquier persona puede concentrarse y transformar el Tiempo a su antojo. Descubrí que no sabía distinguir entre el Bien y el Mal, que no podía juzgar a nada o a nadie, y que si el sentido humano de Justicia es relativo, el Amor, por el contrario, es absoluto.

Descubro muchas cosas cada día, en mi camino, mi hogar. ¿Qué me espera al final del camino? La Libertad, el Amor ¿la Nada, quizás? ¿otra Vida?

Paso a paso, sin curarme de marchar deprisa o lento, de la soledad o el silencio, siempre llevado de la Fe de que encontraré algo o a alguien que me sacará un poco más de mi ignorancia, que calmará mi sed de saber, por un camino repleto de preguntas, hacia un fin sin determinar. Amigo, quien quiera que seas, no creo volver para contarte qué hay al fin del camino, habrás de explorarlo por ti mismo, porque, aunque no emprendas la marcha, a fin de cuentas humano eres y, por tanto, peregrino.

Un abrazo

sábado, 30 de junio de 2012

Aquel baile del 29

Querido amigo:

Muchos nos criticaron por salir a bailar aquellas noches. ¡Con la que estaba cayendo! El sistema se derrumbaba, el país resbalaba hacia la bancarrota. ¿Y qué otra cosa podíamos hacer?

Me había quedado sin trabajo y había perdido todos los ahorros de la familia el jueves negro, y las facturas seguían lloviendo. Ni Mary ni los niños sabían nada. Me había guardado las malas noticias, para intentar evitarles disgustos.

Así, cada mañana muy temprano me enfundaba mi traje, me anudaba la corbata, y salía muy temprano a perderme entre las calles de la ciudad. A medio día me acercaba a un comedor social para que me dieran un plato de sopa y un pedazo de pan, y así sobrevivía el resto del día. Mientras, Mary y los chicos pensaban que su esposo y padre se encontraba en su despacho del banco, ajeno a la crisis que se dejaba ya sentir en todo el vecindario, en toda la ciudad. 


Por suerte, la extensión de Nueva York permite que una persona pueda llevar una vida paralela en otro barrio sin que en su casa se enteren de nada. No hubiera soportado el oprobio de que Mary o alguno de mis hijos me hubieran descubierto en una esquina vendiendo corbatas, cerillas, cigarrillos, calcetines,... ¿qué sé yo? Los bancos quebraban, las fábricas despedían a sus obreros, los comercios familiares apenas ganaban para subsistir... Y si veías que alguna cafetería o un restaurante buscaba algún camarero, te encontrabas compitiendo con casi veinte tipos que querían el puesto. 


Al principio me contrataron de porteador en el puerto, para descargar las mercancías que llegaban de Suramérica, pero no aguanté ni una semana. Yo había sido despedido de un banco, jamás antes había realizado trabajo físico alguno. En apenas 48h deslomándome cargando pesados fardos, creí que no podría enderezarme nunca más. Con lágrimas en los ojos, acentuado el sentimiento de fracaso, renuncié al empleo... Mi mujer y mis hijos podían aguantar a un marido en paro ¡pero no a un lisiado!


Cierto día, vagando con unos bolsos por la calle 34, descubrí un cartel que anunciaba un marathon de baile. El premio ascendía a 2.000 dólares. 


El resto del día me lo pasé soñando cuánto podíamos hacer con tanto dinero. Saldaríamos nuestras deudas y nos marcharíamos a San Francisco o Los Ángeles, donde nadie nos conociera, para emprender una nueva vida. O podríamos mudarnos a alguna ciudad del Medio Oeste, donde yo pudiera abrir una gestoría fiscal... Al llegar a casa aquella noche, confesé a Mary que andaba ya desde 5 meses sin trabajo, sobreviviendo de la beneficiencia, recorriendo días enteros las calles de Manhattan para sacar 2 ó 3 míseros dólares con los que tirar adelante, y que si el casero no fuera primo de un amigo, hace meses que nos habría echado de casa, porque no le podíamos pagar. 


Dos días más tarde, la pobre Mary y yo nos presentábamos en la pista de baile de la calle 34, junto con 99 parejas más. El público iba tomando asiento en las mesas que se distribuían alrededor de la pista, disfrutando de una excelente cena, del fox trot y del espectáculo de los bailarines. 


Al cabo de cinco horas sin cesar de bailar, sentí que los zapatos me torturaban. Mary parecía aún bastante entera. Ella había comido bien para preparar fuerzas ante la marathoniana sesión. Yo no había comido apenas, argumentando que estaba acostumbrado a andar durante horas, suficiente entrenamiento para bailar toda la noche... Me equivoqué. Pasaban las horas, y algunas parejas ya se habían retirado de la pista de baile, extenuadas. 

Cuando alguna pareja tiraba la toalla, el público se desgañitaba de risa, entre bocado y bocado de sus bistecs. La gente rica gozando del patético espectáculo de los "venidos a menos".

La madrugada parecía infinita, un fox trot detrás de otro, algún swing, ritmos latinos, ... Y un calambre en los gemelos, una ampolla en un pie, otro calambre... y el sueño, un sueño que iba apoderándose de Mary y de mi, y que sólo lográbamos conjurar porque nos concentrábamos en el ritmo.

Y un juez que va y nos amonesta, porque según él andábamos y no bailábamos. Y a nuestro alrededor empezaron a desmayarse bailarines. Recuerdo a un tipo llorar de desesperación cuando los organizadores se llevaban a su chica sin sentido, completamente fuera de combate.

Mary se vino abajo de repente. Durante ocho horas había aguantado como una reina, creo que hasta con una sonrisa en los labios. Estaba preciosa, tan delgada, tan guapa... Creo que todos los jueces se habían enamorado de ella. Bailamos y bailamos, aunque he de confesar que yo no sabía bailar; pero Mary me llevaba como a un muñeco, con tanta gracia, con tanta agilidad...

Entonces, al terminar una pieza, la miré a los ojos y vi que los tenía cerrados. Me alarmé, sentí que todo su cuerpo se desmoronaba. La sostuve como pude, intentando despabilarla. ¡Mary! ¡Mary, cariño, despierta! Abrió a medias los ojos, y resistió aún media hora. Media hora durante la cual la aguanté sobre mis brazos, simulando que bailábamos, hasta que un juez nos obligó a abandonar la pista.

Los espectadores se doblaban de risa.

De aquella noche sólo sacamos una fotografía y una frugal cena, cortesía de la organización del marathon. La extenuación nos hizo comprender que habíamos tocado fondo, aunque los años peores aún estaban por llegar.

La fotografía, ya muy desgastada, todavía luce en mi mesilla. Siempre me negué a que la guardaran en un cajón. Aquella noche de baile aprendí más que en toda una vida. Aprendí a luchar contra el final, a no desesperar. Mientras bailaba con mi esposa, la música me indujo muchos sentimientos, y ella, tan dulce y maravillosa, se erigió en el pilar que resistiría toda crisis. Así fue en los duros años que siguieron, y cuando me enviaba apasionadas cartas al frente del Pacífico durante la guerra.  Esa fotografía me recuerda una noche inolvidable, un pequeño pedazo de la vida de un joven matrimonio venido a la ruina, cuyo amor superaría hazañas aún mayores.

Un abrazo

sábado, 23 de junio de 2012

El Prado

Querido amigo:

Un poeta que se siente solo... ¡Vaya novedad! El poeta nace, vive y muere solo e incomprendido. Todo el mundo lo sabe, o debería saberlo, porque de una u otra manera, todos somos algo poetas. Y ahí me encontraba yo, un utópico de las palabras, desahuciado y sin tener adónde ir.

El mundo ya no necesita a poetas. El sistema se derrumba y el pueblo sólo anhela hundirse con una sonrisa, desvanecerse con una carcajada, por muy absurda que ésta sea. El pueblo cierra los ojos a parte de la vida, a la tristeza. Si el poeta glosa a la tristeza, a la melancolía, a la nostalgia del pasado... Mejor exiliar al poeta, con sus versos que amargan la de por sí triste realidad.

Y vagando sin rumbo, voy a topar con un amigo. Uno de esos pocos que aún me quedan, alguien que vive en su isla, en su oasis, ajeno a la patética comedia contemporánea, un espíritu libre y abierto a la melancolía, un alma que aún puede comprenderme. Mi amigo trabaja en el museo del Prado, rodeado de la sabiduría que desde hace siglos ha encarnado y conferido pleno sentido a la Humanidad. ¿Entendéis a qué me refería cuando decía que mi amigo vive en un oasis?

Cuando más joven, de estudiante, muchas madrugadas de alcohol y bohemia acabaron ante el pedestal de la estatua de Velázquez que se eleva frente a la fachada principal del Prado. Muchas madrugadas sentí que el maestro me llamaba... Ven con nosotros, aquí está tu sitio...


Aquella noche la pasaría en el Prado, gracias a mi amigo. Los vigilantes habían sido prevenidos, no me molestarían en la búsqueda de mi sitio. Nadie me echaría de menos, aquella noche disponía para mi solo, en exclusiva, todas las salas y galerías del museo.

Comencé por las grandes composiciones renacentistas, rebosantes de luz y color, majestuosas escenas clásicas, donde la humanidad se muestra en éxtasis, plena de saber y conocimientos, ajena a la vulgaridad que destruiría la cultura de las generaciones futuras. La Sabiduría se apeó de uno de estos espectaculares lienzos y se ofreció a guiarme en mi periplo por el museo.

Nos detuvimos frente al retrato ecuestre del emperador Carlos V. Su vista se pierde en un crepúsculo dorado, una mirada serena y mayestática. Emperador ¿qué sentís? ¡Ah, gran señor! ¿No  teméis al futuro? ¿No os acecha la desconfianza? Claro que sí, me susurró la Sabiduría, y detrás de toda esa coraza, latió un corazón desdichado.

Seguimos nuestro paseo por las pinturas de juventud de Goya. Alegres danzarines, majas sonrientes... El maestro surgió de uno de sus autorretratos. Dejó de sonreír hace dos siglos. La guerra y el odio borraron su sonrisa para siempre. Me señaló con el dedo el duelo a bastonazos. En seguida comprendí su lamentable significado... Dos hombres que se enfrentan hasta la muerte...

Sabiduría ¿hay remedio para la Humanidad? Y ella, seria, no contestó. Me tomó del brazo y me condujo hasta la muerte de Séneca, desangrado en una bañera, ante la circunspección de sus desolados discípulos. Séneca se había abierto las venas porque Nerón le perseguía, acusándole de conspiración.

La historia de la Humanidad discurrió ante mis ojos durante toda la noche. Lloré, sentí puñaladas de traición, despecho y desamor; apenas reí; apenas se sostenía mi esperanza. Entonces, levanté la mirada ante el Cristo crucificado de Velázquez, y cuando busqué a la Sabiduría para interrogarla... había desaparecido. Solo, como nadie se ha sentido nunca. Solo y sufriendo con la Humanidad. Me dolía hasta el alma... pero en mi corazón brotaba la esperanza. ¡Hay esperanza!

Al amanecer, mi amigo me despertó a los pies del Cristo. Poco antes de que el museo abriera sus puertas, regresé a las calles de la ciudad. El paseo del Prado aparecía tranquilo. Las fragancias del Jardín Botánico me espabilaron. La vida volvía a brillar ante mi, el sol me calentaba el rostro.

Me regodeé en mi tristeza, una tristeza alegre que renovaba mi espíritu ante un futuro que sólo tenía una dirección... Nunca una noche con la Sabiduría, el Arte y la Humanidad habrían sido tan necesarias a nuestra generación triste que se muere por la risa... Volveré a componer poemas, versos y sonetos clavados de sufrimiento y esperanza, pues no importa que hoy sea hoy, sino que hoy me confundí con el ayer y me uniré al futuro en un abrazo de Fe, para la cual el tiempo desaparece y se transmuta como una gota de agua en el desierto.

Un abrazo

sábado, 9 de junio de 2012

El maestro

Querido amigo:

Durante décadas, el anciano maestro había enseñado a todas las generaciones de niños y niñas del pueblo. Como no había tenido hijos, había tratado como tales a todos sus discípulos. A todos los había querido como eran, con sus virtudes y defectos, y a todos los había llorado cuando crecían y partían a la ciudad, porque en el pueblo no les podía seguir enseñando nada más. 

Cuando el viejo sintió próxima la muerte, no temió marchar, sino al olvido. El olvido... Siempre lo había temido, porque de muy pequeño había perdido a su mamá y cierto día había descubierto que no recordaba su rostro. ¡Tenía que luchar contra el olvido! No quería seguir perdiendo a quienes más amaba en este mundo. 

Entonces, aquel joven y risueño maestro que acababa de llegar al pueblo (así se recordaba a sí mismo, muchos años atrás), decidió construir una biblioteca contra el olvido, en la que guardaría un libro por cada pupilo que pasara por su escuela. Así, aunque le dejaran para ir a estudiar a la ciudad, conservaría con cada libro el recuerdo leal e imborrable de cada uno de sus alumnos. 

Claro que nunca fue tarea fácil, pues cada niño y cada niña tenían su propio carácter, y el maestro se hubo de devanar los sesos con todos y cada uno hasta descubrir qué libro reflejaba con fidelidad el espíritu del pequeño. 

En la gran biblioteca se recordaba así a Ivanhoe, La Isla del Tesoro, El doctor Zhivago, el Quijote, Germinal, Platero y yo, Corazón, Tom Sawyer, Anna Karenina, Mujercitas, Siete semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, El último mohicano, Moby Dick, Drácula, En el camino, Cyrano de Bergerac, El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, Notre Dame de Paris, Peter Pan, Alicia en el país de las maravillas, La Regenta, Luces de Bohemia, El árbol de la ciencia, Niebla, etc... La biblioteca del maestro contaba con miles de libros, y cada libro recordaba a un alumno. 

El maestro se deleitaba largas horas leyendo y releyendo aquellos tesoros que le revivían las anécdotas, los rostros infantiles, las penas y las alegrías de todos aquellos años..., que colmaban de sentido toda su vida. 

¡Ay, el olvido! Pronto dejaría este mundo, y de él ya no quedaría nada... Había de encontrar la manera de demostrar su gratitud a los alumnos que tanto le habían regalado en la vida. Así fue como el maestro y su mujer se embarcaron en la tarea de localizar a todos los discípulos. 

La mayoría vivían en la capital de la provincia, pero otros habían partido al extranjero (cómo no, la niña que inspiraba Vuelta al mundo en 80 días), y sólo dos esperaban ya al maestro en el cielo. 

El maestro y su mujer, ya muy viejecicos, escribieron una carta a cada "niño" y "niña", invitándoles a una fiesta en el jardín de su casa. 

Llegó el día, y los dos ancianos se levantaron muy temprano para preparar bocadillos, chocolatinas, tarta, inflar globos y tejer guirnaldas para la fiesta. Al caer la tarde empezaron a llegar los invitados. 

La fiesta congregó a una multitud de "niños" y "niñas". Algunos venían del brazo de sus hijos, o de sus nietos, porque ya eran muy mayores y caminaban con dificultad. Otros venían con sus hijos pequeños. Unos venían de muy lejos y algunos de la casa de al lado.

Comieron y brindaron, cantaron y bailaron, se contaron sus vidas y, a los postres, el maestro tomó la palabra y les dijo que tenía una sorpresa para cada uno, en agradecimiento por haber venido. Acto seguido, les condujo a la biblioteca, donde fue buscando el libro de cada uno, para regalárselo. 

Así fueron pasando El Lazarillo de Tormes, que se apoyaba en su hija; Julio César, con su flamante uniforme de general; Huckelberry Finn, el ilustre periodista; El Criticón, quien a su vez le regaló un ejemplar de su primera novela; Lo que el viento se llevó, una gran empresaria; El doctor Jeckyll y Mister Hyde, que era psicóloga, etc... por citar sólo unos ejemplos. 

A pesar de los años y de las lecciones de la vida, todos los "niños" y "niñas" conservaban algo de su infancia, rasgos de aquellos caracteres que despuntaran ya durante sus primeros años de escuela, y que con el tiempo habían evolucionado por los derroteros más variados y extraordinarios, pero sin perder esa esencia genuina que ya supo adivinar su anciano profesor. 

Al caer la noche, todos se fueron. El maestro y su mujer se quedaron solos, en silencio. Sólo quedaban tres libros en la biblioteca. Dos de ellos correspondían a los dos alumnos que no habían podido venir, que ya nunca podrían venir... Un niña titulada Quijote y un niño titulado Cyrano de Bergerac... Por los compañeros que habían asistido a la fiesta supieron que ambos habían defendido el amor y la libertad hasta sus últimas consecuencias... El maestro apretó ambos libros contra su pecho y empezó a rezar por ellos. Dos palomas blancas se posaron en el alféizar de la ventana.

El tercer y último libro que quedaba en la biblioteca estaba escrito a mano, se titulaba "Gracias" y el maestro lo había ido escribiendo desde el día de su boda para regalárselo aquella noche a su mujer.

Y se acabó.

Un abrazo

domingo, 13 de mayo de 2012

Historia de una celda

Querido amigo:

Refiero aquí la historia de una celda. Una celda y dos almas, dos caracteres, dos conciencias, dos seres unidos por el destino.

Yo carecía de conciencia, penaba en mi condena con la resignación que había ido labrando a lo largo de mi vida. Una vida surgida en un suburbio pobre, una realidad marginal y sin otro futuro ni oportunidad que la cárcel. Me crié entre delincuentes de la supervivencia y, para mi, delinquir representaba un trabajo como otro cualquiera, una forma más de ganarse el pan, ajena a escrúpulos éticos de ninguna índole. La resignación ha marcado mi vida. Resignarse a robar y estafar, mis dos especialidades. Resignarse a vivir siempre temiendo a la Ley, advirtiendo siempre que, tarde o temprano, la Ley se cobraría mis delitos. Nunca asesiné a nadie, aunque me llegaron a ofrecer grandes sumas por ello. No, matar no era para mi, yo no podía privar a nadie de la vida, siempre había de concederse una segunda oportunidad.

Allí me encontraba, aburrido en mi celda, resignado a dilapidar unos años a la sombra, cuando se abrió la puerta y el guardia hizo pasar a un niño.

¡Un niño! Iván no había cumplido aún los 12 años cuando pisó la prisión por primera vez.

La visión de la infancia, frágil y vulnerable a la corrupción moral de la cárcel, me conmovió desde el principio, y desde el primer instante que apareció Iván en mi vida, y por primera vez en mi vida, sentí que brotaba en mi un tierno retoño de responsabilidad. Yo tenía que cuidar de aquel niño, protegerlo de cuanto mal le amenazaba entre aquellos altos muros.

El muchacho se mostró reservado y prudente al principio, mas a medida que comprendió que nada podía temer de mi, fue abriendo poco a poco su confianza.

La historia de Iván iba encadenada a la lucha de su padre, un conocido y reputado activista de la oposición que había burlado a la dictadura y arengaba a la revolución desde el país vecino, socavando la calma del dictador y sus esbirros. Como represalia, el dictador había ordenado encarcelar al niño, para forzar la rendición del padre. Así se explicaba que un niño ingresase en prisión junto a un criminal común y vulgar como yo.

Para granjearme la confianza de Iván, representé el papel del preso político, profundo admirador y seguidor de su padre, por cuya causa me veía entre rejas. Iván resultó un chico muy perspicaz, que siempre sospechó que yo mentía con lo de ser un preso político, pero que sin embargo creyó en mi sincera admiración por su padre.

El padre de Iván encarnaba para mi la integridad y el valor, el sacrificio y cuantas altas y nobles virtudes puede atesorar el alma humana. Ante tal imagen, yo me sentía ruin e innoble. Reconozco que me avergoncé de mi mismo al conocer la historia de Iván, al oírle hablar de su padre.

Decidí, entonces, que si quería cuidar de aquel muchacho, habría de mostrarme como un reflejo del héroe que simbolizaba su padre. Comenzó, pues, una nueva vida para mi. Atrás quedaba el ladrón y el estafador de poca monta, a partir de aquel momento me propuse vivir como si fuera el padre de Iván. Sólo así lograría apartarle de las tentaciones y peligros del presidio.

Pasaban los meses y mis esfuerzos apenas daban resultado. Iván no tardo en mezclarse con los criminales más despiadados del centro penitenciario. No hacía exclusiones de ninguna clase. No se intimidaba al saber que uno había asesinado, el otro había violado, etc... Con todos trataba, imponiendo su carácter seguro y más maduro del que cabía imaginar en un chico tan joven. Tal vez, por qué no, pudiera ser que nosotros, los presos comunes, no fuéramos tan maduros como cabría esperar en un adulto.

Durante el tiempo que compartíamos encerrados en nuestra celda, me apliqué a enseñar a Iván, como si fuera su profesor. El niño sabía mucho, y al final terminaba por darme clases a mi. Leía y escribía con fluidez, mientras que yo me atascaba continuamente. No obstante, con tesón y paciencia mejoré mi nivel de lectura, atreviéndome con libros cada vez más difíciles que el niño conseguía en el mercado clandestino de la prisión.

Cuando salíamos al patio, o en el taller, o en el comedor, Iván se me escapaba. Yo temía que algún preso pudiera dañarle, y nunca le perdía de vista. Para mi asombro, el pequeño se desenvolvía con toda naturalidad. Sin duda había heredado el carisma de su progenitor, además de su capacidad de liderazgo.

Tales virtudes no pasaron por alto a los guardias, que dieron parte al Director del penal. El ascendente que Iván ganaba entre los reclusos representaba una amenaza para el orden de la prisión. El Director me hizo llamar a su despacho para ordenarme que controlara al muchacho, a cambio de recortar mi pena, de lo contrario me amenazó con convertir mi estancia en un infierno.

Aquellas amenazas pusieron a prueba mi recién estrenada "vida íntegra y de valor". Pasé varias noches sin dormir, sin saber cómo actuar, inmerso en un mar de dudas. Iván, por su parte, convencía a los presos para emprender una protesta en forma de huelga de hambre.

También me sumé a la huelga, y la ira del Director no tardó en golpearme. Los guardias me dieron una paliza, aprovechando que me encontraba solo en el taller. Luego redactaron un expediente donde figuraba que habían conjurado un intento de fuga.

Iván me cuidó durante mi convalecencia: tibia y peroné de la pierna izquierda fracturados, así como el húmero del brazo derecho. Apenas podía moverme, pues ni siquiera podía apoyarme en una muleta. Iván me acompañaba a todas partes.

Mis fracturas no habían sanado aún cuando sobrevino el golpe de Estado. El padre del niño irrumpió con un ejército de revolucionarios en el palacio del dictador. Las noticias corrieron como la pólvora por la prisión. Comprendí enseguida que la seguridad de Iván peligraba, pues las autoridades de la dictadura buscarían venganza en el pequeño.

Cuando la puerta de la celda se abrió, me interpuse contra los guardias, para evitar que se llevaran al niño. Durante un par de horas logré contenerlos. Teníamos que ganar tiempo... Desde fuera llegaban los estampidos de los disparos. Cabía la posibilidad de que pudiéramos resistir hasta que los revolucionarios tomaran el control del centro penitenciario.

A las dos horas, armados con escudos y porras, los guardias irrumpieron en nuestra celda, reduciendo mis rudimentarios medios de resistencia. Se llevaron a Iván, y en cuanto a mi... Cuando los revolucionarios entraron en mi celda, me hallarían ensangrentado y apenas con vida...

La revolución triunfó, lo que implicó una amnistía para los presos políticos, mas no para los comunes. Cumplí mi pena, con atenuantes por buen comportamiento.

Iván vino a visitarme varias veces, sin mencionar jamás que sabía que yo había sido condenado por robar y engañar. Iván me agradecía haberle salvado la vida, así como su padre, el nuevo y flamante Presidente, quien me vino a recoger personalmente cuando expiró mi condena y abandoné el presidio.

Salí de prisión convertido en un hombre nuevo, agradecido... Muchos me llaman héroe, pero ¿qué significa ser un héroe? Las cicatrices de mi cuerpo me duelen cada vez que cambia el tiempo, y sólo yo sé el miedo que aún atenaza mi alma. El héroe vive, ama y llora en silencio, teme en silencio, pena en silencio... Si un criminar vulgar como yo albergaba a un héroe, lo dudo mucho. De lo que no me queda la menor duda es de la felicidad que rebosa en mi cada vez que me olvido de aquel que fui, cada vez que las heridas me duelen.

Un abrazo

domingo, 15 de abril de 2012

No habrá paz...

Querido amigo:

Al despuntar el alba irrumpieron en medio de la aldea, con toda pompa y boato, una comisión especial del partido enviada desde la capital. Buscaban al mejor mozo de una de las comarcas más pobres del país, para demostrar al mundo entero lo saludables, lozanos y bien alimentados que son nuestros campesinos.

Y los ancianos de la aldea, que saben bien que los pobres no sólo viven de esperanzas, nos empujaron a presentarnos ante los comisarios, ya que formábamos lo más granado de nuestros arrozales. Otros no corrieron la misma suerte, viva imagen del hambre, sólo enojarían a los de la capital; éstos se escondieron, por tanto, huyendo de los castigos que el partido reserva a quienes, por azar o por desgracia, contrarían las alegorías del partido.

Los demás formamos en la plaza, desnudos de cintura para arriba, ante la experta mirada de los comisarios médicos. Abra la boca, respire hondo... expire... siga mi dedo con la mirada, agáchese, incorpórese, muestre las palmas de las manos, levante ese saco, corra hasta el roble de allá y regrese, realice cincuenta flexiones... Ahora le extraeremos sangre... ¿Se ha vacunado alguna vez?

Y cuando los reconocimientos concluyeron, despacharon a todos, menos a nosotros tres. Miré a mis vecinos y comprendí que me separaban de la oportunidad de abandonar la aldea, de un futuro mejor en la capital, en el partido. Nos miramos los tres, y la desesperación despertó el odio en nuestros fornidos y sanos cuerpos, que nunca habían esperado nada de la vida... Naceríamos y moriríamos en los arrozales, acompañados del hambre, la fatiga y el frío... Pero no, el partido podía rescatar a uno de los tres. La camaradería que nos había unido en los momentos difíciles se tornaba ahora en feroz competencia. Olvidamos cuando compartíamos el poco arroz del almuerzo, nuestros juegos de la infancia, y revivíamos aquel empujón, aquel sorbo de agua más largo, aquella chica que nos gustaba a los tres.

Los comisarios pusieron a prueba nuestra lealtad y patriotismo. Cantamos el himno, desfilamos, y respondimos sus cuestiones sobre política. Competíamos por demostrar quién de los tres encarnaba al perfecto campesino del régimen. Luego llegaron las pruebas físicas más duras, y corrimos y nadamos, e hinchamos globos enormes, y acarreamos pesados sacos durante largas distancias... Y con el rabillo del ojo vi desfallecer, uno a uno, a mis rivales. Y apenas me restaban fuerzas para celebrar con una sonrisa mi paso hacia una vida mejor.

Cuando el coche de la comisión se alejaba de la aldea, tome conciencia de las madres que lloraban las derrotas de sus hijos, y yo que había sido como otro hijo para ellas... Y mi madre, encorvada por tantos años cosechando arroz, y mis hermanos... Y ella, que se quedaba en la aldea, y que me esperaría para devenir mi esposa... Y me quedé profundamente dormido.

Y cuando desperté, me hallaba en un hospital, y me atronaba el costado. Seguramente me había desvanecido por el esfuerzo de las pruebas físicas... Me invadió el terror a que los comisarios me rechazaran por caer enfermo. Durante dos días luché contra mis propias fuerzas por incorporarme. Me atormentaba la conciencia de perder el futuro mejor para mi madre y mis hermanos, si no me recuperaba a tiempo. Pero el costado apenas me permitía moverme. Sentía unas punzadas tan dolorosas que me postraban en el jergón, y hasta me cortaban el aliento.

Y una semana después, el médico me dio el alta. El comisario que le acompañaba me tendió un sobre con dinero para regresar a la aldea, y me agradeció mi donación al partido, a nuestra causa, a nuestra patria. Uno de los líderes del régimen llevará siempre su recuerdo en sus entrañas, y habrá de enorgullecerse de la gloriosa clase campesina de nuestra gran nación, que sacrifica su vida por un futuro común mejor... Y créame que... Por tanto, camarada, no olvide nunca... Representa el espíritu de nuestra época... Viva muchos años... La luz de nuestros arrozales... Eternamente en deuda con usted, camarada.

Y no recuerdo cuántos elogios más me prodigó en su discurso, porque el dolor del costado me impedía prestar atención. Regresé entre los míos, y hasta hube de mendigar para poder pagarme el último viaje en autobús hasta la aldea. Entré en la aldea cabizbajo, desmayado de hambre, muerto de frío. Una semana antes, había destacado como el mejor mozo de la comarca, y ahora me veía desriñonado, sin futuro para los arrozales y soportando el oprobio de mis vecinos, que apenas se dignaron para mirar a la sombra que volvía al hambre, al frío y al olvido.

Un abrazo

Un abrazo

lunes, 19 de marzo de 2012

Azar

Querido amigo:

Hay quienes opinan que la vida discurre en un puro azar. Yo lo afirmo a mi manera, porque Dios pone los naipes y el diablo los baraja. Permite que me explique.

Para mi la vida se resume en recuerdos, sentimientos y decisiones. Si quieres conocer a alguien, pregúntale su película favorita. A poco que escarbes en la mayoría de los casos encontrarás a un Don Corleone, una Mary Poppins, un James Bond, un Robin Hood, una monjica llamada Audrey Hepburn, una Catherine Deneuve o un Doctor Zhivago... (por poner unos ejemplos), a quienes admiramos por su integridad, su poder, su voluntad, su felicidad o su desgracia. Pero la vida real no entiende de personajes de ficción.

A diario, asistimos al pulso que libran quienes deciden dejarse guiar por el corazón y los que te instan a sentar la cabeza. En la vida hay muchos caminos, y hemos de elegir por dónde llevarla. ¿Cómo? Y tras esta cuestión trascendental surgen muchas respuestas. A menudo nos dejamos aconsejar por Don Vito Corleone, otras por Mary Poppins... o por un amigo, por el cónyuge o por los padres...

Independientemente del camino que elijamos, no importa tanto llegar a la meta, sino vivir el camino en sí. Y cuando un día nos encontremos tirados en una cuneta, empapados en alcohol; y mirando a las estrellas, tomemos conciencia y recordemos a aquél niño que fuimos, rebosantes de dicha en la seguridad, paz, armonía y amor del nido paterno; y nos preguntemos cómo y cuándo la vida nos arrojó al abismo; sepamos si fuimos o no felices en nuestros errores.

¿Dónde y en qué momento el diablo te puso cuatro ases en una misma baza? Tú que lo tenías todo: salud, inteligencia, amor, dinero... Ambiciones y debilidades. Y tú jugaste la partida pensando que te acompañaba una buena racha.

Y te arrojaste al trabajo en pos de la zanahoria que te tendían los poderosos, esa zanahoria que hace salivar a los burros, cruel y amarga zanahoria... que te incita a atraparla, a atraparla... inalcanzable. Tú que soñabas con verte erigido en el Don Corleone de tu empresa, misterioso y ambiguo, reservado y letal, paladeando el placer de controlar las vidas de los demás.

Y te arrojaste en brazos de la mujer seductora, antojadiza y siempre insatisfecha, que te llevó por la senda agridulce (más agria que dulce), y por la cuál cometiste tantas sinrazones. Por ella te devoraron los celos, y por ella te enfrentaste a aquel atracador que te mando a la UVI, o te compraste aquel deportivo que no podías pagar, con el que te saliste de la carretera a 200 km/h.

Y aquí estás en la cuneta, boca arriba contemplando las estrellas sin poder moverte, en una noche sembrada por el canto de los grillos, en mitad de ninguna parte. Jugaste mal tu baza, muchacho. ¿Escuchas las carcajadas del diablo? Perdiste con cuatro ases... ¿Pero fuiste feliz?

Y en esos momentos de dolor en todo el cuerpo, las heridas del alma te torturan todavía más. Entonces se reparte la nueva baza, y tus cartas ya no son ases, sino cuatros, doses, algún seis... Quedaron atrás las noches de placer inconmensurable, las apuestas, las borracheras, las comilonas, los excesos... Ahora toca jugar una baza pobre, dolorosa.

En medio del silencio de la noche, las estrellas forman figuras que te evocan los lugares donde te has sentido bien en tu vida. Bajo el brasero de la casa de tu abuela, arrullado por historias de unos y otros... El cine donde por primera vez invitaste a la única chica que has amado de verdad... En aquel bar donde sentiste la amistad verdadera con los compañeros del colegio, cuando no teníais ni un céntimo más que para un bocadillo de calamares y una caña... Donde aquel abrazo, aquel beso... En el silencio de una noche como ésta.

Sentimientos, recuerdos, decisiones... Pasa la vida. Pasa la vida. Tengo un presentimiento sobre los cuatros, los doses y el seis. A la luz de la aurora que se levanta, hermosa y eterna, ante tus ojos ensangrentados, se distinguen los reflejos de las sirenas de una ambulancia. Ya se disipa la noche trágica, el diablo se ha ido, y no importa dónde estés ni cómo, que los dolores pasarán, y con una baza pobre volverás a los lugares que te han hecho sentirte hombre, débil y vulnerable, pequeño y, sin embargo, pleno de significado en el universo infinito... Y esta vez no dejarás que James Bond tome decisiones por ti, porque las tomarás tú mismo, con tus cartas sin valor, que bien jugadas te llevarán hacia la felicidad.

Un abrazo

miércoles, 14 de marzo de 2012

España

Querido amigo:

Hace 40.000 ó 50.000 años, tuvo lugar la siguiente escena en algún lugar de nuestra amada España.

Un grupo de homínidos había abandonado la cueva donde vivían para buscar leña, comida, o cuanto pudieran encontrar que resultara útil para la comunidad.

En lo más hondo de un angosto desfiladero descubrieron un árbol enorme derribado por un rayo. Tras mucho discurrir, los más fuertes del grupo ordenaron que los más débiles bajaran a recoger el árbol, mientras que ellos aguardarían arriba vigilando por si aparecía alguna fiera. De mala gana obedecieron los más flaquitos, que no deseaban enojar al caudillo y al chamán, fuertes como osos porque siempre se reservaban los mejores bocados de las cacerías.

El caudillo tenía que alimentarse bien para estar fuerte y defender a la comunidad de otras tribus enemigas. Cada noche, el chamán ofrecía los más suculentos ciervos y gacelas a los dioses para que cuidaran de la comunidad; y cada mañana se encontraban en el altar los restos que los dioses dejaban tras su festín nocturno.

Con mucho esfuerzo y algún que otro resbalón, los pequeños homínidos llegaron al pie del gran árbol caído. Se distribuyeron como mejor pudieron y comenzaron a arrastrarlo. El árbol pesaba tanto que apenas se movía cuando todos empujaban con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, uno de los pobres pisó una piedra redonda y se cayó de espaldas.

El caudillo y el chamán comenzaron a desgañitarse de risa desde lo alto del barranco, y todos los presentes también se desahogaron a gusto. El que se había caído, mientras, ni pestañeaba. Cuando se acercaron a él, descubrieron que ya no vivía, que se había matado con el golpe. Un hondo silencio ensombreció a todos.

Sin moverse de la sombrica donde descansaba, el chamán gritó a los de abajo que aquel lamentable accidente podía ser un castigo de los dioses... que habría que ofrecerles más alimentos a partir de entonces... Los compañeros del difunto miraron con tanta ira al rollizo chamán, que éste temió que le atacaran. Recapacitando enseguida, entró en trance y con los ojos en blanco anunció que los dioses les enviaban una señal con aquel accidente... De la misma manera que aquel infeliz había deslizado con un canto rodado, así podrían juntar muchos cantos similares para poder arrastrar sin esfuerzo sobre ellos el enorme árbol.

¡Se acababa de inventar la rueda! ¡Qué maravilla!

Aquella misma tarde, el cuerpo del desventurado inventor llegaba ante la cueva encima del árbol que empujaban los demás sobre piedras redondas. Las mujeres comenzaron a llorarle a gritos, y el caudillo y el chamán ordenaron que todos ayunaran aquella noche como muestra de duelo.

Bueno, en realidad, todos no. El caudillo no podía acostarse con hambre, porque quién si no les defendería si los enemigos que acechaban a la comunidad atacaban y a él le fallaban las fuerzas.

El chamán se llevó toda la comida al altar, como acto de gratitud a los dioses que les habían revelado la rueda...

Y así, pasaron los años, los siglos,... Vinieron más caudillos y más chamanes, siempre bien alimentados, mientras que el pueblo ayunaba y lloraba... El pueblo temía... El pueblo ayunaba... El pueblo lloraba... Como hoy.

Un abrazo

sábado, 10 de marzo de 2012

Para Gustavo Adolfo Bécquer

Querido amigo:

¿Recuerdas que hace hoy exactamente... 10 años que sobreviví a un accidente? Desde entonces nunca he querido volver a hablar de ello, aunque no ha pasado ni un sólo día sin que mi corazón no haya evocado un recuerdo particular de aquellos vertiginosos momentos.

Presta atención antes de juzgarme por lo de hoy, sólo así me comprenderás.

Poco antes de perder el conocimiento se me apareció un ángel... Una mujer hermosísima, o al menos tal la rememoro, pese a que su rostro apenas se distinguía entre la oscuridad. Me apretó la mano y se acercó para mirarme... Y aquellos ojos... como si brillaran desprendiendo sosiego en medio de la tragedia... como si me penetraran hasta lo más hondo del alma... como si en aquel último instante, pues creí que nunca saldría de aquello, comprendiera el sentido de mi vida...

Te aseguro que no he vuelto a olvidar aquellos ojos. Aún sigo creyendo que aquella mujer y todo lo que ocurrió después no forman sino un episodio más de mi naturaleza proclive a la ensoñación, pero sólo recobrar la imagen de aquel ángel mirándome a los ojos y apretándome la mano, basta para disipar cuanta amargura y desolación lastran mi espíritu cuando revienen las pesadillas.

¿Quieres saber cómo me sentí? ¿Recuerdas el desenlace del ballet "El lago de los cisnes"? El enamorado príncipe ha seguido al cisne negro hasta el lago, seducido por su belleza. El cisne negro encarna a una malvada bruja que ha hechizado al infortunado para que se adentre al oscuro bosque, donde planea golpearle con su venganza. Vulnerable e indefenso, el noble corazón cae al lago y comienza a hundirse en sus tranquilas y traicioneras aguas. Entonces aparece el cisne blanco, una princesa en tal forma condenada, cuyo propio hechizo sólo puede quebrar a través del inmenso amor que le liga al príncipe. El cisne blanco se enfrenta al negro en un combate entre el bien y el mal, del que sale victorioso. Entonces, a los dulces arrullos del arpa de la melodía, rescata al príncipe del fondo del lago.

En aquellos momentos yo me sentía descender inerme a los oscuros abismos del lago, y aquella mujer, como aquel cisne blanco prodigioso, me rescató de un final seguro. Luego despareció... Nadie ha sabido darme referencias de ella. Ignoro quién fue, ignoro si quiera si fue real o celestial, o fruto de la conmoción... Sólo sé que antes de partir me dijo que sobreviviría a aquello, y que nos volveríamos a ver pasados 10 años exactamente. Y me citó en un lugar...

Tiempo después, ya totalmente recobrado, me casé con mi enfermera. Ella lo es todo para mi y sin ella no habría llegado hasta aquí.

Sin embargo, aún me abrasa el rescoldo que luce en el fondo de mi corazón, repitiéndome día tras día, durante 10 años, un lugar... Un lugar extraordinario... ¿Debo acudir a la cita? ¿Y si sólo fue un sueño? ¿Voy a dar la vuelta a la Tierra para citarme con una mujer de ojos enigmáticos y enloquecedores? ¿Y mi esposa?

Llevo varias noches sin conciliar el sueño, debatiéndome ahora en viajar a su encuentro, ahora en olvidarlo todo. Pero no quiero olvidar nada. Daría la vida por volver a ver aquella mirada una vez más.

Mi mujer ha facilitado las cosas. Le ha surgido un asunto familiar y habrá de ausentarse una semana de la ciudad. ¿Y yo mientras?

Llevo viajando casi 24 horas, y el cansancio me consume. Un vuelo de casi doce horas hasta una ciudad superpoblada. Luego un autobús decrépito durante media jornada hasta una ciudad un poco más pequeña, y desde allí, ya de noche, un taxi local que se deshace en cada bache, hasta una aldea remota, que se alza como una lágrima en la mejilla de una alta montaña.

He llegado a ese lugar, aguardo en la habitación de la casa de unos granjeros, justo donde ella me citó hace 10 años exactamente... Acabo de escuchar una voz entre las finas paredes de madera... ¡No lo soñé! ¡Ella fue real y se encuentra a tan sólo unos pasos de mi! Siento que el corazón se me sale del pecho... Siento que el destino me arrastra como una hoja de árbol en el torrente de una tempestad... Ya no hay marcha atrás... Unos pasos sobre el inestable piso de madera, ya cruje el marco de la puerta...

Amigo mío, me siento incapaz de relatar tanta felicidad. Hoy es el día más increíble de mi vida. Mi ángel ha vuelto, me aprieta la mano como en aquella ocasión y me besa con tanta pasión como emoción, como si se nos fuera a terminar el tiempo... La reconozco tan hermosa como entonces, en medio de la oscuridad, con su hechicera mirada rescatándome del abismo.

Al fin y al cabo, me confiesa, sólo dispone de una semana... Una semana de ausencia de su ciudad, que llevaba planificando durante 10 años, para encontrarse en las antípodas del mundo conmigo. Ahora comprendo ciertos asuntos familiares...

Un abrazo

domingo, 4 de marzo de 2012

El Traductor

Querido amigo:

Siento que algo nuevo, vivo y libre me alienta a despertar a la plenitud de la existencia. Un sentimiento ilegal, inmoral e indigno de un fiel servidor del orden público.

Hasta ahora había podido presumir de mi lealtad hacia Su Divina Majestad y su Imperecedero Reino de Concordia, a quien había consagrado mi vida como feliz letrado defensor. Hasta ahora no había indagado en las estrellas sobre el sentido de la vida, porque éstas permanecían eclipsadas por el bondadoso resplandor de Su Majestad. Sin embargo, mi alma ya no pertenece al Imperecedero Reino de Concordia...

Mi nueva e inmoral libertad arrancó el día que cayó en mi escritorio el expediente de un profesor universitario que había sido arrestado por corromper los principios y la sagrada doctrina de Su Divina Majestad. Un caso de rutina en apariencia, otro más que sumar a mis grises días de imperecedero súbdito de la Concordia.

La lectura del expediente me confirmó que nada podía alegar en defensa de ese infeliz, pues la magnitud de su delito no admitía ningún argumento. Me entrevisté con él por oficio, consciente de que perdía mi tiempo con aquel espíritu subversivo que nada podía esperar ya en la vida, sino la Clemencia de Su Divina Majestad.

Encontré a un hombre sereno y alegre, ignorante tal vez de la funesta suerte que la Ley le deparaba. La pena capital aplicaba a quienes como él amenazaban con pudrir la Imperecedera Concordia.

Desde el primer instante, la actitud del acusado me sorprendió. Una creciente curiosidad florecía en mi por aclarar cómo aquel reputado imperecedero súbdito de la Concordia había desembocado en un calabozo.

Mi cliente había dedicado su vida al estudio y al trabajo. Desde muy joven había destacado como un referente nacional en latín y griego. Sus escasos alumnos le tributaban un sentido respeto. Académicamente se le tenía por una sabia eminencia. Una existencia gris y discreta, que se desarrollaba a la sombra de las Grandes Ciencias que sostenían la gloria del Imperecedero Reino de la Concordia. Exiguo interés podía atribuirse a las lenguas muertas, cuando brillaban las Matemáticas, la Física, la Química en una Universidad destinada a forjar el vero alma de los imperecederos súbditos de la Concordia.

Mi cliente había recibido un peligroso encargo, que imprudentemente aceptó, condenándose irremisiblemente. Espías extranjeros le habían encomendado la traducción de ciertos textos latinos y griegos al idioma de Su Divina Majestad. Textos inmorales, que distanciaban el corazón del lector de su elevada responsabilidad de imperecedero súbdito de la Concordia.

Mi cliente trabajó durante años en dicha traducción, cuyo contenido doblegaba su corazón hasta el punto de trastornar su existencia completamente. Su metamorfosis no pasó por alto a los rectores de la Universidad, celosos guardianes de la moral. Tampoco sus alumnos dejaron de observar que algo diferente, peligroso, se apoderaba de las clases de su amado maestro.

Mi cliente levantó sospechas y terminó por ser objeto de una investigación. La policía no olvidaría resquicio alguno en su vida sin registrar. Todo en su vida resultó irreprochable... menos ciertos papeles hallados en el escritorio de su casa. Ni siquiera se preocupó de guardarlos bajo llave, ningún asomo de decoro.

Como abogado defensor nunca se me permitió acceder a dichos papeles, cuya maldad se afirmaba en el informe judicial, único documento sobre el cuál debía basar mi defensa, documento que no admitía apelaciones ni preguntas. Los papeles habían sido catalogados de pornografía, y habían sido destruidos por orden del juez.

Mi cliente fue ejecutado hace una semana. Antes de partir hacia el patíbulo me confió un secreto. Un lugar. Allí busqué una caja que contenía la obra de varios años de ininterrumpido trabajo en la sombra.

Confieso que me indignó aquella última voluntad. Mi cliente había sido condenado por aquellas traducciones y se atrevía, a pesar de todo, a comprometerme confiándome su custodia.

Repugnado por lo que pudiera encontrarme, acudí al lugar indicado, decidido a destruir los papeles antes de que siguieran destruyendo más vidas. No pude, una curiosidad enorme me había invadido desde que viera por primera vez a mi cliente, y sucumbí a ella.

Llevo una semana leyendo sin parar, noche y día. Aunque no he leído ni la décima parte de los manuscritos, he experimentado tal revolución en mi entero ser que ya no podré volver a vivir como hasta ahora.

Esta noche he cruzado la frontera del Imperecedero Reino de Concordia, adonde creo no podré regresar jamás. Viajo ligero de equipaje, tan sólo unos manuscritos. Me he convertido en un apátrida, en un subversivo delincuente, que huye furtivamente de la Bondad de Su Divina Majestad.

Durante mi huida, he creído distinguir entre las sombras al Magistrado que dictó la sentencia de mi cliente. Sospecho que las copias intervenidas en casa de mi cliente no se destruyeron como rezaba el expediente. Sospecho que el Magistrado comparte conmigo ese sentimiento nuevo, vivo y libre que me alienta a despertar a la plenitud de la existencia.

También ese Magistrado apostata de su noble condición de imperecedero súbdito de la Concordia, posiblemente tras sumergirse en las primeras páginas de la Biblia, un texto que ha convulsionado nuestras grises existencias, despojándonos de nuestra patria y hogar, arrojándonos a un mundo repleto de belleza y color, sediento de Justicia y Libertad.

Un abrazo

lunes, 27 de febrero de 2012

En un futuro no muy lejano

Querido amigo:

En un futuro no muy lejano, habría un país poblado de gente muy variopinta. Había unos pocos que se aprovechaban de la buena fe de la mayoría. Esos pocos, muy pocos en realidad, se habían hecho dueños de casi todo el país; vivían a lo grande y no pensaban más que en sí mismos.

Mientras tanto, el resto del país trabajaba para ellos; soñando siempre que con sumo esfuerzo y voluntad, los asuntos del país mejorarían. Pero sólo mejoraban unos pocos, los de siempre, y los que trabajaban sentían ir cada día a peor.

Cierto día, los pobres convocaron una huelga muy especial: se abstendrían de consumir más allá de lo necesario para sobrevivir. Nada de caprichos durante la huelga, huelga de lujos. Como los pobres eran mayoría en el país, no tardaron en sentirse las consecuencias.

Las tiendas de moda abrían sus puertas, pero nadie entraba en ellas aparte de los dependientes. Con los bares, las pastelerías, las librerías, los concesionarios de coches, las mueblerías, etc... ocurrió otro tanto. Los centros comerciales se vaciaron por completo. No se encendían televisores ni radios.

La gente acudía a los trabajos, pero fuera de ellos se cuidaba de comprar nada que no fuera absolutamente necesario. Así, de vez en cuando se dejaba ver alguien por la panadería, o por el mercado, o por la farmacia, o por la gasolinera...

Nadie se manifestaba ni armaba alboroto alguno. Todo lo contrario, reinaba una calma celestial.

Muchos negocios optaron por cerrar mientras durara la huelga de consumo. Sólo permanecían abiertos los comercios estrictamente necesarios, sólo funcionaban los servicios estrictamente necesarios. Nadie se quejaba.

Los pobres resistían la huelga con dignidad, pese a que no les resultaba nada fácil renunciar a ciertos caprichillos. Sin embargo, unos pocos en ese país lamentaban cuanto ocurría, ya que les apetecía seguir dándose la gran vida y no había dónde encontrar algún lujillo, por nimio que fuese. Y no sólo eso, lo peor era que la casi total ausencia de consumo iba mermando sus nutridos bolsillos, porque esos pocos poseían la mayor parte de los negocios del país.

La huelga tuvo efectos muy positivos. Como casi no había trabajo que hacer, los trabajadores salían a su hora, y disponían de mucho tiempo libre que disfrutar con sus seres queridos. Las calles aparecían más limpias de lo normal, porque ya nadie fumaba ni tenía papeles que arrojar a ellas. También el medio ambiente agradeció la huelga, porque apenas había tráfico. Las avenidas que otrora siempre se congestionaban, apenas veían pasar un puñado de coches al día. Por una vez se pudo disfrutar del placer de ir en bicicleta a cualquier parte, sin correr el riesgo de verse arrollado por un vehículo. La tranquilidad y la dieta frugal también mejoraron la salud y los nervios de los ciudadanos, que dejaron de tener prisa para hacer sus cosas. Además, todos vivían con tanta sencillez que hasta los mendigos se sintieron integrados, unos más de la sociedad. Nadie se iba de vacaciones a la playa, porque en la ciudad ahora se vivía tan bien, que era como estar en el campo ¡qué necesidad había de irse a descansar a otro lugar! Reinaba la armonía, la fraternidad. Se sonreía por las calles, se silbaba en cada esquina.

La huelga de consumo tuvo tanto éxito, que los pobres decidieron que vivirían así permanentemente.

¡Ni hablar! se indignaron los gobernantes del país, a la sazón los más acaudalados. Dictaron leyes que prohibían secundar la huelga, pero no se les ocurrió pensar quién las iba a imponer. En efecto, la policía o el ejército carecían de sentido, pues nunca aquel país había gozado de tanta paz. Ningún guardia iba a forzar a nadie a comprarse ropa, pasteles o a beberse un refresco.

Los gobernantes comprendieron entonces que la anarquía se había instaurado en la nación, que el poder que pudieran haber albergado antaño, ese poder del que habían abusado tantas veces en su propio egoísmo y egocentrismo, ya no existía. El pueblo sabía lo que tenía que hacer, no necesitaba a nadie que gobernara, sabía organizarse a sí mismo.

Pasarían los años y todo habría cambiado por completo. La vegetación más frondosa y hermosa crecía por calles y avenidas donde antaño circulaban coches. Nadie sabía quién mandaba en aquel país, si es que alguien mandaba. La gente disfrutaba del tiempo, dejaba rienda suelta a su inspiración artística y se reunían para conversar muy a menudo, para contarse cuentos, para cantar o hacer deporte.

Todo esto ocurrirá, amigo mío, en un futuro no muy lejano. Tal vez antes de lo que crees, tal vez cuando nos despertemos ...

Un abrazo

domingo, 19 de febrero de 2012

Sobre la Libertad

Querido amigo:

Una mañana de domingo, dos individuos asaltaron y secuestraron al Padre Pau cuando éste se dirijía a dar misa a su parroquia. Aquella mañana los feligreses extrañaron la ausencia del célebre predicador. Acudían por cientos a su parroquia, sedientos de sus sermones rupturistas, rebosantes de libertad, que le valían las agrias críticas de los sectores más conservadores de la iglesia.

El Padre Pau fue drogado y conducido a un zulo. Sus secuestradores le acompañaban al despertar, con el rostro velado con pañuelos. Casto y Pura militaban en una congregación muy puritana, observadora de una férrea moral y celosa de los valores tradicionales.

Pau pasó 40 días y 40 noches encerrado. Durante aquel cautiverio, su Fe se puso a prueba. Sus captores no ansiaban otro fin que socavar su moral progresista y "transgresora". Casto y Pura consideraban al Padre Pau como un astuto oportunista, cuyas homilías se alejaban de la moral tradicional para atraer a una mayoría de feligreses débiles y carentes de valores. Los devotos secuestradores se escandalizaban de las opiniones que Pau vertía sobre el matrimonio, el sexo y la libertad. En aquel sacerdote se encarnaba el mismísimo Satanás, un enemigo de la sociedad.

A través del respiradero de su zulo, el Padre Pau podía escuchar a Casto y Pura. Él trabajaba en una fábrica, mientras que ella ejercía de ama de casa. Rezaban apenas levantarse, durante las silenciosas colaciones, antes de acostarse. Casto se pasaba el resto del tiempo criticando al mundo que les rodeaba. Pura obedecía sumisa, si bien en ella palpitaba una semilla de oculta disconformidad que le hacía avergonzarse de sí misma.

El Padre Pau escuchaba el televisor al poco de que Casto se despidiera para ir a la fábrica cada mañana. A Pura le deleitaban ciertos programas, no precisamente "puros y castos".

El Padre Pau también oraba. Oraba mucho, porque en su oración sentía su propia libertad, inalienable y sagrada. La privación de espacio a la que le habían condenado no retenía más que su cuerpo, pero su espíritu volaba por místicas verdes praderas, libre de toda atadura. Su Fe le liberaba.

Pura suspiraba ante los seriales de televisión, de amantes incomprendidos y sueños sin cumplir. Luego, como arrepentida de sus pecaminosas debilidades, apagaba el televisor y rezaba hasta que regresaba Casto.

Así pasaron los cuarenta días, sin que los secuestradores apenas intercambiaran palabras con su forzado invitado. Pasado este tiempo, un día sin más, el Padre Pau encontró abierta la puerta de su zulo al despertar. No había ni rastro de sus captores.

El Padre Pau salió a una calle, no lejana de su parroquia. Por alguna razón no denunció a Casto y Pura, en quienes intuía dos almas atormentadas. Regresó a sus quehaceres cotidianos.

No pasó mucho tiempo cuando recibió una voz familiar en su confesionario. Casto nunca supo que el Padre Pau escuchaba sus confesiones. Recibió la absolución por actos que en nada parecían pecados a oídos y juicio del Padre Pau, pero que sin embargo torturaban la conciencia de aquel secuestrador frustrado.

Casto enumeró una larga lista de "faltas". Se arrepentía de ver hermosura en mujeres, de no luchar lo suficiente por la moral y el alma de la sociedad. Aunque Casto no lo mencionó en su confesión, el Padre Pau le absolvió por su desprecio a la libertad que Dios le había concedido, por cuestionar la voluntad del Creador al condenar en sí mismo los instintos de la naturaleza humana con los que había sido bendecido y, sobre todo, por no amar.

Un abrazo

domingo, 5 de febrero de 2012

Soledad

Querido amigo:

¿Quién soy?

Soy el marino que contempla las estrellas en medio de un océano de soledad y misterio.

Soy el piloto de un avión que surca los aires a miles de pies sobre la Tierra, aislado de las decenas de pasajeros.

Soy el juez que retira a meditar la sentencia, mientras la expectación del público aguarda en la sala.

Soy el general acorralado que maneja los destinos sobre un mapa, en vísperas de la batalla.

Soy el solitario proyectista que se pregunta por la vida, en tanto que el público disfruta de la película.

Soy el vigilante del museo, que recorre los pasillos a oscuras, rodeado de arte y sueños.

Un abrazo

lunes, 16 de enero de 2012

Conversiones

Querido amigo:

El 18 de Julio de 1936, el señorito Eusebio hubo de refugiarse en un sótano porque las cosas tornaban muy feas para los señoritos. ¡Justo el día que pensaba dejar Madrid para veranear con los papás en San Sebastián! Sin embargo, el señorito Eusebio cambió de planes después de ver desfilar a las izquierdas por la Gran Vía desde uno de los balcones de la casa familiar.

Temeroso de que alguien le denunciara a los tribunales populares por monárquico, católico y..., también hay que confesarlo, por haberse aprovechado de más de una desgraciada de los barrios pobres; el señorito Eusebio huyó de su casa vestido con los trajes de Palomo, el conductor del coche de su papá.

Entre tanta agitación, nadie reparó en aquel joven que marchaba junto a la multitud enfervorecida, coreando los himnos anarquistas. Nadie reparó en aquel joven, ahora convertido en el camarada Pablo, a quien parecía que habían vestido sus enemigos, tan mal le quedaba el traje de Palomo. Se le había ocurrido rebautizarse como Pablo sobre la marcha, por aquello de la conversión de Saulo en San Pablo; y para disimular se había enrolado en las milicias de la CNT-FAI, pensando en fugarse y cambiarse de bando a la mínima oportunidad que acaeciese.

Aquella noche, el camarada Pedro la pasó en un sótano de la Cava Baja, donde los milicianos se emborrachaban para dar coraje a los que al día siguiente tenían que ir al frente de la Ciudad Universitaria. Allí conoció a la Flor de Azahar, una miliciana de la que se prendió perdidamente.

No había comenzado aún el mes de Agosto del mismo año, y los camaradas Pablo y Flor de Azahar ya se habían casado por un juez revolucionario. El señorito Eusebio... ¡perdón! ... el camarada Pablo era un moscardón capaz de todo por degustar el néctar de las flores...

Resultó que la camarada Flor de Azahar se había criado en la miseria, fregando escaleras desde que tenía uso de razón, sin otro sueño en su humilde vida que cambiar el mundo, nada más y nada menos, para convertirlo en un lugar justo y armonioso. La revolución prometía ese mundo feliz que tanto había anhelado, por lo que la camarada Flor de Azahar había comenzado por cambiarse el nombre (porque Fulgencia nunca le había gustado), alistarse a la CNT-FAI y casarse con el primer miliciano que le tiró los tejos en una noche de borrachera. Por una vez en sus 17 años se sentía feliz, enamorada y sonriente.

Todo el mundo conoce lo que vino después. Madrid y los madrileños fueron asediados, bombardeados, masacrados y llevados al borde de la extenuación. Durante aquellos tres largos años, al camarada Pablo no le sobraron ocasiones para desertar y cruzar las líneas para viajar a Francia con los papás, pero tal era el amor que sentía el Capullo (como le llamaban los demás milicianos, algo celosos) por Flor de Azahar, que no concebía separarse de ella por nada en el mundo.

El camarada Pablo había olvidado al señorito Eusebio de otrora, y llegó a soñar junto a su esposa que un mundo de anarquía era posible. Se había convertido en un verdadero miliciano cuando el sueño se acabó y, dada por perdida la contienda, se despidió a Flor de Azahar al pie del camión que se la llevaría a Alicante, preñada de ocho meses.

Sus planes se truncaron una vez más, ironías del destino ¡justo el día que pensaba dejar Madrid para embarcarse con ella hacia Orán! Aquel mismo día regresó a la casa de la Gran Vía, convertido de nuevo en el señorito Eusebio, después de rasurarse la poblada barba que le había ocultado las facciones durante los años de guerra. Asomado al balcón, contempló las banderas rojas y gualdas desfilar al son del Cara el Sol.

Unos días más tarde regresaron los papás de Francia, escandalizados por el estado ruinoso en el que había quedado España durante sus tres años de ausencia. Padres e hijo se fundieron en un fuerte y sentido abrazo. La vida volvía a su cauce para el señorito Eusebio, nadie sabía qué habría sido de los camaradas Capullo y Flor de Azahar. El primer domingo que volvió a pisar una iglesia, casi se desmayó al comulgar.

Durante años se preguntó qué habría sido de Flor de Azahar. Si habría llegado a Alicante, si se embarcaría hacia Argelia, qué habría sido del bebé que esperaba,... Emprendió discretas gestiones para lozalizar su paradero y, si bien su matrimonio había sido ilegalizado, al menos ayudarla económicamente.

Durante años se dejó llevar como un alma sin vida, mutilada... El orden y el decoro reinaban de nuevo en las calles, pero no en su corazón. La mamá del señorito Eusebio se preocupó mucho por la depresión en que la guerra había sumido a su hijo ¡pobrecito, cuánto habría sufrido! ... y le buscó una chica de buena familia, la señorita Aurorita, para que se casara y recobrase la ilusión.

Y cierto día de Julio que los señores don Eusebio y doña Aurora bajaban a dar un paseo con el carrito del señorito Pablito, su primogénito de un añito, tropezaron con la señora que fregaba la escalera..., junto a su hija de diez años.

Doña Aurora sintió que la mano de su esposo se enfriaba, helada. Unos instantes antes le había visto reír por última vez en su vida, con una gracia del señorito Pablito. Muchas veces vio a don Eusebio sonreír, pero jamás volvió a verle reír; ni sus manos volvieron a calentarse, ni siquiera en verano, ni al calor de la chimenea,... Don Eusebio no perdió aquel día su Fe, porque aquel día de Julio en el portal de su lujosa casa supo que existía un Dios de Amor, un Dios de Justicia que le había condenado de por vida por tantos pecados como había cometido antes de la guerra, y aún durante la misma. Condenado por un amor inmortal, justo, casi utópico... a un sueño sin despertar...

Un abrazo